A menos de un mes de la elección por la presidencia de los Estados Unidos, llamada con insistencia como histórica y parteaguas definitivo para la República que crearon los padres fundadores, resulta oportuno ―si no es que urgente― abordar algunos temas críticos en el contexto de la batalla que se está dando entre los candidatos Kamala Harris y Donald Trump, la forma en que sus respectivos partidos y aliados políticos trabajan para capturar votos, así como algunas de las consecuencias ―complicadas por donde se las vea― que la victoria de uno u otro candidato tendrá para México y de las cuales me encargaré en una próxima entrega.
Cada domingo, las encuestas han venido arrojando resultados no muy distintos ni definitorios. A menos que se posea una bola de cristal, es imposible llegar a una conclusión sólida y continua que se verifique con el paso de las semanas y hasta el día de la votación, el próximo martes 5 de noviembre. Y salvo que ocurriera algo fuera de toda predicción, las tendencias difícilmente se moverán a favor de uno u otro candidato.
Primer punto crítico: comentaristas y académicos, conocedores del sistema político estadounidense y de su peculiar forma de organizar las elecciones, contar los votos, por un lado el popular y por el voto en el Colegio Electoral, han puesto la atención en el discurso y la retórica de Trump, cada vez más agresiva y enfocada a los inmigrantes y la llamada “guerra desde adentro” del gobierno federal ―la nueva versión de Trump respecto a la campaña de 2016 y de su presidencia: la amenaza del “Estado profundo” y la promesa de “drenar el pantano”, refiriéndose a Washington D.C., asiento de los poderes de la Unión.
Dos amenazas que, de suyo, no resultan del todo originales en boca de Trump, pero que sin embargo funcionan en el discurso. En términos de la campaña de Kamala Harris, la candidata arrancó con la eliminación de los derechos reproductivos, la revocación por la Suprema Corte afín a Trump, de Roe versus Wade, y sus nefastas consecuencias tanto para las mujeres como para los médicos que atendían pacientes que desean abortar y ahora se lo piensan dos veces. Sin dejar de tratarse de un tema toral en tanto que la promesa de revertir por la vía legislativa o a través de un decreto presidencial, supondría la atracción del voto femenino hacia la causa de Harris, también es cierto que su equipo de campaña consumió semanas vitales en comenzar a hablar de la economía, de la inflación, de las ayudas en salud pública y beneficios fiscales para los votantes más vulnerables, principalmente.
Segundo punto, que se desprende del anterior: no hay que confundir el martilleo discursivo, la mayoría de las veces delirante, de Trump, con la realidad, especialmente con la que se refiere a la realidad electoral. Se trate de inmigrantes que se comen a las mascotas del vecino, se trate de las supuestas camas de hospital que cada paciente nacido en otra parte del mundo le arrebata a un americano de sepa, dichas creaciones imaginarias propulsadas en el discurso político y mediático no serán las que definirán la victoria de Trump y, muy posiblemente, tampoco su agenda de gobierno. En el bando contrario, es un hecho que la invocación de los demócratas a políticas públicas razonadas antes que a esperpentos discursivos, se enfrenta a una menor atención y mayor dificultad para generar tracción entre los votantes indecisos.
Tercer punto crítico: el problema en enfocarse en los discursos de uno u otro candidato obstaculiza poner atención en la forma en que tanto el partido Demócrata como el Republicano tramitan y gestionan, por así decirlo, sus respectivos votos de apoyo. Simplificando una historia larga y compleja, es fundamental recordar, por ejemplo, el proceso de cambio que se ha dado en las filas republicanas. La fórmula otrora exitosa de Karl Rove, el Mastermind electoral del presidente George W. Bush, consistía en recurrir a los grupos de base evangelistas y amalgamarlos en torno a unos cuantos temas comunes: la economía, la menor interferencia posible del gobierno en la vida privada, el derecho a la vida y las vaporosas libertades de que ya gozan los ciudadanos estadounidenses, sin que por ello ninguna de estas propuestas de campaña aterrizaran en una agenda de gobierno comprometida y desestabilizadora. De esa fórmula se pasó a la del Tea Party, de carácter insurreccional y anti-sistema hasta llegar a la ensalada trumpista donde cabe de todo, siempre y cuando se trate de enarbolar causas —las armas y la Segunda Enmienda, la negación del aborto― y de conjurar amenazas provenientes del hinterland estadounidense ―inmigrantes que deglutan mascotas y refugiados políticos salidos de los más sórdidos manicomios de América Latina que asesinan al primer estadounidense que se les ponga enfrente, el “Deep State”― que atraen en masa a los votantes y son más que convincentes para asegurar el voto duro a nivel nacional, no necesariamente para expandirlo o incorporar nuevos simpatizantes. Se trata del voto trumpista más duro, inamovible y como vaciado en cemento. Más que un partido, estamos ante un movimiento de naturaleza orgánica, movido no por la oferta política del candidato, sino de sus tozudas fobias, manías y obsesiones.
