“¡Ay mamá, si vieses que amiga más simpática y más buena tengo! Estoy encantada, la conocí en la escuela. Es pariente de la directora. No estudia, pero va allí a trabajar…”.
Asoma el mes de abril de 1883. Marcela, de 18 años, a duras penas puede contener la inédita sensación que acaba de experimentar. No entiende muy bien qué le está sucediendo, pero lo cierto es que se encuentra pletórica cuando está junto a Elisa, maestra y coruñesa como ella, de 23 años. Sin embargo, por hermosos que a ella le parezcan esos sentimientos, todavía difíciles de concretar en una sola palabra, pronto se topará con el rechazo de su familia, las instituciones y, en general, de la sociedad. El mundo, su mundo, le da la espalda y la deja sola. ¿Por qué, a quién hacemos mal? Con esta pregunta comenzaba una de las más extraordinarias historias de amor de todos los tiempos.
El libro Elisa y Marcela. Más allá de los hombres, del catedrático de Teoría e Historia de la Educación Narciso de Gabriel, llegó a mis manos hace seis años, cuando se publicó en castellano, tiempo después de su versión en gallego. La historia me atrapó. Por el valor que demostraron aquellas dos mujeres del rural gallego, empeñadas en vivir un amor prohibido de forma natural, espontánea. Sin referentes en los que fijarse, sin libro de instrucciones. Siguiendo solo su instinto. Sin miedo a las convenciones ni cobardías por el qué dirán. Con toda la libertad interior que se permitía en aquellos tiempos.
Estas dos maestras no aspiraban a ser heroínas. No querían defender los derechos de ningún colectivo. No pretendían saltar a las páginas de los periódicos ni herir a sus familias. No perseguían ni el escándalo ni la reivindicación. Solo querían que las dejaran amarse, una pasión que no dañaba a nadie. En busca de ese deseo, lograron casarse por la iglesia convirtiéndose en el primer matrimonio homosexual (conocido) de España.
Pero ni siquiera así pudieron normalizar su amor y vivirlo con el sosiego que anhelaban. Al contrario: hasta donde conocemos, vivieron en constante huida y soportaron el rechazo, la crítica y la burla de casi todos aquellos que se cruzaron en su camino. El papel de la prensa fue especialmente hiriente, con un acoso insoportable que promovía el morbo y multiplicaba sus ventas: el escarnio público de la pareja era sumamente rentable. La sociedad de la época ni entendía ni aprobaba esa relación pecaminosa: lo diferente no tenía cabida.
La historia de estas dos gallegas fue descubierta por casualidad por De Gabriel mientras investigaba en el Archivo Histórico Universitario de Santiago de Compostela los procesos disciplinarios a los que fue sometido el magisterio gallego durante la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX. De pronto, un expediente muy especial se cruzó en su camino: era un ejemplar de La Voz de Galicia del 22 de junio de 1901 donde se leía el siguiente titular: ‘Asunto ruidoso: un matrimonio sin hombre’. Poco tenía que ver con el tema de su investigación original, pero el catedrático no pudo resistirse a la fuerza de la historia y decidió seguir las huellas de estas dos mujeres en la prensa y los archivos históricos de Galicia, Portugal y Buenos Aires, donde se desarrolló toda la trama.
Más de un siglo después, la peripecia vital de Elisa y Marcela recobra actualidad porque la cineasta Isabel Coixet, gran triunfadora de la pasada edición de los Premios Goya por La librería, acaba de rodar en Galicia una película basada en esta peculiar hazaña. Aunque el libro no tuvo en su momento gran repercusión, el anuncio de la película, avalada por la firma de la directora catalana, ya ha convertido a estas dos jóvenes gallegas en un símbolo de la libertad individual, del derecho a ser lo que cada uno desee ser.
Adentrarnos en sus vidas es como abrir las páginas de una apasionante novela que, como aseguró admirada la propia Emilia Pardo Bazán, “impresiona, porque ningún escritor acertaría a idear enredo semejante”. Un embrollo sentimental que arrancó así.
