Elena Rosillo (Madrid, 1989) es una chica lista: una prueba inequívoca de este aserto es este ensayo dedicado al underground como actitud de vida. Libro fuera de tiempo, la última millennial que cayó bajo el influjo de esa esquiva actitud indie, es un trabajo concienzudo, clarividente y, en definitiva, real. No es poco en una sociedad donde el artificio de me gusta es la verdadera criptomoneda de la década. El año pasado publicó Underground. El camino de la desviación.
—¿De dónde viene su interés en el ‘underground’? ¿Familia, universidad?
—Bueno, como cuento un poco al comienzo del libro, al morir mi madre yo estaba en el último curso de la universidad y no tenía tanto que ver con lo de allí; esas dinámicas del mundo normal. En realidad, lo que cuento es que la primera vez que fui a una sala de conciertos de repente volví a sentirme bien acompañada en comunidad, arropada. Precisamente porque la gente que veía que estaba en ese lugar se sentía tan en shock por el mundo normal como yo: nadie entendía muy bien por qué estaba sucediendo aquello.
—Me parece curioso el formato del libro, entre crónica y ensayo. ¿Gustó a todos los que juzgaron su tesis? Los profesores son muy ortodoxos…
—La verdad es que tuvo buenas críticas dentro del tribunal precisamente al mezclar crónicas periodísticas con lo que es la tesis al final. Acabé, así, dando relevancia a la experiencia de mi vida, ¿no? Yo tengo la metodología de la tesis, a la cual obviamente he quitado mucha aridez, porque si no sería horrible. Utilizo una observación participante abierta: iba a los conciertos diciendo que iba a formar parte de mi tesis y que yo estaba ahí en modo de investigación. Había gente que se lo creía, que flipaba un poco y otros creían que me estaba flipando (risas).
—¿Cuánto tiempo estuvo trabajando la bibliografía? Está bastante investigado, cosa rara en el mundo de libros musicales
—Muchas gracias por decirme eso: eres el primero que me pregunta sobre la bibliografía. Toda esta parte es la más doctoral y cito a Adorno, a Foucault, etcétera. Luego ha habido críticas de otros medios que han dicho que es denso, pero es que ¡es un ensayo! Otra cosa es el tipo de trabajo que estás sacando: entiendo que puedes sacar un estudio totalmente basado en tu experiencia. Y está bien. Ahora, en mi caso es un ensayo fundamentado en lo que ha dicho otra gente: metodología cualitativa y observación participante. Utilizo el término de “sociología de la desviación” de Howard Becker y lo adapto como “el camino de la desviación”.
—Vamos a ir al periodo en sí: hábleme un poco de las tendencias culturales ocultas en la dictadura de Franco. ¿No le parece que el régimen hacía la vista gorda?
—Muchas veces sí, porque el régimen tenía una doble vara de medir. Por un lado, de puertas para adentro tenía que ser autoritario, mantener el orden moral. Pero, de puertas para afuera, se daba la imagen de una España de dictadura blanda. Así se ha tenido al franquismo durante mucho tiempo: teníamos a Salvador Dalí, aunque muchos artistas no podían pisar España, aunque se reivindicaban fuera del país. De hecho, el primer bar gay que se abre en España es de 1964 (Tony’s Bar).
—¿Dónde?
—En Málaga, Torremolinos.
—¿No son fascinantes las islas de libertad en la España de los 50 a los 70? Torremolinos, Benidorm, Ibiza…
—Son fascinantes sobre todo por esa permisividad, esa vista gorda que se hace desde la autoridad. Evidentemente se conocían e incluso se frecuentaban por parte
de la elite franquista.
—La novela de Fernando Sánchez-Dragó Eldorado trata bien el tema de Torremolinos como pionera. Quiero ir un poco antes, a los 50. ¿Cómo era el mundo del jazz y los locales de este tiempo?
—Es la semilla de la cultura de los modernos, en parte. Yo me fijo sobre todo en lo que dice el profesor Iván Iglesias, que para mí es como el tótem de todo esto (su libro Hechicero de las pasiones del alma es una maravilla). Antes de la Guerra Civil, cuando está surgiendo el boom por el jazz en Europa, pasa en España también. La península ibérica no era ajena al resto de vanguardias que surgían en el resto del continente y el jazz era un signo de modernidad. Es esa música nueva que viene de Estados Unidos, que se baila y es hecha por negros. Es ese rastro de modernidad…
—¿Sabe que en la Residencia de Estudiantes todo el grupo de Lorca o Dalí era aficionado al jazz?
