Texto: Hilario J. Rodríguez
Fotografías: José Alejandro Adamuz
Más allá de que viajemos para constatar y avanzar, también viajamos para estimular nuestra imaginación. El viaje, al fin y al cabo, es un acto creativo. Te ves en situaciones inesperadas, capaces de obligarte a flexionar tus convicciones y aprender todo de nuevo, como si estuvieses atravesando una jungla por primera vez. Pero perderse, no lo olvides, requiere cierto aprendizaje: primero debes abarcar lo conocido, llegar hasta sus límites y traspasarlos, porque sólo entonces serás capaz de descubrir cosas nuevas, asombrosas. Así, más o menos, se planteó José Alejandro Adamuz el viaje por Latinoamérica que recorre las páginas de Una vida posible (Ediciones Menguantes, 2023). La idea era comenzar en Ciudad de México y acabar en Ushuaia, la ciudad más austral del continente. Dejarlo todo atrás: el trabajo, el hogar y todo lo que nos protege al caer la noche, para lanzarse a la aventura mientras esta todavía fuese posible.
A lo largo del trayecto, varios cuadernos le sirvieron para escribir en ellos listas interminables de acontecimientos, impresiones pasajeras, vocabulario nuevo, nombres de personas, libros… Si esos cuadernos hubiesen sido leídos sin la debida intervención, habrían carecido de sentido; en ellos, sin embargo, estaba el embrión del libro que leemos ahora, cuya forma apareció tras un intenso trabajo por constelación y montaje, omitiendo, uniendo y añadiendo piezas a un relato, en cuyo corazón intuimos que viajar, como escribir, va en contra de cualquier idea que sustente que la realidad es homogénea. Puede que sepas cómo empieza un viaje o una frase, nunca cómo termina; se viaja y se escribe, precisamente, para descubrir ese final.
-Tu libro propone ideas muy interesantes, pero me llamó la atención especialmente la de que el mundo es una biblioteca y el viajero es un lectoescritor. ¿Podría decirse entonces que el texto ya está escrito y que el viajero sólo necesita encontrarlo y transcribirlo?
El texto ya está escrito, lo único que hacemos es producir variantes del mismo. En el fondo, toda narración de un viaje responde a la estructura de la misma narración de la primera persona que abandonó su aldea para ver qué había al otro lado y luego volvió para contárselo a los otros. Como explico en el libro, todo viajero es Ulises queriendo volver a casa. Sin embargo, eso no significa convertir al viajero en un mero transcriptor de lo que acontece. El viajero, en realidad todo narrador, se enfrenta a un desafío máximo: el texto está escrito, pero hay que ordenarlo para que tenga sentido, para no aburrir a quien se le cuenta, para hacer de cada viaje un viaje único.
-Estoy de acuerdo con que posiblemente el principio de muchos viajes esté en una biblioteca; sin embargo, no tengo tan claro que acaben en otra.
La biblioteca es, de algún modo, un símbolo de la inspiración, el lugar donde puede surgir todo: una duda, un deseo, un miedo. El viaje es el intento de respuesta a todo eso. Y el viaje acaba cuando se narra, y por lo tanto, queda fijado. Que la narración tenga lugar en una biblioteca o en un bar eso es lo de menos. Lo que yo explico en el libro es el desajuste que encuentra el viajero al volver al hogar. Es un poco como lo que les ocurre a los submarinistas, que necesitan una fase de descompresión para adaptarse a la superficie tras un descenso. Al volver, la biblioteca se convierte para muchos viajeros en su cámara de descompresión. A mí me sucedió así. Cuando regresé del largo viaje por Latinoamérica, me di cuenta de que necesitaba un espacio donde poder escribir, leer, conectar de nuevo con la memoria de lo acontecido, ver en qué se había ido convirtiendo todo lo vivido. Por eso me fascina tanto la imagen de Charles Darwin en el despacho de su casa en Downe. Allí, rodeado de muestras, apuntes y libros, fue rememorando su viaje en el Beagle. ¡Darwin no volvió a viajar nunca más! No le hizo falta.
-Me parece que la tradición de un viajero no es la misma que la de un turista, que suele ser nacional; me parece que la tradición del viajero es el universo. George Steiner era más preciso al respecto y creía que «los campos cercados son para el ganado, pero las pasiones en movimiento son privilegio de la mente humana».