Dos maestras en la Galicia de hace un siglo
Elisa y Marcela se conocieron a mediados de los años 80 del siglo XIX en la Escuela Normal de A Coruña. Elisa se formaba como maestra elemental, estudios que se impartían en dos cursos, mientras que Marcela, más aplicada, optó por el magisterio superior, tres años de formación. Muy pronto, las chicas se hicieron amigas, cómplices, inseparables.
Los padres de Marcela desaprobaron la relación con Elisa desde su inicio: les parecía una amistad demasiado intensa y peligrosa. Ellas siempre tenían que estar juntas, no soportaban las ausencias por cortas que fuesen… Aquello no tenía sentido. Lo que ocurría en la Escuela Normal definitivamente no era normal. Era enfermizo, patológico.
Decididos a cortar por lo sano, la familia envió a su hija cuatro meses a Madrid para tratar de enfriar la relación. Pero fue en vano. El efecto fue justamente el contrario: la distancia avivó el fuego de la pasión. Cuantos más kilómetros interpusiesen entre sus vidas más unidos estaban sus corazones. Así que al regreso de Marcela, Elisa no tardó ni una hora en presentarse, loca de alegría, en A Coruña para verla.
La pareja rebelde estaba decidida a compartir sus vidas. Esta determinación, en principio, no tendría que resultar ni sorprendente ni sospechosa para nadie. En esa época era muy habitual que las maestras fueran solteras y convivieran, como una forma sencilla y útil de ayudarse y darse protección. Pero ese destino no parecía escrito para ellas. Los padres de Marcela seguían empeñados en separarlas. Si la familia no se rendía, ellas tampoco. Buscaron sendos puestos en colegios rurales de la provincia de A Coruña para alejarse de la ciudad. Si ese mundo no les aceptaba como eran, buscarían otro.
Las jóvenes encontraron un empleo en escuelas cercanas: Elisa en Calo y Marcela en Dumbría. Como cuenta De Narciso, solía ser Elisa la que recorría los fines de semana, si no era posible hacerlo a diario, a pie los doce kilómetros que separaban ambas aldeas para ver a su amante. Se cuenta que llevaba un revólver para defenderse de posibles ataques. Y es que Elisa era varonil, arrojada, y con mucho carácter. También, que ejercía un gran dominio sobre su amiga. Algunas crónicas de la época –quizá, o quizá no, escritas por manos que pretendían explicar algo que para la mentalidad de la época no podía tener explicación racional, es decir el amor entre personas del mismo sexo– iban más allá: parecía que Marcela le tenía a Elisa más miedo que cariño. No sería tanto amor como simple sumisión. No era sentimiento, era una relación de poder: dominante-pasivo.
Lo cierto es que su relación parecía volcánica: las mujeres mantenían continuas reyertas, incluso violentas. Y, claro, los vecinos comenzaron a falar. A murmurar: las rapazas no se soportaban. Pera esas peleas domésticas guardaban un trasfondo. Todo era más enrevesado y quizá ya formaban parte de su novelesco plan. Una teatralización que exigía personajes –alguno inesperado– y trama. Y público.
Inventar a un hombre y hacerlo real
Marcela y Elisa se convencieron de que era una quimera para dos mujeres vivir su amor a plena luz. La opción menos traumática, y que seguro otras muchas ya habían tomado antes, era aceptar que carecía de sentido golpearse una y otra vez contra un impenetrable muro de prejuicios y convenciones: lo mejor era mantener su relación en secreto. Pero el secreto no implica necesariamente la ocultación o la clandestinidad. Y es que Elisa y Marcela se resistían a enclaustrar su amor tras las puertas de una casa. Por ello, urdieron una inverosímil trama con la que burlar los prejuicios morales y religiosos de los años grises de la Restauración. Que todo el mundo lo vea para que nadie lo mire. La impostura como un modo de supervivencia.
Como la moral de la época exigía que toda pareja estuviese formada por un hombre y una mujer, y tras darle vueltas al asunto, coincidieron en que solo había una forma de resolver el conflicto: inventar a un hombre. Encarnarlo. Hacerlo real. Y ese hombre sería… Elisa.
Y así fue como en 1901 Mario, un coruñés de padre británico que presentaron como primo de Elisa (con un físico extraordinariamente parecido al suyo), hace su entrada en escena.
