En la entrega pasada, decidí abordar la elección presidencial en Estados Unidos desde las distintas formas de movilización del voto y los márgenes que, a partir de estrategias enfocadas pero no necesariamente exitosa, a poco más de dos semanas del Super Tuesday se abren para ambos candidatos en la atracción de los votantes indecisos, que constituyen un (en apariencia) marginal pero crucial 5 por ciento del electorado. En consecuencia, la presencia de Kamala Harris y Trump en estados como Michigan se ha intensificado ―en este caso por el voto temprano, al punto que sus mítines coinciden en fechas y se celebran en puntos no muy distantes uno del otro: no más de 45 minutos en automóvil separan a Lansing de Detroit. El resultado de inyectar mayores recursos económicos, mediáticos y políticos, no parece desembocar en un rebase claro para ninguno de los dos candidatos ―el caso de Michigan es claro, y lo mismo sucede en otros “swing states”: los encuestadores de NPR News identifican ajustes en las intenciones de voto, pero en esencia Wisconsin, Pensilvania, Arizona y el propio Michigan se mantienen, literalmente, a “un volado” en el cual la cara o cruz de una moneda bien puede darle la victoria lo mismo a Trump que a Kamala Harris.
Lo dicho antes: las encuestas no están resultando efectivas como herramientas de análisis, no se diga de predicción.
La política exterior y la política comercial de ambos candidatos será un factor de peso medio a medio-alto en la medida en que, de una u otra manera, ciertos puntos de controversia logren resonar en el interés del electorado, especialmente en el caso de los votantes indecisos. A ello se suma que es, precisamente en los principales “swing states”, donde la actividad económica e industrial está íntimamente vinculada con los mercados internacionales de bienes y manufacturas.
La plataforma de Kamala Harris, al igual que ―seré generoso― las ideas de Trump en torno al comercio exterior, incluye tomar medidas claras y concretas, entre las que se encuentran apoyar a los trabajadores, compañías y emprendedores estadounidenses contra las políticas y prácticas del gobierno de China. En este sentido, no hay novedad alguna en la posición del candidato Republicano y la candidata Demócrata. Tampoco es noticia que la guerra comercial emprendida por Trump fue mantenida e intensificada en la administración del presidente Biden.
En este sentido, la novedad relativa en los planteamientos de ambos candidatos en materia de sus respectivas políticas de comercio exterior, apuntan cada vez más hacia México.
Por la parte de Trump, las amenazas reiteradas de elevar los aranceles hasta niveles estratosféricos a automóviles, autopartes y lo que mañana se le ocurra al ex presidente, son o al menos parecen una extensión natural del nativismo y el racismo contra los inmigrantes que tanta popularidad le han dado desde su primera candidatura. Si antes el enemigo era China ―lo sigue siendo, ahora ese lugar lo ocupa México, al haber recibido un aluvión de inversiones y acogido a más de mil 500 empresas chinas que siguen enviando desde territorio nacional sus productos al mercado estadounidense.
En cuanto a Kamala Harris, las relaciones comerciales se plantean, naturalmente, en forma menos caótica y más razonada y, por ende, no menos complicadas para el gobierno de México. En su plataforma de campaña, A New Way Forward, destaca el interés en impulsar y desarrollar dentro de Estados Unidos sectores estratégicos, por ejemplo los semiconductores, resulta bajo la óptica Demócrata un asunto de seguridad nacional.
Si bien cada vez más delirante, lo dicho por Trump respecto a incrementar aranceles a diestra y siniestra, garantiza que su victoria el próximo 5 de diciembre supondría no un dolor de cabeza, sino más bien una migraña masiva para los gobiernos y las economías de los países que el candidato Republicano ha puesto bajo su mira. A saber: China, México, y si me apuran, incluso Canadá. Entre los comentaristas mexicanos, pocos han levantado las alertas. Hace unos días, Carlos Puig escribió en el diario Milenio: “Como tantas cosas con Trump, si llegara a ganar la elección, no está claro hasta dónde llegaría en esta ocasión. Pero una cosa está clara: una de las primeras pruebas será la revisión del T-MEC, en donde, con tal de cumplir lo prometido, las cosas no estarán sencillas.”
