Mientras algunos dinosaurios transformados en tristes hienas dicen que después de los cincuenta los periodistas deben dedicarse a criar malvas o a vagar como pordioseros intelectuales por los basurales de la melancolía, la escritora y periodista mexicana Elena Poniatowska (París, 1932: hagan la suma y la resta de su vida, empezando por La noche de Tlatelolco y siguiendo por Tinísima y El tren pasa primero) se presenta como una novia del futuro en el segundo encuentro de cronistas de Indias. Convocados por la antigua Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (rebautizada García Márquez por un Nuevo… etcétera, acaso como una forma de contrarrestar la memoria huidiza de un náufrago que supo ver a través de los aguaceros legendarios de Bogotá), los cronistas de esta orilla (sobre todo: hablo de América, desde Nueva York a Tierra de Fuego) y de la otra (hablo de los españoles: aquí hay que venir llorados de casa, aquí cuando hacen periodismo muchos se pintan deliberadamente una diana en el pecho) debatimos en un México DF batido por los aguaceros y los vestigios infravisibles de los poetas infrarrealistas de Roberto Bolaño sobre la crónica: qué es, cómo se come y cómo se publica y dónde, y para quién y para qué. Y eso que en parte ya lo propuso y a mi ver en parte lo dejó resuelto Juan Villoro: “Si Alfonso Reyes juzgó que el ensayo era el centauro de los géneros, la crónica reclama un símbolo más complejo: el ornitorrinco de la prosa”.
Elegante y guapa, con la belleza de quien no se ha retocado la piel para no tener que remendar el alma, Elena Poniatowska nos habló a cuerpo gentil, de pie, sin titubeos, en medio del asombro de los salones, las balaustradas, los edecanes, los murales, los floripondios, los jarrones y los susurros del castillo de Chapultepec que domina la capital mexicana como si Juan Rulfo no hubiera removido hasta los cimientos la realidad de este mundo, y Poniatowska y Monsivais no la hubieran pasado por un tamiz de palabras que se oyen y se leen, se pronuncian y se atesoran porque para ver la realidad nada como la sintaxis –una cualidad del alma- con la que operaban (y ella sigue) una revolución de la mirada. La que podemos seguir aplicando ahora que el mundo ha vuelto a salirse de su eje. Así fui consignando con lápiz febril algunas de las frases que como un collar de azabache y humo fue desgranando Elena Poniatowska mientras el cielo se ensombrecía como por asombro y luego volvía a salir el sol como por ensalmo: desde denunciar lo indecible a contar la historia de los que no tienen la oportunidad de hacerse oír, y por supuesto, con su amigo, el mayor cronista de esta ciudad de placas tectónicas y herrumbre enjundiosa, en la recámara: un tal Monsivais (que se fue hace dos años después de haber dado de comer a todos sus gatos), que “le puso casa nueva a un periodismo anquilosado y tramposo”.
Recordó la Poniatowska las palabras que recién había pronunciado en Xalapa Jon Lee Anderson, que le escuchaba, embelesado, como el resto de nosotros, desde la primera fila, que “México es para un periodista el país más peligroso del mundo”, y así lo corroboró esta dama de la prosa y de la verdad, que en La noche de Tlatelolco desmontó los infundios atroces de su gobierno, y puso la oreja y la pluma para que hablaran los amigos y los parientes de quienes les arrancaron la lengua de cuajo, y separó sobre todo las voces de los ecos. Pero ella no miraba hacia atrás todo el tiempo, sino que se proyectaba como esas locomotoras antiguas y bien ensambladas que se abren paso por la llanura oscura, con un faro que alumbra y reconforta: “Si el auge de la crónica es grande es porque en América Latina hay todavía muchas cosas por descubrir”. Mundos que están en este, aquí, al lado, a la vuelta y en el desierto, en el colmado y en la caja fuerte del banco, en la frontera y en el subsuelo. Por eso tienen tanto que enseñarnos estos cronistas de lasillavacia, elfaro.net, plazapublica, El malpensante, The clinic, Etiqueta negra, el puercoespín, cometa, Anfibia… a los desmemoriados españoles, que demasiado pronto olvidamos quiénes éramos, de dónde veníamos, a dónde tuvimos que emigrar por la pobreza y por las miserias de la política y los desastres de la guerra. Este espejo duele, por eso no lo frecuentamos. Ojalá aprovechemos la ocasión para asomarnos de verdad más aquí, y por supuesto a África, aunque mucho me temo (como se temió Ferlosio) “que vendrán más años malos y nos harán más ciegos”.
Elena Poniatowska ha bebido el contenido de la vida, sigue lúcida y gentil, no ha perdido la principal facultad que hace tiempo extraviamos los españoles: la de escuchar. Y “porque siempre hay algo que te va a sacar de la casa, como un terremoto”, pronunció con ese humor fino, mexicano, hecho de fibras que mezclan París, Polonia (su madre, Paulette Amor, era hija de una familia porfiriana exiliada tras lasrevolución y en la capital francesa se casó con un miembro de la casa real polaca), América toda, un español que bruñe y no deslumbra, sino que alumbra por debajo y entre líneas, como cuando, citando una frase pintada en una manta que portaba un integrante del movimiento #yosoy132, nos calentó de nuevo la boca como un aguardiente reposado, y eso que yo no sé beber:
Si tú no ardes
Yo no ardo
Y si no ardemos juntos
Quién iluminará esta oscuridad?
Dijo Elena Poniatowska, y todos supimos que hablaba no solo de ella, aunque hablara sobre todo de ella: “soy lo que soy por las miles de voces que he escuchado. Mi agradecimiento al otro es infinito”. Y nosotros a ella. ¿Qué hacer sino ponernos los zapatos y salir a la calle a cuerpo gentil, a escuchar, a buscar las historias que le dan sentido a una existencia que demasiado a menudo parece no tenerla? Es una forma decente de ganarle la partida a la muerte y a la estulticia. Hay mucho que hacer. Sobre todo ahora que vuelve a amanecer sobre la ciudad de México y los gatos de Monsivais y nosotros tenemos que buscar dónde desayunar, el sentido de la vida, un chiste, un chisme, un relato que nos saque de la salmuera y del país del sueño. Tras el boom de la narrativa, aquí está el boom de la realidad. Vamos.