Tengo un amigo que acaba de recibir Lost: The Complete Collection: una espectacular caja en forma de mastaba egipcia con las seis temporadas de la serie y mercadotecnia para hacer las delicias de los fans. El tipo no puede permitirse el maltrato que las cadenas generalistas propinan a estas producciones y prefiere degustarlas sin prisa, pero sin pausa, una vez adquiridas en Amazon. Ya lo hizo con Los Soprano. Así que está como niño con zapatos nuevos. A pesar del bombardeo de spoilers que ha recibido a lo largo de estos años sobre las peripecias de los famosos náufragos, su despiste acerca del universo Perdidos es lo suficientemente amplio como para sentirse casi virgen. A la melancolía que siento desde que se emitiera el último capítulo a finales de mayo se une ahora una insana envidia por el viaje que mi colega está a punto de emprender.
Porque de eso se trata, del viaje, no tanto de las respuestas. Cuando en la pantalla aparecieron, junto a los créditos del último capítulo, los restos del fuselaje del vuelo 815 de Oceanic sentí la tristeza de la separación. Estas cosas nos ocurren a los hijos del Baby boom de los 60 que crecimos grapados a los iconos de la cultura pop, léase superhéroes de la Marvel y DC Comics, las grandes bandas de rock de la década de 1970, las maquinitas (y su evolución, las consolas), la ciencia ficción y la fantasía épica; nos hicimos un equipaje sentimental que nos acompaña toda la vida. En fin, nadie es perfecto. Yo, al menos, no estoy dispuesto a pedir perdón por ello. Por ser admirador de Tolkien y coleccionar muñequitos, o por disfrutar con Expediente X y Lost. Por suerte, el Capitán América es inmortal (y si no, lo congelamos otra vez y lo resucitamos dentro de unas décadas), pero el día que palme Bruce Springsteen me voy a llevar un berrinche de aquí te espero, aunque me deje en herencia su credo laico de chicas, coches y huidas hacia adelante. No sé si los adolescentes de hoy, enganchados a las redes sociales y a subproductos como Lady Gaga, podrán hacerse un equipaje digno de ser acarreado.
Pero me estoy fugando de la isla. A bote pronto, no tenía muy claro si había entendido el final de Perdidos (el madrugón y los fallos en la emisión de los capítulos no favorecieron la concentración), pero sí la certeza de que el telón acababa de bajarse después de un periplo extraordinario de seis años. Con altibajos en la historia, con imperfecciones evidentes y trampas asumibles: quien no quiera tragarse los cebos lo tiene muy fácil, que cambie de programa o que apague la televisión. Luego, con el paso de las horas, con la lectura de las primeras teorías en la web y el intercambio de impresiones con algunos compañeros igual de enganchados que yo, me consolé pensando que la serie en realidad no había acabado, que generaría más y más debate en la red y en tertulias de café, que los críticos continuarían ganándose la soldada escribiendo diatribas contra los frikis y la serie sería recordada durante mucho tiempo como un prodigio de entretenimiento y emoción. Solo el show business pasaría página. En los últimos premios Emmy la noticia no fue el triunfo de Mad Men y Modern Family, sino la derrota de Lost, que la industria ya considera amortizada. Los fans, en cambio, siempre echaremos de menos a Jack, Kate, Sawyer, Hurley, Desmond, Locke y los demás.
Entretener y emocionar. Más allá de la filosofía, la espiritualidad y la física cuántica. Para lograr su objetivo, los guionistas explotaron técnicas narrativas que dieron lugar a piezas maestras como The Constant (quinto episodio de la cuarta temporada). A Desmond Hume (Henry Ian Cusick) nos lo presentaron como un tipo desquiciado que debía introducir los números 4, 8, 15, 16, 23 y 42 en el ordenador de la estación Cisne de la Iniciativa Dharma cada 108 minutos (4+8+15+16+25+42=108). Nunca me lo tomé demasiado en serio hasta que vi su tour de force en The Constant: cómo su conciencia viajaba en el tiempo y se salvaba de la locura gracias al amor. Imagina, paciente lector, que le dices a la mujer de tu vida: “Dame tu número de teléfono, nos despedimos y te llamo en Nochebuena… dentro de ocho años. Y, por favor, coge esa llamada porque de ello depende que no me quede para siempre atrapado en la oscuridad”. ¿Crees que lo haría? Todos tenemos una constante, un ancla para poder sobrevivir en este mundo de locos. Perdidos es una serie con personajes a los que invitaríamos a cenar, y Desmond forma parte de la familia por méritos propios.