Por el lado del partido Demócrata, las cosas no han cambiado demasiado. La maquinaria partidista sigue dependiendo de los jefes políticos de antaño y su capacidad para movilizar votantes el día de las elecciones ―para quienes viven obsesionados con las encuestas, ahí hay un segmento de muestra que jamás va a aparecer en las mediciones ni proyecciones estadísticas por la sencilla razón de que se trata de votantes invisibles hasta el día de la elección, receptores de prebendas bajo la forma de ayudas de comida (food stamps), empleos de baja calificación a nivel municipal, ni siquiera estatal o federal, así como de los empleados públicos y burocracia de confianza cuyo trabajo depende de que gane su caballo.
Para decirlo de manera más clara y apegada a la idiosincrasia política mexicana: se trata de la movilización partidista del acarreo y del voto como moneda de cambio, en la mejor tradición y usanza priísta, ahora morenista.
Tanto en las elecciones presidenciales de 2008, en las que también se reelegía por quinta y última ocasión el célebre ―para bien y mal― alcalde de Chicago, Richard Daley, como en las de 2016, pude atestiguar el funcionamiento de la máquina que aceitan los Bosses del partido Demócrata en cualquier elección, sea local, municipal, estatal y federal.
En 2008, a punto de concluir mi tour como diplomático adscrito al Consulado General de México en Chicago, me tocó ver, no sin asombro, la forma en que la susodicha máquina se aceita: estando la sede consular a una calle del cuartel general de los Teamsters, la mañana de la elección llegué a mi trabajo, no sin notar el movimiento de autobuses de pasajeros a mi paso. Una vez que ingresé al estacionamiento, quise satisfacer mi curiosidad. Caminé hasta el número 300 de la avenida Ashland ―el consulado está ubicado en el 204 de la misma avenida. Cual sería mi sorpresa al girar hacia el boulevard Jackson en dirección al poniente y avistar autobuses de pasajeros estacionados hasta donde no me alcanzaba más la vista. Al pie de cada autobús, había cientos de ellos, hacía fila la clientela política Demócrata, lo que en lenguaje coloquial de México conocemos como acarreados. Más tarde, uno de mis contactos en la oficina del alcalde me confirmó lo que yo, proveniente de México, ya sabía: a cada persona que aborda un autobús se le otorgaba una compensación en efectivo y en especie una vez que depositara su voto y regresara al autobús que lo llevaría de regreso al cuartel de los Teamsters.
Esa misma noche, había sido invitado a la fiesta para celebrar la reelección del alcalde Daley- El espectáculo en el Ball Room principal del céntrico Congress Plaza Hotel de la avenida Michigan era la imagen en espejo de los fiestones priístas de antaño: políticos de alto nivel, funcionarios del gobierno local, burócratas, tiburones a la caza de un empleo o prebenda, contratistas y valedores de toda laya.
Más que una simple anécdota, he querido hacer un contraste, que no he leído entre quienes se ocupan en México de las próximas elecciones presidenciales en Estados Unidos, entre el discurso, los mensajes, promesas y el peso específico de la organización electoral en el terreno. Ello explica las cifras millonarias que recibió Kamala Harris al minuto de ser anunciada candidata relevo de Biden. La forma misma en que el partido Demócrata organiza y moviliza a sus bases, implica un gasto cósmico, incomparable al de los Republicanos.
Para las elecciones de 2016, que enviaron a Trump a la Casa Blanca, me encontraba como cónsul encargado de la representación diplomática de México en Detroit. La victoria de Trump aquel martes 8 de noviembre en Michigan por apenas 10 mil 704 votos, fueron el preludio a la toma del capitolio en East Lansing por las milicias del estado en 2020, así como del asalto al Congreso el 6 de enero de 2021.
En conclusión: los indecisos contarán y contarán demasiado, pero el resultado de las próximas elecciones presidenciales en Estados Unidos no se definirá en los discursos y narrativas de ambos candidatos, sino en la capacidad de movilización descomunal, histórica, de la maquinaria Demócrata, así como en que el movimiento trumpista no pierda oxígeno en cuestión de semanas, algo que se ve improbable, sino que además esté dispuesto a levantarse en contra de un posible resultado adverso: totalmente probable, pues el trumpismo no es un partido político habitual, y solo responde a su líder. Algo de eso hemos vivido y padecido en México.