Antes, para justificar la marcha de Elisa, utilizaron precisamente el episodio de las liortas, que tan estruendosamente se habían molestado en airear entre la vecindad. Elisa, enfadada por la relación que Marcela había iniciado con su primo, abandonaba el escenario coruñés y partía rumbo a La Habana, en donde residiría junto a unos familiares. Casi sin tiempo para asimilar la sucesión de acontecimientos, Marcela anunciaba que iba a contraer matrimonio con Mario, del que se había enamorado y del que además esperaba un hijo. Escrito el guión, que adolecía de notable ingenuidad, comienza la representación.
Elisa acomete en A Coruña su sencilla e incluso diríamos que ridícula transformación: se corta el pelo, se hace crecer un mínimo bigote, se embute en ropas de hombre y adquiere el hábito de fumar. Ya es Mario.
Para conseguir los papeles de su matrimonio, el recién llegado se confiesa protestante y persuade a un sacerdote para que le convierta al catolicismo. No todos los días se le presentaba a un cura una oportunidad de atraer una nueva alma al rebaño, por lo que el religioso de A Coruña no comprueba la historia y bautiza más que satisfecho a Mario, quien en tiempo récord logra el pasaporte que le franquea la puerta al paraíso buscado, el del sí quiero.
Pero aún quedaban flecos: tocaba enganchar a un par de testigos para la boda, pues la madre de Marcela no creyó ni una palabra de aquel tal Mario, a quien reconoció como una burda masculinización de Elisa. ¿Pero qué importaba?
El 8 de junio de 1901, a las 7.30 de la mañana, Mario, 41 años, y Marcela, 36, se casaron en la iglesia de San Jorge, en A Coruña. La pareja apenas podía creer lo que estaba viviendo: su plan imposible había tenido éxito. Marcela y Elisa, o sea Mario, ya solo deseaban alargar hasta el infinito ese momento de felicidad que, sin embargo, nunca sospecharon que fuese tan corto. El sacerdote, el rescatador de infieles, tampoco podía sospechar adónde conduciría su imprudente comportamiento: ¡Casar a dos mujeres! El sagrado matrimonio pisoteado por dos alocadas jóvenes.
A la vista de lo que aconteció después, ahora sabemos que fue un fatal error que solo un día después del enlace decidieran encaminarse a Dumbría, un pequeño municipio del interior coruñés en donde ambas habían ejercido de maestras. Sin embargo, en aquel momento a ellas les pareció el mejor lugar para crear su hogar. ¿Por qué regresar a un pequeño territorio en el que eran conocidas, seguidas, casi espiadas, en donde la rumorología se había desatado? ¿No habría sido más conveniente emigrar a América o a Portugal, escapar al menos un tiempo de las miradas de la gente, de los cuchicheos maliciosos, tratar de pasar inadvertidas?
En el pueblo la discreción, no ya el anonimato, iba a ser imposible. Antes incluso de bajarse de la diligencia que las transportaba, los vecinos ya habían reconocido a las dos maestras y de inmediato se puso en marcha una campaña de acoso social con insultos y amenazas: las denunciarían a la Guardia Civil.
Elisa/Mario huyó a A Coruña. Demasiado tarde. Casi inmediatamente la citaron para declarar. Ella alegó ser hermafrodita, argumentó que en su anatomía predominaban los caracteres masculinos. Elisa se defendió con desesperación: ella en realidad era él/Mario. Su defensa fue en vano. La autoridad la sometió a dos reconocimientos médicos. El dictamen fue concluyente: mujer. Sin embargo, el acta del matrimonio nunca se anuló.
Huida a Oporto
La historia del casamiento de las dos gallegas se convirtió en un escándalo nacional. La prensa le dedicaba cada vez mayor atención en sus páginas. En esas condiciones, la vida era sencillamente insoportable. Había que desaparecer, intentar empezar desde cero. El destino: Oporto.
El nuevo plan tenía sus inconvenientes. Su situación económica era difícil. Mario se rebautizó como Pepe y consiguió trabajo en el taller de un sastre. Marcela contribuía cosiendo los manteles de un restaurante. Allí nadie las reconocía. Trabaron amistad con otras parejas. Dormían cogidas de la mano, tratando de proteger ese instante como un verdadero tesoro. Se sonreían con una cautela cada vez menos temerosa mientras paseaban por la calle. Por fin, parecía que podrían iniciar una nueva vida. Una verdadera vida.