George Steiner era un sabio. ¡Tendríamos que hacer más caso a gente así! Pienso en Bruce Chatwin y en que esa frase de George Steiner lo define a la perfección. Él era pura pasión y eso es lo que lo llevó de un lado para otro. Cuento una anécdota en el libro: Chatwin está en un hotel de Buenos Aires y al día siguiente se va a la Patagonia, pero antes le escribe a Elizabeth Chanler, su mujer, una carta contándole su plan para que, cuando él vuelva, se encuentren y se vayan juntos al lago Titicaca. No dejaba de imaginar viajes ni siquiera mientras viajaba.
-Cuando se viaja se entra en contacto con «el otro» o cuando poco uno se acerca a él. En tu caso, «el otro» también eras tú porque querías descubrirte en unas nuevas circunstancias, en nuevos contextos y con nuevos objetivos. En ese sentido, tu libro propone una ejercicio indagatorio y a la vez un ejercicio introspectivo, un viaje en el que cruzas América de norte a sur y en el que al mismo tiempo exploras tu interior, como en la película Viaje alucinante.
Sí… La introspección está ahí. Aunque, la verdad, sin tantos fluidos corporales como en la película, jajajajaja… Creo que el valor actual del viaje es que abre una oportunidad para la reflexión. El día a día es un tsunami que nos arrastra. El viaje es una forma de salir a flote. Parar. Hay que parar… Parece una contradicción, pero tiene todo el sentido del mundo. Sólo cuando nos exponemos a lo incierto entramos en contacto con ese «otro» que somos también. Y ahí comenzamos a sentir cosas…
-Hay un momento en el que dices que parte de lo que es un viaje queda condenado a ser una nota a pie de página o a desaparecer. ¿Qué salvaste y que condenaste de tu viaje al escribir el libro?
El viaje, a la vuelta, se construye de la misma forma que una biografía, que no explica cada acontecimiento de la vida de una persona, sino que se construye a partir de ciertos hitos representativos de la densidad humana que hay en cada uno de nosotros. Así pues, el libro es solo una de las muchas narraciones posibles que podía haber escrito del viaje. Lo que aparece en el libro ha quedado fijado, pero hay mucho más que tuve que sacrificar por el bien de la propia narración. Lo que no aparece, como ciertos lugares, personas, paisajes o desventuras varias, queda a merced de la memoria y del olvido.
-Me gusta un concepto que utilizas en el libro, el de «punto de no retorno», que en un avión determina que, si tuviera un fallo mecánico, ya no podría regresar a su aeropuerto de partida y tendría que buscar ayuda y aterrizar en otra parte. ¿Crees que tu vida había llegado a ese punto de no retorno cuando decidiste iniciar el viaje?
Estuvo cerca… Hay muchas personas que sobrepasan su propio «punto de no retorno» y siguen adelante. Hay recursos para convencerse de ello. Para seguir con el mismo trabajo o con esa pareja que igual ya dejaron de significar algo profundo en tu vida. ¿Cuándo se dejan atrás los sueños? No lo sé, pero el entorno social más inmediato te convence de que lo que estás viviendo está bien a pesar de que interiormente tú sospechas que no, que eso no era lo que imaginabas o quisiste una vez. Claro está, la alternativa, la ruptura, el dejarlo todo atrás provoca vértigo. Es el vértigo de la libertad. Aunque, tengo que decirlo, yo tuve suerte de tener una compañera incondicional en todo ese proceso.
-Los mapas, creo, hacen visible pero no comprensible los signos que inscribimos en los territorios. En Una vida posible comienzas con el mapa invertido de América de Joaquín Torres García. ¿Cómo cambió la lectura de ese mapa desde que emprendiste el viaje y hasta que escribiste el libro?
Durante el viaje, el mapa era una brújula personal. Me daba igual que el norte no estuviera donde debía, estaba donde yo necesitaba que estuviera. Era una invocación geográfica, un conjuro. Una vez que escribo el libro, el mapa se convierte en un símbolo. La América invertida de Joaquín Torres García me recuerda que siempre será posible darle una patada al atlas, girarlo e ir al encuentro de cualquiera de las vidas posibles que están ahí latentes, agazapadas, esperándonos.
