La resaca provocada por la agotadora y cruenta campaña electoral que hemos sufrido y la incertidumbre política que se avecina en un país desarbolado, invitan a descender a la arena y buscar algún pecio acogedor y balsámico, tal vez revelador, al menos hasta que el Fondo Monetario Internacional, terminada la fiesta, se cierna sobre nosotros con una nueva ola –ya anunciada– de “esfuerzos fiscales y reformas estructurales adicionales” que nos empapará a todos.
Una breve pero exquisita muestra en Casa del Lector –abierta hasta el 21 de febrero– permite adentrarse en los entresijos de una obra singular, El Gatopardo, y en el universo de su autor, Giuseppe Tomasi di Lampedusa: manuscritos, objetos personales, fotografías y el fichero de su biblioteca. Vale la pena sólo por contemplar el único retrato conservado –un óleo de 1855– de Giulio Fabrizio Tomasi, bisabuelo de Lampesdusa e inspirador del príncipe de Salina, personaje central de su famosa novela, a la que se recurre con insistencia machacona tras el anuncio del comienzo de una nueva era política, pero el lampedusianismo –al menos el literario– es otra cosa.
El editor y también gran novelista Giorgio Bassani contó en el prólogo a la primera edición italiana (septiembre de 1958) de El Gatopardo su encuentro con un personaje peculiar en una pequeña localidad de la Lombardía durante el verano de 1954. Giuseppe Tomasi, príncipe de Lampedusa, acompañaba a su primo, el barón Lucio Piccolo, de Capo d’Orlando (Mesina), poeta extravagante descubierto y auspiciado por Eugenio Montale. Los socarrones y modernos literatos allí reunidos no dejaron de cuchichear sobre el aspecto de la extraña pareja de nobles sureños con su elegancia demodé, sus modales impostados y su absoluta carencia de histrionismo, acompañados de un robusto sirviente que no se separaba de ellos ni a sol ni a sombra. “Era un caballero alto, corpulento, taciturno, de rostro pálido, con esa palidez grisácea de los meridionales de piel oscura”, escribe Bassani sobre Lampedusa.
Criado en destartalados palacios e inmensas villas campestres, hijo único, las tardes de su infancia transcurrieron, como confesó él mismo, “en casa de los abuelos paternos, sentado en el salón detrás de una cortina, leyendo”. Por las notas con las que muchos años después ofrecería unas clases a un selecto grupo de jóvenes de su entorno –que pueden contemplarse también en la exposición– sabemos que era un atento y perspicaz conocedor de las literaturas inglesa y francesa. “Lampedusa nunca fue el intelectual en su torre de marfil, sino más bien la imagen del noble atrincherado en su castillo. Su castillo era su biblioteca”, escribió Mercedes Monmany, comisaria de la muestra junto al sobrino y heredero del autor, Giocchino Lanza, otro vástago de esa nobleza provinciana que causó furor hace unas semanas en Madrid por su arrebatadora personalidad.
Por qué Lampedusa decidió, a la vuelta de su viaje a Lombardía y tras conocer a lo más granado de la clase literaria italiana, tomar la pluma y escribir la obra sobre su antepasado que siempre había tenido en mente y siempre había postergado, es un misterio. Frisaba la sesentena cuando, en sólo dos años, y con una actividad desenfrenada desconocida hasta entonces, culminó una de las más inquietantes narraciones del siglo XX, ajena desde luego a las modas del momento, como demuestra que las editoriales a las que la presentó –inmersas en el neorrealismo– la rechazaron. Murió sin ver su obra publicada, hasta que cayó en manos de Bassani, por recomendación de su amiga Elena Croce, hija de Benedetto Croce, y fue editada por Feltrinelli con un rotundo e inmediato éxito de ventas.
El relato alcanzó la gloria gracias a la célebre película de Luchino Visconti –otro heredero de la aristocracia–, con un inolvidable Burt Lancaster en el papel principal, por no hablar de esa pareja de cine perfecta: Alain Delon y Claudia Cardinale. Cuentan que Visconti arruinó a los estudios porque exigía que hasta el objeto más insignificante fuera de época, y recorría incansable las tiendas de anticuario. La escena del baile, cuando el príncipe de Salina se mira en el espejo y se reconoce, es una imagen imperecedera. Lampedusa, en su biblioteca de miles de libros leídos y releídos, no había sentido en su vida la necesidad de escribir, y tal vez fue su forma de participar en política.
El piamontés Aimone Chevalley de Monterzuolo, secretario de la prefectura, visita a Fabrizio Corbera, príncipe de Salina, para proponerle su ingreso en el Senado tras la unificación de Garibaldi y el surgimiento de una nueva Italia. El anfitrión explica a su invitado: “Los de nuestra generación debemos retirarnos a un rincón y contemplar los brincos y cabriolas de los jóvenes en torno a este adornadísimo catafalco. Ustedes tienen ahora precisamente necesidad de jóvenes, de jóvenes despejados con la mente abierta al cómo más que al por qué y que sean hábiles en enmascarar, quiero decir en acomodar sus concretos intereses a las vagas idealidades públicas”.
A la mañana siguiente, el príncipe acompaña al funcionario, de personalidad “congénitamente burocrática”, a la estación de posta. No intercambian palabra durante el trayecto. Chevalley piensa: “Este estado de cosas no durará. Nuestra administración nueva, ágil y moderna lo cambiará todo”. El príncipe, deprimido y orgulloso, reflexiona para sí: “Todo esto no tendría que durar, pero durará siempre. El siempre de los hombres, naturalmente, un siglo, dos siglos… Y luego será distinto, pero peor. Nosotros fuimos los Gatopardos, los Leones. Quienes nos sustituyan serán chacalitos y hienas, y todos, gatopardos, chacales y ovejas, continuaremos creyéndonos la sal de la tierra”. En la diligencia, Chevalley limpia la suciedad del cristal y observa: “… bajo la luz ceniza, el paisaje se estremecía irredimible”.
Retrato de Giulio Fabrizio Tomasi (1855).