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AcordeónEl viento y la semilla. Una destrucción argentina

El viento y la semilla. Una destrucción argentina

—¡Mire lo que son las cosas! ¡Yo también tengo una igual, pero más vieja! Y que me acuerde, no le he vendido a nadie mi tierra.

Es lo que responde Galeano al hombre rudo y colorado que acaba de presentarse en su finca y le muestra una escritura de propiedad. A modo de réplica, el bruto sacará una pistola de nueve milímetros de debajo de la campera y la dispondrá sobre la mesa, con la boca apuntando a Galeano.

—¿Qué hacemos entonces? –termina por decir–. ¡O es suya o es mía, una de dos!

A lo largo de los últimos veinte años, Galeano había puesto en marcha un grupo comunitario que incluía mejoras de la sociedad rural, programas educativos, cursos agrícolas y lecciones de ecología. También armó, junto a sus compañeros, una antena de FM, instaló un teléfono comunitario, montó un grupo electrógeno que proveería de energía a la cooperativa, erigió dos antenas parabólicas y construyó un campo de fútbol iluminado por el grupo electrógeno.

—Seamos socios –se le ocurrió sugerir a Galeano para evitar que todo se viniera abajo–, y que la tierra sea de los dos.

Celebraron la nueva sociedad asando un cabrito, pero la picardía le permitió a Galeano ganar tiempo suficiente como para presentar denuncias y emprender la acción judicial. Era una época en la que gente de las ciudades invertía en terrenos que apenas valían nada para venderlos cuando se revalorizaran. No tenían intención de producir. Irrumpían en los campos con grandes vehículos, levantaban mucho polvo, volteaban las puertas de las fincas, quemaban montes, esposaban e inmovilizaban a los campesinos, que se organizaron en OCASO, la Organización Campesina Solidaria, para plantear recursos legales, soluciones administrativas.

La carretera que separa a gente como Galeano de la comisaría más cercana se estira cuarenta kilómetros, y para alcanzar los juzgados más próximos debería conducir otros doscientos. Grupos paramilitares atacaron a las gentes de OCASO esgrimiendo una orden judicial en la que se les acusaba de terrorismo, porque habían cortado trozos de un alambrado:

—Estoy cansado de esta gente primitiva, que no entiende que nosotros, los inversores, venimos a traerles el progreso –soltó el dueño de los alambres, testimonio que recoge Julio Carreras, el director de la agencia @DIN, uno de los escasos medios que no cesan de proclamar que el biodiesel que se consume en Alemania está destruyendo los bosques de Argentina.

Julio Alberto Carreras es católico y a sus cincuenta y cinco años tiene el sosiego clavado en la médula. Comenta que conoció a Jorge Rulli en la cárcel, durante los años de plomo, un tiempo en el que militaba en el ERP, la guerrilla de Mario Roberto Santucho.

—Aunque yo nunca agarré un arma –confiesa con voz de humedades sepultadas, sobre la taza de té verde que consume en el desayuno–. Para mí no resultaba sencillo aceptarlo entonces, aceptar que no me permitieran pelear disparando. Será por esa arrogancia juvenil machista que a uno le hincha el pecho cuando es tan tierno.

Los mandos del ERP pensaron que su puesto era la imprenta y su dedicación el periodismo, labores que, entendía, eran de retaguardia.

—Ahora me alegro de no haber disparado nunca contra nadie –dice–. Me alegro de no saber qué tipo de carga sería en la conciencia.

Nada más salir de la cárcel, supo que el obispo de Santiago del Estero había convocado un concurso para pintar murales. Julio presentó un proyecto, una combinación de arte naif y vanguardista. Ganó. Pidió al obispo un anticipo y así pudo comprar una casita en la que resguardarse junto a su esposa y su hija de ocho años. Hoy investiga y escribe sobre culturas indígenas y mantiene al día su pequeña agencia de noticias.

—¿Qué pueden hacer frente a los fusiles? –se pregunta, después de relatarme cómo una comunidad plantó cara a las topadoras y las armas, al igual que lo hiciera el estudiante de la plaza de Tiananmén.

