“El vientre vacío”, el libro de la periodista Noemí López Trujillo, editado por Capitán Swing, es una historia muy personal: narra su deseo de ser madre y el miedo a no poder serlo. Pero construye un relato que convierte su anécdota en categoría, el problema individual en cuestión social. Y lo hace con las herramientas del buen periodismo: la recogida de historias personales, la presentación de datos y el análisis de expertas y expertos. A ello suma su buena pluma y citas cultas, que enriquecen el texto y le dan un halo poético que lo envuelve desde la primera página, desde el bello prólogo de María Sánchez, “Una crisálida permanente”, una metáfora con que se refiere a una generación de mujeres que está siempre a la espera, “radiante pero rota”, infantilizada, “sin cuarto propio”, “a la que se arrebata su propio cuerpo” y que “es depositaria” de un trabajo y de unas ilusiones de sus padres que tiene miedo de frustrar.
López Trujillo salta de lo particular a lo universal y convierte su historia en un relato de una generación cuya vida está atravesada por una crisis permanente que se traduce en emancipación tardía, encadenamiento de trabajos precarios, vivienda inaccesible, incertidumbre perpetua, desconfianza permanente, eterna provisionalidad y, por tanto, en el retraso ‘sine die’ de una maternidad que se desea y que quizás haya que llegar a descartar.
La autora “desindividualiza” los problemas que sufren personas concretas, les quita el injusto sentimiento de culpabilidad y de soledad que pesa sobre ellas, y les proporciona un contexto que alivia en dos sentidos: se convierte en un dolor compartido porque lo generan las estructuras y, aunque no por ser habitual es menos hiriente, la detección de sus causas sociales le da sentido o lo explica (no soy yo quien no funciona, es el mundo que, así organizado, está contra la vida); una vez realizado el diagnóstico, una vez puesto en común, se puede dar el siguiente paso: tratar de cambiar lo realmente existente.
Aunque por el momento la respuesta que nos encontramos al problema social de la maternidad frustrada sigue siendo individual y atiende a las reglas del mercado. Las clínicas de reproducción asistida han hallado un nicho de mercado en la angustia que sienten muchas mujeres por verse obligadas a retrasar el momento de ser madres. A ellas les ofrecen el diagnóstico sobre el estado de su fertilidad y múltiples técnicas para prometerles la ficción de preservarles la juventud reproductiva, con el consiguiente y muy habitual riesgo de frustración. La secuencia sería la siguiente: problema social – respuesta individual – beneficio empresarial. Y, a veces, explotación de otras mujeres que encuentran en la donación de sus óvulos una fuente de ingresos (minúscula, de todas maneras, en comparación con los pingües beneficios de las clínicas).
Porque la maternidad también es cuestión de clase: ésta marca la frontera entre quien puede ser madre cuando lo quiere ser, quien dona óvulos para pagarse los estudios, quien puede acceder a los tratamientos de fertilidad sin despeinarse y quien ha de pedir prestado a los familiares o solicitar un crédito a un banco. Las diferencias se agravan si se quiere ser madre sola o si son dos mujeres las que quieren ser madres.
López Trujillo no elude estos conflictos (la solución individual y de mercado a costa a veces de mujeres más desfavorecidas) ni muchos otros y la honestidad de su historia se mide (también) por lo mucho que se autocuestiona: ¿Querer ser madre es una construcción cultural que responde a la idea de que una mujer sólo se realiza y es feliz cuando pare y cría?, ¿el suyo es un libro natalista, que reclama políticas que hagan posible cumplir la labor patriótica de traer contribuyentes al Estado?, ¿por qué a los hombres no se les interpela? (¡Ahí hay otro libro, Noemí!), ¿por qué sí a la inmigración?, ¿no hay alguien que puede decirme que está peor, mucho peor que yo, y que de qué me quejo? Ésas son algunas de las preguntas que se hace y cuya respuesta no esquiva.
El problema no se ciñe a la última crisis permanente
Las últimas cohortes de mujeres, las nacidas entre 1975 y 1995, quizás pusieron por delante prosperar académica y laboralmente o recibieron el premio social o el consejo familiar de hacerlo. Luego, cuando era el momento de dar el paso, la Gran Recesión se interpuso en sus planes de ser madres. Pero entre ellas también hay muchas mujeres que no han conocido otra cosa que la crisis (por edad o por origen social) y que nunca han sabido lo que es la certidumbre laboral y residencial o la suficiencia económica y que, por ello, han descartado (o de momento descartan) ser madres.
Todo ello ayuda a explicar por qué España se encuentra en alerta demográfica: la tasa de fecundidad actual, 1,3 hijos por mujer, está muy lejos de los 2,1 hijos que garantizan el reemplazo generacional.
Pero la cuestión va más allá de las generaciones jóvenes o de las que están entrando en la mediana edad. La tasa de fecundidad lleva por debajo de los 1,5 hijos por mujer tres décadas. Parece un problema crónico, que trasciende la última crisis económica y el modo en que se construyó la recuperación: con devaluación salarial y de derechos.
Las historias que cuenta López Trujillo dan la última voz de alarma sobre una situación que, de acuerdo con los testimonios que recoge, podría no dejar de empeorar después de las terribles décadas demográficas que España tiene a sus espaldas.
El descenso de la natalidad lleva teniendo lugar durante varios lustros y se ha cronificado en niveles preocupantes, de tan bajos. Los datos indican que no sólo se reduce el porcentaje de mujeres que tiene tres o más hijos (del 26% entre las nacidas entre 1950 y 1959 hasta el 10,7% entre las nacidas en 1970), sino que también baja la proporción de las que tienen dos hijos (del 45,5% de las nacidas entre 1960 y 1969 al 41,4% entre las nacidas en 1970). Y únicamente suben las que se plantan con el primero y las “no madres”.