-Tu viaje no está pautado por los marcadores culturales del turismo, que suelen ser los museos, los monumentos o la gastronomía. ¿De qué manera entiendes tú la cultura y cómo queda eso reflejado en tu libro?
Es cierto… No me había parado a pensarlo. Pero en un viaje largo siempre hay tiempo para todo. Claro que visité museos y monumentos turísticos, pero no aparecen. En cambio, sí aparece La Limonada, por ejemplo, uno de los barrios más conflictivos de Ciudad de Guatemala. En el libro explico cómo a través del viaje aparece esa vida posible a la que alude el título, que en realidad fue la suma de los lugares que visité buscando historias que contar y de los libros leídos, de la práctica de la escritura y de la práctica del deambular. Así es como entiendo yo la cultura, como una densa red de vínculos y relaciones entre diferentes artes que cada cual debe transitar a su manera, y que el tránsito coincida con muchos o pocos museos es sólo algo azaroso.
-Suelo pensar que quien teme ensuciarse las manos, no está preparado para viajar. Tú, como Friedrich Hölderlin, asumes que «Allí donde está el peligro,/ crece también lo que te salva».
¡Muy buena esa! Por supuesto; no seré yo quien contradiga a Hölderlin. Pero date cuenta de una cosa: ¿acaso hay menos peligros en el hogar? Esa es una idea que lanzo en el libro. ¿Es que tener una hipoteca o un alquiler que pagar cada mes no es un peligro en sí mismo? ¿Es menos peligroso eso que ascender el Chimborazo, como hizo Alexander von Humboldt sin apenas equipo? De lo que me di cuenta en aquel viaje por Latinoamérica fue de que, cuanto más alejado me sentía del mundo que había dejado atrás, más a salvo me sentía. Precisamente porque en el camino estaba lo que me salvaba a diario: lugares cada día nuevos, los libros, todo el tiempo dedicado a la escritura y a la lectura, la aparición de gentes maravillosas que daban sin esperar nada a cambio. Tiempo. Eso es… Al enfrentar la incertidumbre de un viaje sin billete de vuelta, lo que encontré fue tiempo.
-Haces referencia a la teoría del «teatro de la memoria» a través de la figura de Simónides, que fue capaz de identificar los cadáveres de la casa donde poco antes él había estado recitando versos y cuyo techo se vino abajo, porque recordaba dónde estaba cada uno de los asistentes al acto. Así, hablas sobre cómo la memoria sitúa los recuerdos en el lugar que les es propio y dices que fuera de ese lugar correrían el peligro de perderse; y mencionas asimismo que el olvido nos sitúa «fuera de…». Mi pregunta es si es posible determinar qué recuerdos nos pertenecen sin convertirlos en «nuestras ficciones».
Es imposible saberlo. Y te diría que casi es mejor que sea así. Sin memoria, la vida sería sólo una acumulación de fragmentos. La verdad es que estamos constantemente reescribiéndonos en función de nuestras experiencias y sensaciones. Somos nosotros mismos quienes damos forma a esos recuerdos y los convertimos en la historia de nuestra vida. Simónides se dio cuenta de que el orden es esencial para recordar. Cuando escribimos, ordenamos. Cuando ordenamos, inventamos. No pasa nada. De hecho se ha demostrado que hay partes del cerebro que se activan de igual modo cuando recordamos que cuando imaginamos. Al final, dar forma a lo que se recuerda, a lo que somos, no deja de ser un proceso creativo. Tanto da que la mantita que recuerdas de cuando eras un bebé sea una ficción. Esa mantita significa algo en tu vida.
-El viaje es un acto de constatación y aprendizaje, aunque también puede convertirse en un acto creativo, ¿no?
Yo no entiendo el viaje de una forma diferente a esa. El viaje es una de las últimas posibilidades de ociosidad aceptadas socialmente. El ocio, tal como lo definía Robert Louis Stevenson, es la condición perfecta para que se dé la creatividad. Es decir, la contemplación de la vida de forma alternativa.