Para explicar por qué posee la certeza de que no hay nada bueno en los dueños del mundo, nada ético, nada tierno, recurre al Nuevo Testamento:

—Recuerda el episodio de las tentaciones de Jesucristo –dice–. Al final, después de que Jesús haya rechazado los bienes materiales desde lo alto de la colina, el Demonio le ofrece el Poder y la Tierra. Y Jesús los rechaza. Rechaza el Poder y la Tierra, pero en ningún momento y de ninguna manera Jesús niega que el Poder y la Tierra pertenezcan al Demonio.

Se vence sobre la taza de té vacía y continúa con tono lenitivo:

—Al capitalista sólo hay dos formas de detenerle: le pegas un tiro en la cabeza y le dejas seco, o le pegas un tiro en la pierna para que no siga avanzando.

Recuerdo la sentencia de León Bloy: “El rico es una bestia inexorable a la que estamos obligados a detener de un guadañazo o con una ráfaga de metralla en el vientre”.

En la calle reina un estrépito de tambores y un griterío que acompaña a coros, cascos de caballos y chasquidos de metal golpeando piedras. Es el día de La Marcha del Bombo, una fiesta que consiste en azotar el aire con tamborradas. Vestidos de domingo y tras la pancarta con el nombre de la aldea, la gente da palmas y vapulea la piel de los tambores, timbales, bombos y panderos. Entre la multitud que desfila, cabalgan gauchos. ¡Arriba, Santiago! ¡Ánimo, Santiago!, gritan los participantes mientras sacan a bailar a los espectadores. No hay fecha ni tradición para esta marcha, sencillamente a alguien se le ocurrió hace pocos años.

Es muy difícil caminar por las aceras, abrirse paso entre tanta gente. Julio se detiene para pedir paso a una familia que no hace intención de moverse. Les dice que estaría bien apartarse unos centímetros para permitir el paso de otros peatones.

—Ésta es otra de las consecuencias de la soja –explica, sin dejar de sonreír–. La población de la ciudad ha aumentado debido a la incorporación de miles de familias de campesinos. Y esta gente todavía no ha asimilado la cultura urbana, la de apartarse para permitir que la gente pasee por las aceras, la de no saltarse los semáforos en rojo si se maneja una motocicleta o un carro.

Julio me lleva a un cibercafé, en un pasaje en el que las manchas de las paredes oscurecen la luz de mediodía hasta hacerla casi negra. Atravesamos una puerta astillada y entramos en la estancia donde Carlos imparte clases gratuitas a niños de la calle, como si estuviera preparando el caballo de Troya para asaltar el palacio de la Ciudad Prohibida. Carlos, hombre delgado, da clases de matemáticas y geografía valiéndose de los ordenadores, con los que permite jugar a los críos, sin cobrarles, con la condición de que atiendan. Carlos investiga la explotación, el fraude y la violencia que están destrozando el faldón de los Andes.

—Aseguran que son minas de oro, cobre o molibdeno –dice, refiriéndose a unas explotaciones a cielo abierto de la provincia de Catamarca–, pero nadie lo certifica.

Toneladas de mineral son transportadas en vagones blindados sin que se compruebe qué se oculta tras las paredes de hierro. Un único documento, emitido por los ingenieros de las empresas, servirá de salvoconducto. Los responsables de las administraciones de transporte y de los puertos de embarque, que también pertenecen a empresas privadas, se limitan a sellar una declaración en la que figura la catalogación y cantidad de mineral. Carlos está convencido de que están arrancando uranio a la montaña. Calcula que cada día circulan por las vías del tren dos mil ochocientas toneladas de uranio, las mismas vías que hace años cerraron a la gente asegurando que el ferrocarril no era rentable. La fórmula que propone para resolver de una vez por todas el misterio se asemeja a la toma del Palacio de Invierno:

—Hay que asaltar los trenes, hay que reventar las vías. Sólo cabe pararles los pies por la fuerza.

Luego habla de una explotación en el distrito Farallón Negro, en una reserva nacional, allí donde las piedras son dioses. Habla de una mina a cielo abierto, a dos mil seiscientos metros de altura, y de las sustancias químicas que envenenan las napas de agua; de los metales pesados que tardarán quinientos años en ser parte orgánica de la naturaleza; del arsénico que provoca cáncer; de la pileta de cianuro que carece de malla de fibra vegetal para tamizar las sustancias químicas; del origen de los millones de litros de agua dulce que se precisan para enfriar las máquinas, para levantar la tierra, para drenarla y para limpiar el mineral. Habla de un entorno cada día más desértico y de la emigración que conlleva. Y asegura que eso es lo que pretenden, quedarse solos, con todo el territorio para ellos.

