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El zorro y el puercoespín

Hay hombres que son zorros porque se las saben todas y está luego el puercoespín, que no sabe más que una gran cosa, pero ésa a las mil maravillas. Los zorros son astutos y ágiles, mientras que el puercoespín es torpe, pero enormemente eficaz en lo suyo. En lo suyo, en realidad, no hay quien pueda con el puercoespín, pues le basta con parapetarse en su caparazón de púas.

 

El símil del zorro y el puercoespín procede de un oscuro pensador griego llamado Arquíloco, aunque quien lo hizo famoso fue Isaías Berlín en su más famoso libro. Según Berlin Aristóteles, Shakespeare o Joyce son zorros, mientras que Platón, Dante o Proust pertenecen al grupo del puercoespín, lo mismo que Hegel, Balzac o Dostoyevsky. Tolstoi sería un caso particular de zorro que se cree puercoespín. La distinción tiene su gracia, siempre que uno no se la tome muy en serio. Desde luego no tiene sentido aplicada a escritores, ya que no puede darse un escritor con una sola idea, por buena que sea, ni menos aun es posible un escritor con una concepción única sobre la vida o el arte. El escritor está obligado a tener no una, sino muchas ideas: ideas alternativas, ideas paralelas y, sin duda, ideas contradictorias.

 

La contradicción o, si se quiere, la ambigüedad es lo que diferencia al escritor del ideólogo o del filósofo. ¿No era Bajtín quien hablaba de sinfonía polifónica al hablar de la novela perfecta? A mi juicio, el escritor tiene mucho de ventrílocuo, sea novelista, guionista de cine o esté trabajando en el gabinete de prensa del alcalde de Nueva York. Con ello no quiero decir que no tenga sus propias ideas ni que sea un mero rétor al servicio de cualquier causa; digo sólo que si nos atenemos a la clasificación de Berlin, los escritores son vulpinos o no son.Otra cosa sería distinguir entre el escritor con una obra que aspira a la totalidad y el escritor que se siente a gusto dentro de una obra hecha de fragmentos.

 

En este sentido Balzac o Proust son totalitarios, mientras que, digamos, Montaigne o Cervantes son fragmentarios. Está el escritor con un plan definido y el escritor que planifica según avanza en lo que escribe. Hace poco, en uno de los blogs de esta revista, mi amigo Andrés hablaba del escritor con partitura y el que se deja llevar por el ritmo de la improvisación. Yo no sé con quién quedarme, la verdad, aunque si me pongo a pensar creo que todo escrito es siempre fragmentario, como la misma vida, y que cualquier intento de totalidad tiene truco. La magdalena de Proust es un recurso muy ingenioso para ocultar las grandes fracturas que recorren el vasto territorio de la Recherche.

 

El escritor ideal sería aquel cuyos escritos tuvieran una veces las huellas del zorro y otras las del puercoespín, un poco como ese dibujo que mirado de izquierda a derecha nos parece pato y de derecha a izquierda conejo. Wittgenstein fue quien más meditó sobre esta paradoja visual, precisamente él, que empezó su carrera filosófica con el Tractatus Logico-Philosophicus, quizá el intento más ambicioso por abarcar en un escrito la relación entre las palabras y las cosas, y lo terminó con las Investigaciones filosóficas, que es un centón de anotaciones fragmentarias que ponen sobre la mesa todas las contradicciones y ambigüedades inherentes al lenguaje.

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