—Sí, porque era una música de moda: era el reggaetón de ahora y además era un cántico sensual de los negros estadounidenses con un baile muy salvaje, abierto, diferente de lo que se bailaba aquí. Ahora, durante la Guerra Civil nos alineamos con Alemania y este país tenía prohibido ese tipo de música precisamente por sus orígenes negroides. Entonces, se ridiculiza el jazz y se utilizan términos como afeminamiento o salvajismo para librarnos de esas músicas que nos alejan de nuestras raciales experiencias. Pero ¿qué pasa? Que empezamos a querer que los estadounidenses nos hagan caso por el Plan Marshall y en todo eso hace falta recuperar un poco la música americana para que vean que estamos en la onda y que los queremos mucho. Es un uso, entonces, biopolítico de la música, el cual es muy interesante.
—¿Se puede hablar de un enlace entre la clase social y esta cultura subterránea? Jordi Costa recordaba cómo muy pronto las elites de España se apropiaron del primer pop.
—Y yo creo que incluso del jazz, porque eran familias privilegiadas: hijos de familias privilegiadas. Lo curioso aquí, lo digo sobre todo al final del libro, es cómo la clase media tiene interiorizada la norma en la cabeza (que diría Foucault) y es difícil pensar en algo nuevo, creativo u original. Estamos demasiado condicionados, pero en las clases bajas –aquellas desclasadas– tienen incluso la obligación de pensar en nuevas alternativas creativas y originales porque no se sienten aceptados, ni son aceptados dentro de la norma. Se buscan su propia norma y tienen que buscar su propia cultura y eso hace que sean más creativos. Entonces, ¿qué pasa? Que cuando empiezan a petar y ven que mola se lo apropian y se lo quedan sin hacer ningún tipo de trabajo. Simplemente adoptan la estética, la música y lo hacen normalmente mal. Hubo una gran campaña de los medios de comunicación para hacer creer que el origen del jazz era blanco: evidentemente no le salió bien, porque los blancos no tocaban del jazz. Tuvo que llegar Frank Sinatra a hacer más o menos una cosa decente. Y, por ejemplo, con el rock…
—Bueno, el rock es una mezcla de blues negro y música country ‘WASP’…
—Pero la madre del rock es una mujer lesbiana, gorda y pobre. Pero, claro, si nos ponemos así, todo es mezcla, ya que el jazz también tiene en origen las espirituales blancas que obligaban a aprender a los esclavos. En los estudios culturales dicen que dentro de las subculturas al final tratan de desviarse de la norma y se acaba cayendo en la cultura dominante.
—Quiero que me hable de la movida, que no me queda claro en su obra si fue un movimiento benefactor…
—No, es que realmente no se puede estar a favor o en contra. Ahora mismo se busca mucho estar a favor o ir contra de las cosas, pero realmente la movida fue importante y evidentemente tuvo sus factores. Yo no me puedo quejar de la movida, ya que fue detonante de muchas otras corrientes, pero sí que puedo ponerle el asterisco sobre si era la única o la que más molaba. Antes de este movimiento, hay en origen muchas otras cosas y realmente había otras tendencias que han envejecido mucho mejor que el movimiento mainstream. Se estaban haciendo cosas muchísimo más creativas, arriesgadas y que han envejecido mucho mejor como, por ejemplo, Javier Corcobado.
—De hecho, ¿no es fascinante que Mario Vaquerizo usurpe la memoria de este movimiento cuando gente como Javier Corcobado están más cercanos a ella? ¿Existe una industria de este movimiento?
—Sí, es el concepto de “industria cultural” de Adorno. Aquí me pongo adorniana, pero evidentemente lo que ves es una usurpación de la foto oficial de aquellos que ni eran los que más molaban ni eran los que más hacían. Eran más bien los que mejor quedaban; aquellos que se adaptan a esa norma que busca perpetuarse…
—Me encanta que cite al inicio del libro el Baile de la Rosa de Mónaco dedicado a la movida donde se cuela Vaquerizo en 2008. Quizá debería haber estado El Zurdo en su lugar…
—Si te pones purista, al menos Alaska estaba. Corcobado cita algunas veces que ella le dijo: “yo lo que quiero es ser famosa”. Es perfectamente defendible, porque tú te puedes querer ganarte la vida con tu arte y para esto hay veces que tienes que pasar por el aro.