Dos muchachos le piden disponer de una máquina y Carlos les atiende como una maestra de educación infantil que ata los cordones de los zapatos de un niño. Nos despedimos, el apretón de manos es hasta doloroso. Luego caminamos hacia el sur, por calles sin motores, bajo una luz agudísima, junto a lapachos jóvenes que se visten de fresa. Atravesamos plazas sin césped y nos internamos por calles de arena y guijarros. Comemos en un restaurante en el que el letrero se ha pintado a mano, con rotulador, rodeados de trabajadores que zampan fuentes de pasta y tragan botellas y botellas de gaseosa.

—Mi padre se jubiló siendo ministro –me cuenta Julio–, con un buen sueldo. Pudo haber ahorrado y disponer de una jubilación que le permitiera vivir cómodamente los últimos años. Sin embargo, mientras duró su vida laboral, cada mes, después de haber cerrado cuentas, una vez que había gastado lo imprescindible para él y para la familia, el resto del dinero lo invertía en obras de caridad o nos lo regalaba a nosotros, sus hijos.

Esta ilustración forma parte de las razones que le llevaron a hacerse vegetariano, que son las que le empujan a intentar un programa de vida piadoso, aunque no consiga ser tan austero como su padre: cuando cumplió noventa años, la burguesía de Santiago del Estero le preparó una fiesta de etiqueta, bien vestiditos, mujeres con joyas y con maquillajes importados de Francia, y hombres bruñidos de Varón Dandy. Su padre se presentó tarde porque jamás utilizó reloj, no se había afeitado ni peinado, vestía cómodos pantalones raspados y caminaba descalzo.

*    *    *

 

Lo mejor era liarse a patadas con la pelota de trapos, junto a los demás niños del barrio, en el descampado destinado a una prometida fábrica de azúcar que jamás llegó a construirse. Así hasta que cumplió nueve años, que fue el pistoletazo de salida para el nuevo proyecto de Rolando: dedicarse a vagar por las calles portando una bolsa de arpillera en la que recogía cualquier cosa que se pudiera vender: un mechero a medio uso, un bolígrafo mordido, el esqueleto de un paraguas, la cabeza tuerta de una muñeca, monedas brasileñas, pañuelos que iban perdiendo hilo. Hasta que descubrió la curva en la que el tren se vencía hacia un lado, a la entrada de la ciudad, y de los vagones de carga caía carbón junto al balasto. Se aprendió los horarios de los trenes e iba acumulando carbón en bolsas, atadas con cuerda de pita, antes de dirigirse a la fragua de un herrero ruso que tenía el pelo plateado, un diente de oro y los ojos de un azul casi transparente. El herrero compraba el carbón al peso, sin molestarse en esconder el brillo de garfio pirata que asomaba a la sonrisa. De ahí que Rolando decidiera detenerse en un lavadero, de camino a la fragua, donde la dueña del negocio le permitía pesar el saco de carbón a cambio del mechero, el bolígrafo o alguno de los trapos. Descubrió que el herrero le estafaba en el peso. Por cada dos kilos de carga que marcaba la balanza del lavadero, le pagaba kilo y medio. Así pues, Rolando comenzó a saltar la tapia de la fragua los domingos por la mañana para robarle al herrero tanto carbón como le había timado a lo largo de la semana, un carbón que volvería a venderle el lunes. Con el tiempo, Rolando se alejaría de la barriada y estudiaría Derecho, pero volvería al menos una vez a la semana para hacer compañía a su madre durante muchas, muchas horas. Nunca supo qué fue de aquel herrero, pues el lugar de la fragua pasó a ocuparlo una tienda de neumáticos. Tal vez regresó a Rusia para morir un invierno mirando cómo caían los copos de nieve al otro lado de la ventana, renovando la memoria, porque la nieve, al igual que la lluvia, como dijo Borges, es algo que siempre sucede en el pasado.

Hoy Rolando visita las barriadas, las villas miseria, para no olvidar por qué está peleando.

—Antes de las doce no verás a casi nadie en la calle –dice–. Ésa es la venganza del pobre, del desocupado: levantarse tarde.