Cada día juntas era una victoria. Un sueño. ¿Se despertarían algún día de él? Sí, y demasiado pronto. Las autoridades españolas, que seguían sus pasos, cortaron de cuajo aquella incipiente esperanza con la petición de su arresto. La popularidad del caso había contagiado a los medios portugueses. Incluso corrió como la pólvora en otros rotativos europeos. La pareja, tan famosa a su pesar, fue arrestada.
Sin embargo, a diferencia de lo que había ocurrido en Galicia, la ciudadanía portuguesa se movió más por la compasión que por la intolerancia y, en un insospechado movimiento solidario, cientos de portugueses recaudaron fondos para ayudarlas y lograr su liberación. Tras ocho días de prisión preventiva y sin que los tribunales se hubieran pronunciado sobre los delitos que les imputaban, el juez ordenó su puesta en libertad.
Elisa y Marcela intentaron recuperar sus rutinas en Oporto. La pesadilla, de nuevo, parecía cosa del pasado. Por fin el anonimato de una vida normal… pero no. Porque otra noticia volvería a llevar a las gallegas a la portada de los periódicos.
El día de Reyes de 1902, apenas seis meses después del casamiento, Marcela, 37 años, da a luz a una niña, un nacimiento que reabre la polémica del “matrimonio sin hombre”. Los periodistas estaban atónitos: ¿Cómo había sido posible? Nadie daba crédito a la buena nueva y se dispararon las hipótesis sobre la paternidad de la criatura. La más verosímil era que Marcela se había quedado embarazada de un joven de su pueblo y su amiga, para no dejarla sola con la vergüenza –una más que sumar– de ser madre soltera, había urdido la trama para contraer matrimonio con ella la primavera anterior.
El nacimiento de la niña sorprendería también, pero un siglo después, al descubridor de la historia, Narciso de Gabriel. “La hipótesis de que fuera accidental y de que Elisa adoptara el rol masculino para dar cobertura emocional, incluso social, a su amiga es válida, pero hay otra posibilidad que, personalmente, a mí me atrae más: que el embarazo fuera planificado por las dos mujeres para dar mayor credibilidad al matrimonio”, conjetura.
Sea como fuera, la situación era ya insostenible. El refugio luso ya no era tal. El escudo protector buscado se agrietaba. Las autoridades españolas habían elevado su presión a Portugal para que le entregase a las mujeres. El acoso a las pecadoras gallegas era asfixiante, así que se vieron obligadas de nuevo a hacer las maletas y huir.
Emigrantes en Buenos Aires, la quinta provincia gallega
Elisa y Marcela estaban de acuerdo: había llegado el momento de poner más tierra de por medio en busca de su ansiada felicidad. En realidad la tierra se había mostrado insuficiente, necesitaban una barrera mayor, un océano: el Atlántico. Y eligieron Buenos Aires como destino, el mismo que otros miles de gallegos de la época aunque, en su caso, no buscaban un alivio económico, sino un respiro social y emocional. No ansiaban dinero, sino algo mucho más valioso: la libertad. Y para allá se embarcaron. Primero Elisa y meses más tarde Marcela con la niña.
Como si su existencia se hubiese convertido en una pesadilla en forma de bucle, tuvieron que empezar desde cero. Nuevo cambio de identidad: Elisa pasó a ser María Sánchez y Marcela, Carmen Gracia. Ambas encontraron trabajo en el servicio doméstico, que era lo más habitual entre las emigrantes gallegas. El nuevo empleo les daba para vivir, pero no les permitía convivir. Había que hacer algo.
Como si su azarosa vida no hubiese tenido suficientes emociones y sobresaltos, la bulliciosa imaginación de Elisa fraguó otro plan de película: el 30 de septiembre de 1903 se casó con el sexagenario danés Christian Jensen. No por amor, claro, sino con un fin mucho más prosaico, pragmático, quizá malicioso: ella albergaba la esperanza de que su flamante esposo muriera pronto y pudiese heredar su patrimonio. Resuelta entonces su situación económica, Elisa podría comenzar una vida acomodada ya junto a su amada.