—Enlaza con mi siguiente pregunta: ¿Cuándo decide un artista del ‘underground’, parafraseando a George Harrison y la Biblia, “ganar el mundo y perder el alma”? Usted defiende al Corcobado honesto, pero pocos los hacen…
—Pero es que lo de Corcobado es tan público: si el pobre hubiera nacido en Estados Unidos quizá hubiera tenido más éxito, pero ha nacido en España que no tenemos una industria suficiente como para sustentar el underground y ha tenido que irse a México para ganar su fama y que se le reconozca realmente. Él huye de las etiquetas: se las ponen y se vuelve otra cosa. Es un artista ruidista, pasa al pop y de repente vuelve a recuperar la guitarra: él huye de todo eso y por eso es un objeto de estudio tan perfecto, ya que no te sueles encontrar realmente tanta autenticidad. Pero bueno, él tuvo mucha fama en los 80 y de hecho tenía un descapotable, además que salió de la heroína. Esto no me lo invento, lo cuenta él en sus memorias que acaba de sacar y que son mitad ficción y mitad biografía.
—¿No es esta idea del “artista maldito” un análisis clasista? Para el periodista Víctor Lenore el creador tiene que dirigirse a las masas.
—Claro. Aquí hay una dicotomía entre el artista que se dedica a hablar a las cabras en el campo, aquel para el cual la única forma de ser auténtico es que nadie le entienda, y el que busca que su mensaje entre en los medios de comunicación. Este se desvirtúa y se convierte en un titular, y no cabe ya ese análisis en mi libro. Al final se trata de hacer lo que te pida el cuerpo: si realmente quieres pasar por el aro y quieres tener un titular con el cual ganarte la vida. A mí me encantaría que ahora me sacarán en Tele5 como tertuliana, experta en sociología en algún programa de Radio Nacional, pero resulta que mi discurso no se ajusta bien a un molde (risas).
—¿Existe todavía un circuito para gente como Corcobado? Sus crónicas sobre sus conciertos son valientes, pero uno tiene la sospecha de que todo deviene en una economía de subsistencia.
—Sí, es que evidentemente esto me cabreaba mucho a mí cuando era joven y estaba haciendo la tesis. Un fotógrafo bastante imbécil me dijo que no se podía vivir del underground y que quién me creía que era yo. Ahora es como “jódete, que tengo una tesis doctoral y estoy viviendo el underground, porque soy profesora de la universidad” (risas). Es decir, el underground no tiene medios de subsistencia precisamente porque es una actitud, no una industria, y el problema es cómo se perpetúa. Por eso al final siempre se cae en acusaciones de que son los niños bien los que lo mantenemos.
—¿No cree que es difícil rastrear tendencias subterráneas y ver cuáles serán las dominantes? Recordemos que en los primeros conciertos de Sex Pistols no había nadie…
—Esto es algo que siempre hay que decir: en el primer concierto de Corcobado se fue todo el mundo. Es decir, al final todos presumimos de ser modernos, pero cuando te encuentras con una propuesta nueva lo primero que suele generar es rechazo y hay gente que no supera eso. Ahora vivimos, además, en la era de gustar, que hablen de nosotros y eso es lo peor que puedes hacer para ser creativo.
—¿Cuánto tiempo tardó ‘Rockdelux’ en hablar del ‘trap’ y otras tendencias actuales?
—Pues no lo sé y tampoco me quiero meter con ellos, porque todavía no me han hecho reseña del libro (risas).
—Para acabar, ¿está muerto el rock como ariete del cambio cultural? La meca para los jóvenes ya no es Nueva York o Seattle, sino Miami…
—Por un lado, sí y por otro todavía quedan los puretas. Hay, también, recuperaciones de esa estética, aunque con el problema de la autenticidad. Una etiqueta, así, cuando se encasilla va a convertirse en falsa. Es en el mismo momento que dices que el rock es esto y dejas de permitir que fluya, que cambie, que se fusione; destino de todos los géneros musicales. Así, al final, yo creo que el destino es Miami para aquellos que quieren petarlo en la industria (algo perfectamente válido) y el destino es el bar de su barrio para aquellos que busquen algo nuevo.