Gloria, la mujer que nos acompañó el día anterior durante la presentación del libro, nos ha traído en coche. El de Rolando está consumido: es un montón de chapa con un motor cargado de hipo que pernocta en la calle con las puertas abiertas, para que pueda dormir dentro quien lo necesite, algún alcohólico, algún mendigo, cualquier persona sin hogar. Atravesamos calles de arena bajo kilómetros de cables que cruzan sobre las cabezas, sorteando perros y enumerando los pedestales sobre los que descansan pequeñas esculturas: muñones de mármol, láminas de aluminio, tallas con hoyos, imitaciones de arte abstracto, fallidas representaciones de cuerpos humanos. Al pasar junto a una farmacia de barrio, Rolando me indica que estos negocios viven de vender psicofármacos que justifican con recetas truchas. Gloria detiene el coche en un sendero, junto a una acequia seca colmada de muebles rotos, botellas estalladas, hierros retorcidos, trozos de neumático, alambres, bolsas de plástico y el cadáver de un gato.

En el asentamiento de chamizos construidos con lonas de plástico y chapas, en los que apenas podrían tumbarse tres cuerpos, se puede encontrar todo tipo de basura olisqueada por perros tiñosos con la mirada muy líquida. Y sin embargo, de los alambres que cuelgan entre choza y choza, las ropas de los niños se ven limpísimas. Me pregunto cómo consiguen agua y jabón.

Un grupo de niños con tirachinas arrastra una cría de coatí tirando de una correa. El pequeño mamífero de nariz alargada se encoge muerto de miedo.

—Me lo regaló mi papá ayer –nos aclara uno de los muchachos.

Un caballo con las aristas de los huesos a punto de rasgar la piel husmea entre un montón de basura y masca corazones de manzana o pieles de patata.

Mientras Rolando se interesa por las familias a las que asesoran desde el Centro Nelson Mandela, preguntando a la gente aquí y allá, Gloria me explica que el Estado permite los asentamientos en terrenos que tienen dueño por el sencillo sistema de no sancionar. Los dueños pedirán la expropiación y el Estado firmará la ley, pero no ordenará ejecutarla. Y así van año tras año, hasta que el Estado construya unas casitas sociales en el mismo terreno y regularice la posesión legal de las propiedades.

Una anciana se encorva para limpiar la broza alrededor de su choza, en la que apenas cabría ella sentada. Se lleva la mano a los riñones y presiona con toda la fuerza que le permiten los huesos y el pellejo a los que se ha reducido su cuerpo. Es una viuda que antes moraba en el campo, pero que decidió venirse para estar más cerca de su nuera, que es quien le acerca el agua para beber y lavarse.

—¿Ustedes no sabrán dónde puedo conseguir un poco de chapa para el techo? –pregunta–. Para las paredes no la necesito, me puedo arreglar con las lonas, pero me vendría bien chapa para el techo. Sobre todo, pensando en las lluvias.

Una india redondita, que lleva de la mano a una niña con ojos de hielo negro, nos explica que por allí hay un grifo comunitario. Gloria pregunta por qué no se organizan y la mujer responde que tienen un representante, alguien a quien llaman el Delegado, pero que ignora quién le nombró.

—La semana pasada me amenazó con echarme a patadas –comenta la mujer–. Decía que yo no tengo derecho a estar aquí, sin explicarme la razón. Y yo pienso que si de verdad tiene derecho a echarme, porque es de justicia que me vaya, que lo haga, pero que me aclare antes el porqué.

Rodeamos charcos de aguas fecales y montañas de porquería. La gente, me explica Rolando, padece enfermedades respiratorias y de la piel. Un grupo de chiquillos tira piedras contra botellas. Adolescentes rebuscan cartones entre pilas de mierda. No se ve a ningún adulto.

—Están dentro de las cabañas –me recuerda Rolando–, durmiendo. No se levantan antes de mediodía. Así se ahorran una comida. No sé cómo, pero las familias se las arreglan para sobrevivir con un subsidio de ciento cincuenta pesos. Los más jóvenes ya no tienen estímulos para luchar. ¿Cómo van a querer trabajar si nunca vieron a sus padres levantarse a las siete de la mañana para ir a ganarse el pan? Lo único que les queda es esperar a que les toque alguna de las casitas sociales que van construyendo las administraciones.