-Hay una obra de Thomas Hirschburn, Touching Reality, en la que una mano desliza las yemas de los dedos por la pantalla de una tablet en la que se proyectan cuerpos desmembrados, víctimas de una guerra. La mediación de la pantalla, tal como parece indicarnos esta obra, convierte en un cadáver frío todo lo que hay a ambos lados: al espectador y a la imagen. ¿Corre el viaje ese riesgo con la mediación de internet?
Pues mira… Aquí tengo sentimientos encontrados. Yo me dedico profesionalmente a escribir sobre viajes y es algo que acostumbro a pensar mucho. Pienso sobre qué vale o no vale la pena ser contado, sobre cómo contar los lugares y las historias que hay en ellos, sobre cómo innovar en el género, cómo contar sin aburrir. Todo eso está siempre rondándome. Pienso que, de algún modo, el espacio que ocupa el viaje en internet viene condicionado por la popularización del viaje con el turismo low cost. Es decir, internet solo es el medio. El problema es cómo vemos el mundo previamente: algunos lo simplifican en un selfie mientras que otros tal vez sientan más atractiva la aspereza del viaje y así lo muestran en internet.
-Los viajes, una vez analizados y diseccionados, crean constelaciones de sentido, unificando cosas dispersas pero sin encerrarlas necesariamente. Son relatos abiertos y no cerrados, como eran antaño.
Hoy en día cerrar un relato es un artificio que no tiene sentido. Si por algo se caracteriza la postmodernidad en la que vivimos es por su naturaleza fragmentada e hiperconectada. El relato de viajes como género literario también tiene que asumirlo. Yo siento que ya no basta con la estructura clásica del viaje. Hay que asumir el reto de dar nuevos significados al tránsito por el mundo. En eso fue pionero Bruce Chatwin. ¿De qué iba exactamente En la Patagonia? Era una reflexión sobre la necesidad de estar en movimiento, la desazón que eso podía provocar. Su intención, tal como revelan algunas de sus numerosas cartas, no era escribirlo para que fuera leído como un libro de viajes tradicional. Por eso siempre ha sido un libro tan controvertido, porque no se entendió que donde faltaban detalles verídicos él los inventara. En la Patagonia es un relato caleidoscópico, no se cierra, cada unidad textual puede provocar nuevas lecturas. Es un viaje infinito, me da igual que las personas que aparecen en él no sean exactas a su fotografía, tal como me dijo el descendiente del capitán Hermann Eberhard, que guió a Chatwin hasta la cueva del milodón a la que llegué yo treinta años después, ya convertida en un simple santuario turístico.
-Hasta cierto punto, un viajero podría considerarse un inadaptado digital. ¿Te consideras a ti mismo algo parecido?
No, no me considero un inadaptado. Al contrario, me interesa mucho el mundo digital. Sobre todo, los avances en IA en cuanto a la generación automática de escritura. Ese ensayo experimental que acaba de publicar Jorge Carrión con el colectivo de programadores Taller Estampa me tiene totalmente fascinado. Aporta mucho, además, a la reflexión sobre las nuevas narrativas del futuro. Entre ellas, también las de los viajes. ¿Qué nos queda a los escritores cuando un algoritmo puede llegar a escribir o fotografiar mejor que nosotros? Pero es cierto que en algunos momentos de mis viajes suelo esquivar todo lo que tiene que ver con las redes sociales. Hay momentos en que necesito sentir que la desconexión es total, que estoy en otro lugar que no es el habitual. En el viaje por Latinoamérica que narro en el libro esquivé en gran medida el entorno digital. Cuando volví ni siquiera tenía whatsapp. Me lo tuve que instalar para el primer viaje de prensa que hice porque los organizadores me lo pidieron para gestionarlo todo.
-¿Hasta qué punto estarías de acuerdo con la idea de que «la vida se escribe en pasado pero se vive en presente y el viaje se escribe en pasado pero se vive en futuro»?
Es que, para mí, vida y viaje son la misma cosa y, además, siempre estamos pendientes del futuro, siempre nos proyectamos más allá del presente, que casi se desvanece en nuestra percepción diaria. Lo único que puede parecer seguro es el pasado. Pero ni eso… Incluso el pasado es mutable, cambia como las nubes según les da la luz de una forma u otra. Eso nos deja en una situación de incertidumbre, ¿verdad?