Jack Shepard (Matthew Fox), el doctor que debía morir en el primer episodio y que se salvó por la presión de los ejecutivos de la ABC, es mucho más que uno de los guapos oficiales. Primer sujeto en tener flashback, flashforward y flash-sideways (o línea temporal alternativa), inasequible al desaliento, es el pegamento que mantiene más o menos unido al grupo (“Si no podemos vivir juntos vamos a morir solos”). ¿Y Kate? Antes de que Lisbeth Salander entrara en el imaginario popular como la feminista justiciera por antonomasia ya existía Kate Austen (Evangeline Lilly), la fiera de mi niña versión Lost, la novia de la isla, que liquidó a su padre alcohólico y maltratador y se convirtió en fugitiva. La tensión sexual de la pecosa con Jack y Sawyer (Josh Holloway), el estafador rebelde y pendenciero, es uno de los hilos conductores de la serie.
Otro personaje fascinante es John Locke (Terry O’Quinn). El filósofo empírico y el superviviente paralítico del vuelo Oceanic 815 tienen en común algo más que el nombre. Creen que “todo ocurre por una razón”. A nuestro Locke la isla lo libera de la silla de ruedas y le da una segunda oportunidad. Va a su bola en plan Rambo ilustrado hasta que descubre que la verdadera amenaza no son los osos polares, los fantasmas o el humo negro, sino el afán de las demás almas perdidas por largarse de allí. Así que crea su propio lobby para enfrentarse al doctor Shepard. Por su parte, Hugo Hurley Reyes (Jorge García), el entrañable zampabollos que, a pesar de tantas penurias y persecuciones, mantiene sus lorzas intactas desde que llegó a la isla, aporta sensatez y buen rollo a sus compañeros. Lástima que no aproveche sus contactos con los muertos para preguntarles de dónde venimos y adónde vamos. Es lo que haríamos los seres humanos normales.
Benjamin Linus (Michael Emerson) es uno de los grandes villanos de la historia de la televisión, manipulador de manual, las cuatro estaciones en un día: capaz de transmitir amor, odio, miedo y compasión en un capítulo sin que le suba el pulso de sesenta. Jacob (Mark Pellegrino), el patrón y protector de la isla, gurú de los Otros y reclutador de los supervivientes del accidente aéreo, deja de ser una presencia espiritual para tomar cuerpo al final de la quinta temporada. Muchos de los enigmas de la serie giran en torno a este misterioso personaje y su némesis, el Hombre de Negro (Titus Welliver). Se podría escribir un tratado sobre el Anti-Jacob, el Humo Negro, el Monstruo que tortura a los losties desde que pasaron su primera noche en la playa tras el siniestro. El Hombre de Negro desea escapar de la isla a toda costa y cree que el mal es inherente al ser humano (“Vienen. Pelean. Destruyen. Corrompen. Siempre termina igual”).
Lo dicho. Como de la familia. Así que su reencuentro en el último capítulo es emocionante. “Este es el lugar que levantasteis entre todos para poder encontraros, porque la parte más importante de tu vida fue la que viviste con estas personas”, le dice Christian Shepard a su hijo. “Por eso estáis aquí. Nadie muere solo, Jack. Les necesitabas a todos y ellos te necesitaban a ti”.
-¿Para qué?
-Para recordar… y dejar atrás.
Lo siento por los despechados, pero el final de Perdidos, con cada personaje al lado de su “constante”, fue fiel al prestigio del producto.
Lo importante es el viaje y no tanto la luz. Menuda matraca con los misterios sin resolver. Resulta sorprendente que haya gente que se sienta “traicionada” porque una serie de televisión, un divertimento, no ofrezca todas las respuestas, cuando el ser humano y los trillones de años luz que lo rodean son una pura incógnita. Es cierto que peleamos, destruimos y corrompemos, que siempre acabamos igual… pero, como dice Jacob, “solo termina una vez. Cualquier cosa que pase antes de eso, es solo progreso”. Es decir, a pesar de sus innumerables meteduras de pata (o quizás gracias a ellas), el ser humano avanza. Parece la única verdad digna de ser contada. ¿Alguien pensaba que J. J. Abrams, Damon Lindelof y Carlton Cuse iban a salir airosos de todos los charcos donde se habían metido? Renuncio a saber qué pintaban los osos polares en la isla o cuál es el verdadero significado de los números malditos. Puedo vivir con ello. Cada respuesta a una pregunta lleva a una nueva pregunta, y por desgracia tenemos fecha de caducidad y otros frentes abiertos al margen de Lost. Por ejemplo, escribir cosas más sesudas que ésta. Y, lo más importante, compartir con nuestras “constantes” el tiempo que nos ha tocado vivir. Se especuló con que los tipos murieron en el accidente aéreo y la isla es una especie de purgatorio (algo que los creadores de la serie negaron siempre) al que fueron conducidos por Jacob porque la vida de todos ellos era solitaria y miserable. Sin embargo, la teoría más aceptada tras el visionado del último capítulo es que lo ocurrido en ese misterioso escenario fue auténtico, y que la realidad alternativa (flash-sideways) o línea X es un limbo, el punto de reunión de los perdidos después de su largo proceso de redención.
Particularmente, no me importaría que el final de mis días fuera así.