Quizá Shakespeare no dedicó al Jerez sus mejores versos, pero sí algunos de los más entusiastas: en Enrique IV, tras una larga y pormenorizada alabanza, el Bardo concluye que “la destreza en las armas no es nada sin el vino de Jerez”. Por si alguien viera alguna sombra o tibieza en el elogio, Shakespeare todavía pondrá en boca del rey que “si mil hijos tuviera, el primer principio humano que les enseñaría sería abjurar de toda bebida insípida y dedicarse al jerez”, según la traducción del padre Astrana. En fin, ¿qué fabricante de cápsulas de café, colchones o suplementos vitamínicos no hubiera puesto el alma en venta por tener una alabanza shakesperiana? En realidad, la hipérbole de Shakespeare es indicio de que la historia del Jerez y de Inglaterra –documentada por don Manuel María González Gordon, marqués de Bonanza, de modo extraordinario- es la historia de un enamoramiento inmune a los siglos. No sería un amor sin descendencia: ahí tenemos magníficas familias anglojerezanas como los Gilbey o los Zulueta…
Incluso John Ruskin, catalizador estético del XIX victoriano, y hombre tan templado que dio una célebre espantá en su noche de bodas, recomienda tomar sherry “desde que sale el sol hasta que se pone”. Ruskin recuerda que “Nelson el marino y Wellington el militar” fueron grandes devotos de las soleras de Jerez y de Sanlúcar. Quizá tanto ardor en el elogio se explique porque el cónsul general del gusto victoriano no dejaba de ser hijo de un sherry merchant, pero a estas glorias inglesas habrá que añadirle, para completar el podio, la de Drake: corrió incluso la leyenda de que el marino había sido comerciante en tierras jerezanas, para después guardar encono eterno hacia esa tierra, de la cual habría salido desairado. Es una explicación de fantasía para un hecho tan real como que, en sus razzias por la costa de Cádiz, Drake llenó sus bodegas con las pipas de las bodegas –“verdaderos templos de Baco”, para el viajero Richard Ford- de Jerez.
Hay quien lleva al siglo XII los primeros fletes de vino jerezano a Inglaterra. Es muy dudoso. Pero, desde luego, en el siglo XIV ya había envíos, y en el XVI, el sacke o sack comenzó a figurar en los caprichos de la moda para permanecer en ella hasta nuestros días, en un recorrido que va de las páginas de Sterne a la lucha contra las imitaciones (Sherry del Cabo, griego o chipriota), las visitas de Carlos I a la corte española o las cañas de manzanilla que, allá en Londres, compartieron en época de gloria Alfonso XIII y Eduardo VII[1]. Por su parte, el octavo de los Eduardos fue entusiasta cuando la casa Harvey, siempre con royal warrant, le dio a probar su famoso Bristol Cream, milk sherry o “leche de jerez”: “lo único que puedo decirles es que tienen ustedes unas vacas increíbles”, afirmó el monarca. Fue tradición que los ingleses se refirieran al Jerez como bottled sunshine: las partículas de sol a que hizo referencia, en sus laudes jerezanas, don Emilio Castelar. El marqués de Bonanza –de estirpe bodeguera- afirma, no sin razón, que los comerciantes de Jerez fueron los primeros embajadores de España.
Preguntado por la administración de su “dedito de jerez”, cierto doctor Abernethy respondió a una paciente que debía tomarlo “todas las veces que usted pueda”. Tuvo fama de vino salutífero: en la epidemia que asoló Londres en 1892, sólo sobrevivió un médico, que achacó su inmunidad a la frecuentación de los generosos andaluces. Allá fue muy común en tiempos antiguos mezclarlo con bitter: ese sherry-bitter que, en angloandaluz, pasaría a ‘chiribitas’. En la mezcla de eufonía y tipografía que son las botellas de fino, manzanilla, oloroso, amontillado, PX, palo cortado o moscatel, todavía resuenan los apellidos de los bodegueros ingleses de la mejor nombradía: los Williams y los Humbert, los Byass y los Osborne y los Terry… Ese vínculo no hace más que decirnos que, de todo lo que los ingleses han amado de España, lo que más han amado es el jerez.
[1] Con este monarca, sin embargo, almacenistas y bodegueros jerezanos tuvieron motivos para el espanto: al poner en el mercado miles y miles de botellas de la reina Victoria, no hizo sino confirmar la percepción de que el fino pertenecía a la categoría de lo démodé.