Basta con señalar el incremento de más del 10 por ciento entre 2023 y 2024 de compras de México a China y comparar la variación porcentual negativa (-1.83) del mismo indicador para Estados Unidos. Las importaciones chinas incluyen automóviles y maquinaria, pero igualmente una amplia variedad de insumos requeridos en las cadenas de suministros que, una vez integrados en los procesos de producción y manufactura, se acercan o de plano violan en una las reglas de origen establecidas en el TMEC. La pompa y circunstancia de las declaraciones oficiales hechas por políticos, chocan directamente con las necesidades cotidianas de las empresas y, según el director de Relaciones MX-USA del Consejo Nacional Index, Israel Morales, “la sustitución de importaciones no se da con decretos arancelarios, sino con la creación del entorno económico a través de infraestructura e inversión.”
Solamente cierta perfidia oficial disfrazada de candidez es capaz de afirmar y sostener que [en] el gobierno de México “estamos entrenados para una revisión compleja del TMEC”, sin hacer el menor matiz ni análisis inteligente, carente de lugares comunes, acerca de las fortalezas y flancos débiles que enfrentará el país ante, por más que se traten de diluir en mero discurso: por ejemplo que en 2026 solamente se llevará a cabo una mera revisión del tratado comercial con Estados Unidos (y con Canadá, que al parecer no existe), como si con semejantes obviedades se pudiera conjurar la nueva y posiblemente extrema realidad de una presidencia estadounidense, demócrata o republicana, que desista de sentar a México a una extensa negociación para la cual carece del capital humano mejor preparado para llevar los intereses comerciales y económicos mexicanos a buen puerto.
Para lograrlo se necesitan especialistas y técnicos en comercio y negociaciones internacionales formados en la práctica durante el infame y ultrajante periodo neoliberal, no políticos talacheros ni milusos. No es lo mismo andar grillando en Cuajimalpa que coordinar una estrategia de negociaciones que incluye hacer mucho “heavy-lifting” en terrenos y pistas tan variadas como el cabildeo político y empresarial en ambos países, recalibrar a cada paso los avances logrados con todos los actores involucrados a fin de seguir empujando coincidencias entre intereses encontrados y, quizá lo más importante a la luz de la cuestionada reforma judicial por parte de múltiples actores políticos y del ámbito de los negocios en Estados Unidos, entre otros, alinear milimétricamente la legislación nacional con los compromisos internacionales.
Tito Garza Onofre identificó tempranamente en la lógica de la reforma en curso, una extensión de la obsesión presidencial hacia los llamados adversarios del “cambio” en la figura y centro mismo del nuevo enemigo, el poder judicial: “En el momento en que el periodo neoliberal se torna cada vez más distante, qué mejor enemigo para los morenistas que los jueces, esos funcionarios que no tienen ningún tipo de legitimación popular y que, sin embargo, reciben sueldos exorbitantes y gozan de privilegios; tenebrosos seres enfundados bajo una toga cuyo poder ha impedido que la transformación alcance el culmen de la vida pública en México.” No está claro que los encargados de revisar, negociar, renegociar, pactar, convenir y un largo rosario de cantinflismos, el TMEC con Estados Unidos y Canadá, estén del todo conscientes del flanco que se abrirá si los “enemigos” de México se convierten en los amigos de Washington y de Ottawa, por la vía de los think-tanks, las universidades, las organizaciones de derechos humanos, de defensa de las libertades y la democracia, por mencionar los replicadores más obvios de quienes han sido los primeros afectados de la destrucción institucional emprendida antes del 1 de octubre.
Ante semejantes escenarios, a la espera de quien gane las elecciones, Trump o Kamala Harris, ya se escucha otra vez el cansino refrán porfiriano recorriendo la madrugada de Palacio Nacional.