El diseño del plan podría haber sido perfecto pero su aplicación fue un desastre. La vida en pareja debió de resultar insoportable. El carácter fuerte e indómito de Elisa le llevaba a negarse a mantener relaciones sexuales. La tensión se agravó aún más cuando apareció Marcela, que se hizo pasar por hermana de Elisa, para instalarse junto al matrimonio.
Las continuas muestras de cariño desmesurado que se profesaban las dos mujeres llenaron de desconfianza y celos al marido, que se dispuso a indagar sobre el pasado de su esposa. Impelido por la curiosidad y el recelo, el danés Jensen tardaría poco tiempo en toparse con la increíble historia del matrimonio entre ambas mujeres. El marido denunció a Elisa. Tras un nuevo reconocimiento médico, ahora por profesionales argentinos, los médicos ratificaron la condición femenina de Marcela, o sea, que el matrimonio de las gallegas no era válido. No era nada. Papel mojado. Y el de la gallega con el sexagenario, perfectamente legal.
¿Cómo sigue la historia? ¿Lograrían Elisa y Marcela finalmente superar este último trance y encontrar su sitio en el mundo, un lugar en el que su amor fuese respetado? ¿O, por el contrario, volverían a sufrir el acoso, el desprecio y la penuria, hasta el punto de desistir y poner final a una relación prohibida?
Quién lo sabe. Porque los avatares de esta pareja tan enamorada como desdichada se internan desde este momento de sus vidas en un túnel oscuro edificado sobre un silencio sepulcral. Aunque Narciso de Gabriel siguió indagando sobre la pareja, no encontró hilos de los que tirar. En Buenos Aires se perdió, quizá para siempre, la pista de las gallegas. Ninguna referencia hallada ni en la prensa ni en los archivos.
“Dediqué unos quince años a recorrer el mismo camino de Marcela y Elisa, y uno siempre espera poder completar la historia, pero la base documental a partir del reencuentro de la pareja en Buenos Aires es muy precaria”, se lamenta De Gabriel. “Hubo rumores de que Elisa acabó suicidándose, pero no se puede documentar”, admite el autor.
Estamos, pues, ante una historia por fuerza con final abierto. Una aventura que reúne todos los ingredientes –amor, pasión, incomprensión, libertad, miedo, huida, castigo…– para llegar a la gran pantalla. Y así será. Porque Isabel Coixet –una directora dotada de un especial talento para abordar los sentimientos y la intimidad, el conflicto y la complejidad humana– y la productora catalana Rodar y Rodar se han propuesto “hacer real” el amor “loco” de Elisa y Marcela, que encarnarán las actrices Natalia de Molina y Creta Fernández. Junto a ellas, un nutrido elenco de actores gallegos entre los que se encuentran María Pujalte, que interpretará a la madre de Marcela; Sara Casasnovas, que será Ana, la hija de Marcela; Tamar Novas, en el papel de Andrés, el pretendiente de Marcela, y Roberto Leal, el cura de Dumbría.
La propia Coixet ha estado en contacto con De Gabriel desde el año 2010 y le hizo partícipe de un primer y un segundo guion. “En lo fundamental, el texto recoge bien la peripecia y seguro que da mucho juego traducida a imágenes”, aventura el catedrático. “Para mí es una satisfacción que la historia de estas mujeres, que sin buscarlo fueron el precedente de muchas de las conquistas del colectivo LGTB (lesbianas, gays, transexuales y bisexuales), llegue a través del cine a un público mucho mayor”, se felicita el investigador.
Del hermafroditismo al lesbianismo
Pero el autor no solo relata en el libro el periplo de estas valerosas mujeres a contracorriente, detallando minuciosamente las fuentes, lo que da como resultado un delicioso paseo por la prensa de la época tanto española como portuguesa, las costumbres, la cultura y la sociedad de la Galicia de aquellos años. Además, en la segunda parte del libro trata de interpretar la historia a través de cuatro teorías: la más explícita, el hermafroditismo, pero también el travestismo, el feminismo y el lesbianismo.