Respecto a las últimas, Albert Esteve y Rocío Treviño, del Centre d’Estudis Demogràfics, afirman: “La infecundidad de las generaciones ha crecido del 11% al 20% entre las mujeres nacidas en 1945 y las nacidas en 1965 y, muy probablemente, alcance el 25% en las que lo han hecho en 1975”.
Y la cuestión no es que las mujeres quieran ahora en mayor medida no tener hijos o tener menos. “En los países de baja fecundidad, la fecundidad deseada acostumbra a ser superior a la observada y estable en el tiempo”, afirman Esteve y Treviño. La brecha entre los hijos deseados y los finalmente tenidos es en España más amplia que en otros países: se tienen 1,3, de media, y se quieren 2,1.
Muchas de las mujeres que no tuvieron hijos hubieran deseado ser madres. Según los cálculos de Esteve y Treviño, si las mujeres sin hijos nacidas entre 1969 y 1973 (el 19% del total) hubieran tenido los hijos que deseaban, su infecundidad hubiera sido de un 8,7%, menos de la mitad del porcentaje observado. O, dicho con otras palabras: más de la mitad de las mujeres de esa generación que no tuvo hijos los hubiese querido tener. De haberse cumplido sus expectativas, la descendencia final de esa generación hubiera sido de 1,8 hijos por mujer, 0,2 hijos superior a la observada, por encima de las de Canadá y Holanda y parecida a la de Finlandia.
Si se tienen menos hijos de los que se desean también es porque es un precio que se paga por retrasar la primera maternidad: se reduce el tiempo material para tener el segundo. La edad media a la que se es madre por primera vez se situó el año pasado en los 31 años. Y con la particularidad de que España es el país con mayor proporción de madres primerizas mayores de 40 años.
Si la natalidad lleva siendo pobre y menor de la deseada durante décadas, también las mujeres llevan mucho tiempo siendo madres más tarde de lo que quieren: el 40,9% de las mujeres de 45 y más años han retrasado su maternidad en 5,6 años, de media, respecto a la considerada ideal, según la Encuesta de Fecundidad del INE.
López Trujillo lanza la última advertencia desde el lamento de las mujeres de su generación que, queriendo ser madres, no pueden serlo, o lo son, pero con angustias que no deberían estar ligadas a la alegría de traer hijos al mundo. Las mujeres contemporáneas tienen la suerte de contar con el espejo y la comprensión que les presta el libro. Quizás las más mayores que sufrieron lo mismo no tuvieron el consuelo del relato compartido.
La autora no demanda políticas natalistas sino políticas que hagan posible la vida, sin mayores ambiciones, pero sin menos, y, por tanto, la verdadera libertad de elección de ser madre cuando se quiera y de cuantos hijos se deseen. O de no ser madre, por supuesto. Las “no madres” actuales por elección también tienen ahora más historias en las que verse reflejadas y respaldadas que las de décadas pasadas.
¿Qué hacer?
La situación económica importa. Según las investigadoras Teresa Castro, Teresa Martín, Julia Cordero y Marta Seiz en un artículo sobre fecundidad del Informe España 2018 de la Cátedra José María Martín Patino, entre 1998 y 2008, la fecundidad pasó de 1,15 a 1,46 hijos por mujer, gracias a la expansión económica, la creación de empleo, la ralentización del retraso del primer hijo y inmigración. Pero ello se truncó con la crisis de 2008. Los investigadores Yolanda González-Rábago, Unai Martín y Amaia Bacigalupe en el estudio “¿Cómo afectan la situación socioeconómica y las políticas de apoyo a la familia?” explican que en todas las crisis baja la fecundidad y que después se produce un incremento compensatorio. Pero añaden: “Periodos muy prolongados y deterioros profundos en las condiciones de vida, como una gran precarización del empleo o un aumento de la economía informal, pueden conllevar que el retraso transitorio pueda convertirse en definitivo”.
Las políticas socioeconómicas también son relevantes. Castro, Martín, Cordero y Seiz señalan que las ayudas económicas directas a la natalidad, aunque pueden influir en el calendario de nacimientos, no tienen un impacto visible en el número final de hijos. Tampoco hace falta convencer de la bondad de ser padre o madre: de satisfacerse los deseos maternales y paternales, España tendría una tasa de fecundidad suficiente para garantizar el reemplazo generacional. Los países nórdicos, que cumplen ese ideal, no han desarrollado políticas explícitamente natalistas, sino, como enumeran las autoras, políticas sociales enfocadas a facilitar la emancipación de los jóvenes, a redistribuir la responsabilidad de la crianza entre las familias y el Estado y con medidas eficaces de conciliación. También, promoviendo la igualdad de género en los espacios público y familiar, con protección laboral a las madres y con medidas que incentivan la corresponsabilidad en los cuidados. Además, en España sería necesario el incremento de las prestaciones familiares, que están por debajo de las de los países europeos de más éxito, y su adaptación a las nuevas realidades familiares.
Esa aproximación transversal a la mejora de la vida (y de la natalidad) necesitará también una intervención en los mercados. En dos: en el de trabajo, enfermo de paro, temporalidad, bajos salarios y falsos autónomos -un empleo precario es una vida precaria-; y en el de vivienda: los jóvenes españoles son los que más sufren el llamado gasto excesivo para procurarse un techo. Y, también, posiblemente, en el urbanismo, en el transporte, en general en todo el Estado del Bienestar, entendido en sentido amplio.
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