El mundo tiende a convertirse en un basurero inhabitable. Se invierten fortunas en indagar si existe un planeta alternativo, aunque sea mediante el rastro de una bacteria que pudo vivir en la casi imposible agua de Marte hace millones de años, mientras gente corriente nos recuerda que aquí todavía hay hongos y salmones, felinos y aves rapaces, nubes y gotas de agua que merecen la pena ser salvados. Y junto a ellos, la arquitectura románica, la locura de Alonso Quijano, los seres solitarios de los cuadros de Hopper, el Réquiem de Mozart, la poesía de Paul Celan y los pensamientos de Marco Aurelio. También los términos románticos en los que queremos interpretar la lucha de Gandhi y de Espartaco. O la de Nelson Mandela, que da nombre al centro al que yo regresaba todas las mañanas para que Rolando me aparcara en un despacho, “tu despacho”, dijo, mientras leía cientos de informes y recibía a las personas que había ido llamando. Mi mejor compañía era una perra sin raza que dormitaba a mis pies. El mundo deja de ser un nido de imprecisiones cuando comienzas a ponerle rostro a sus atributos, a sus condiciones y a su naturaleza.

A Roque le faltaban todos los dientes de la mandíbula inferior. El fuelle se le escapaba por el boquete y, para tapar las fugas de aire, movía la lengua con estrépito. Nació en la Rioja y, en cuanto pudo, marchó a trabajar a la Patagonia, a Río Gallegos, donde conoció a su esposa. Regresaron a Córdoba y más tarde se movieron de nuevo hacia la Rioja, siempre buscando trabajo. Hasta que alguien le habló de la región del Chaco, conocida como el Impenetrable, una extensión de bosque cerrado que en su momento abarcó siete millones de hectáreas, de las que, dice, ya bajaron dos por culpa del boom de la soja, “pese a que la soja no prende bien ahí”. En el Impenetrable, le contaron, hacen falta profesores.

—Pero al cabo de un mes mi mujer y mi hija regresaron a Córdoba –dice, sentado frente a mí en el despacho–. Lo entiendo. No se adaptaron.

Me pide un bolígrafo y un papel, y al tiempo que explica su labor en una comunidad mestiza, de criollos y wichíes, garabatea cifras, esboza mapas, pinta flechas, marca con equis y ceros. Intenta implantar un programa bilingüe en su escuela.

—La integración no es problema –Roque se toma su tiempo antes de contestar y tras cada frase hace una pausa de dos o tres segundos, como si se quedara sin fuelle–. El problema, a mi juicio, es que no se respeta la velocidad de aprendizaje de los wichíes –dos segundos de silencio–. Se les habla de cosas que no les conciernen –otros dos segundos–. Y así resulta que abandonan los estudios al acabar primaria –dos segundos más–. Especialmente las niñas –dos segundos–. Dejan de estudiar para formar una familia.

Pregunto si los hombres se llevan a las muchachas en una especie de rapto. Roque sonríe y coge aire.

—Ni eso –responde–. Normalmente ni siquiera eso sucede… Lo más frecuente es que la unión se consume con una violencia –toma aire–. Con una violación que es, hasta cierto punto, una violación consentida.

Asegura que los wichíes están hartos de la caridad que se practica a través de los institutos oficiales de apoyo al indígena, dirigidos por porteños que jamás les estrecharon la mano.

—Ya no quieren mercaderías –explica–. Lo que quieren son cosas que les faciliten su medio de vida… la recolección… la caza… la pesca.

Sus proyectos pasan por la creación de colmenares o de un aserradero.

—Para construir un aserradero apenas harían falta unos cinco mil euros –toma aire, deja pasar dos segundos–. Y la plata no tiene por qué venir en monedas –sonríe dos segundos–. Incluso podríamos pedir esa inversión a alguno de nuestros compatriotas que esté ganando mucha plata en Europa –durante los dos segundos en que él descansa, yo reviso qué inmigrante argentino conozco en Europa que pueda estar haciéndose millonario–. Por ejemplo, Leo Messi o el Kun Agüero.

Una vez puesto en marcha el aserradero, se implicaría en el desarrollo de manufactura y comercialización de ropas y calzado, a partir de tejidos vegetales. Basta con que les permitan adaptar las mejoras en la producción a su forma de vida.

Estos textos forman parte de las crónicas que forman el libro El viento y la semilla, un viaje por una región de Argentina ajena a cualquier tipo de turismo. Recorre miles de kilómetros por el llamado “desierto verde”. Ha sido publicado por la Editorial Comba.

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