A lo largo de la historia siempre ha habido mujeres que han fingido ser hombres para poder hacer lo mismo que ellos: desde ir a la guerra –como la famosa Deborah Sampson, que se unió como Robert Shirtliff a la Compañía de Infantería Ligera del 4º Regimiento de Massachusetts– hasta asistir a la Universidad, como Concepción Arenal. “La sociedad española de la época prefería un travestismo consciente a que una mujer que pareciera una mujer estudiase Derecho. De nuevo aparece la sombra peligrosa de los ejemplos de libertad de las mujeres”, opina la experta en feminismo Pilar Pardo.
“El poder sabe no solo que existe, sino que siempre existirá resistencia a la limitación de la libertad de las personas que conviven en una sociedad. Pero en lugar de debatirlo y atreverse a agrandar la esfera de derechos de la ciudadanía cuando descubre ejemplos de esta libertad, prefiere condenar y castigar, pasando años e incluso siglos hasta que el delito se transforma en derecho”, ilustra.
De la catalogación del cuerpo de Elisa dependía su grado de libertad, su posibilidad de amar y ser amada, su esperanza para cumplir sus sueños y ser lo feliz que podemos llegar a ser cualquiera de nosotros. “Para ellas, Elisa y Marcela, sus decisiones empezaban y acababan en casarse o no con un hombre y, a partir de ahí, el contrato sexual que respaldaban las leyes civiles establecería el fin de su autonomía personal, si es que alguna vez la tuvieron. Quizá ese breve periodo de tiempo en el que pudieron estudiar lejos de la familia y trabajar como maestras, les permitió saborear un adelanto de lo que sería tener una vida propia y poder tomar decisiones. Por desgracia, sería un falso adelanto, unas raras vacaciones entre su papel de hijas, esposas y madres, que sólo algunas mujeres valientes y en condiciones muy concretas pudieron mantener, es decir, siempre que dieran con cómplices del otro sexo, tuviesen rentas de las que mantenerse y, por supuesto, no hicieran ostentación de la posibilidad de su libertad”, explica Pardo.
Nada de esto poseían Marcela y Elisa, que se tuvieron que agarrar a ser cómplices mutuas.
“Cuando los médicos confirmaron que Elisa era mujer, no ratificaron un hecho físico, sino todas las obligaciones y todas las prohibiciones que según nuestra clasificación biológica como hombres y mujeres se nos imponen al nacer como una segunda naturaleza: la forma de vestir, andar, comportarse, sentir, los sueños por cumplir, la posibilidad de estudiar, trabajar, tener autonomía económica, conducir, votar, divorciarse, ejercer unos derechos o no. Unos privilegios u otros”, se extiende la experta en feminismo.
Pero eso ni Elisa ni Marcela lo podían analizar en aquel momento. Ellas simplemente batallaron por la supervivencia de un amor prohibido. Estos razonamientos los harían los estudios feministas décadas después, cuando distinguieron sexo y género. “Este último, el género y todo su lastre ideológico y discriminatorio, y no el sexo, es lo que negó la libertad a estas dos mujeres. Porque nada cambiaba una vez descubierto el engaño, excepto que otros, además de las implicadas, conocían que Elisa no tenía cuerpo de hombre. De no haberse desvelado el secreto, una mujer con ropa de hombre hubiera sido capaz de disfrutar de la libertad, por mucho que las leyes de la época la declarasen incapaz, y esto era muy peligroso, como todo ejemplo de transgresión”.
Más allá del admirable ejemplo de valor que nos han proporcionado, yo me quedo –como De Gabriel, los lectores del libro y los futuros espectadores de la película– con la frustración de no poder conocer el final de la historia de Elisa y Marcela. Pero, en realidad, qué importa hoy. La ausencia de final no desmerece en absoluto esta historia. Elisa y Marcela, aún sin buscarlo, se han convertido en un referente, en un ejemplo para otras mujeres que más tarde decidieron plantar cara al virus de la “normalidad” que la sociedad se empeñaba en inocular. Esa mirada que recoge la foto de recién casadas tomada por el fotógrafo Sellier hace 117 años quizá no nos proyecte la imagen de una victoria, pero sí un anhelo de justicia. Y de libertad.