I.
—¿Quién es Eliseo Parra?
—Pues es alguien que se sigue conociendo a sí mismo.
Muchos años más tarde, ya convertido en un admirado maestro, Eliseo habría de recordar cuando, siendo apenas un chiquillo de tres o cuatro años y jugaba a esconderse en alguna parte del pueblo, la única manera de encontrarle era poniendo un disco a todo volumen para que volviese a casa a bailarlo. Para entonces, ya casi podía intuir que la música sería su “gran razón de vivir”, aunque cuando le preguntaban sobre lo que quería ser de mayor siempre respondía que no lo sabía. Tampoco le importaba mucho.
Sardón de Duero era por ese tiempo un municipio que estaba viviendo su mayor explosión poblacional desde su fundación a principios del siglo XIX, y contaba entonces, y nunca más después, con casi mil almas en una parroquia compuesta principalmente por agricultores que cultivaban cereales y hortalizas o elaboraban vino.
Pero poco le aprovecharía aquella vida de campo a Eliseo, porque cuando acababa de cumplir los cinco años sus padres decidieron abandonar las vegas y las huertas de la ribera del río para mudarse a la capital provincial, Valladolid, ofreciendo así a Eliseo la oportunidad de disfrutar de una buena educación: acabaría estudiando bachillerato en el Instituto Zorrilla, que aún hoy sigue estando considerado como uno de los centros académicos más ilustres de la ciudad, con una historia que se remonta al reinado de Isabel II.
Aquella era una época en la que los niños de ciudad todavía podían jugar por las calles sin mayor peligro, y Eliseo recordaría que la suya era especialmente buena para eso: casi no pasaban coches y por uno de sus extremos no tenía salida. A ese lugar le llamaban “el rincón”, y cada vez que lo recordaba, Eliseo se reía con ganas evocando cómo allí pintaba con tiza en el suelo un escenario y unas luces y sentaba enfrente a los demás chicos y les decía: “¡Venga, que voy a cantar!”. Y cantaba canciones de Joselito y de Marisol, que eran las que más le gustaban, y luego les pedía que aplaudieran.
Con siete u ocho años su pasatiempo preferido era quedarse embelesado escuchando lo que emitían en la radio, la copla y la zarzuela sobre todo, que en aquel tiempo era casi lo único que estaba permitido disfrutar. Y había una canción que le gustaba especialmente: Torre de arena, de Marifé de Triana, que era además su gran éxito, un fabuloso hit ahora prácticamente olvidado. En su barrio, donde la mayoría de la gente vivía en corralas, unos bulliciosos edificios comunales de viviendas con patios y aseos compartidos, le contrataban de las comunidades vecinas para que la cantase, y le daban caramelos y monedas de dos reales, de esas que tenían un agujerito en el centro. Aquello le daba tanta vergüenza que siempre le pedía a algún amigo que le acompañase para ponerle a su lado y así cantar con alguien cerca. El pudor podía llegar a tal extremo que era capaz hasta de meterse en uno de los baños comunes para que no le vieran las vecinas asomadas a los balcones. ¡Qué imagen la de aquel chiquillo metido en un retrete y cantando desde allí dentro aquello de: “como un lamento del alma mía!”.
Y así, con el tiempo, Eliseo se fue metiendo en la música casi sin querer. Él no sabía que iba a ser músico, ni lo tenía claro ni luchaba por ello, simplemente se le daba bien desde pequeño. Pensaba que todo aquello no era más que un pasatiempo para niños como cualquier otro, pero más tarde se daría cuenta de que no, de que los niños no solían jugar a eso.
—Yo llegué a Barcelona en el 64.
—¿Solo?
—No, con la familia.
—¿Y por qué os mudasteis?
—Mi padre era electricista en el aeropuerto de Villanubla de Valladolid y pidió un traslado porque toda su familia estaba ya en Barcelona. Pero resultó que le dieron a elegir entre Barcelona y Sevilla y, claro, mi madre, que era sevillana…
—No le perdonaría en la vida…
—Pues no lo dudes, macho. Incluso después de muerto, a veces se acordaba y decía: “Pues es que claro, nos podíamos haber ido a Sevilla y tal y cual”. Y yo le tenía que decir que aquello era ya agua muy pasada y que había que dejarlo…
Para cuando aterrizó en Barcelona, Eliseo ya había oído hablar de los Beatles. Por eso, al tiempo que empezaba a trabajar y a estudiar en la Escuela Industrial, hizo un conjunto con los colegas, “que era lo que había que hacer por entonces”, un conjunto y no un grupo, o al menos así es como se decía antes. Una noticia de la que Eliseo aún se acordaría años después, aseguraba que en la Barcelona de finales de los 60 había en torno a dos mil conjuntos. Sin embargo, a pesar de la competencia, no faltaban las oportunidades para nadie. Cuando empezaron a funcionar las discotecas y los locales de baile, todas y cada una de aquellas salas, por pequeña que fuese, tenían un conjunto contratado. Aún más, todas y cada una de ellas paraban la música que se pinchaba de vinilos para que actuara el conjunto, que era la atracción principal de la noche.
Ellos empezaron a tocar un poquito por allí y otro poquito por allá, y a Eliseo se le daba bien. Sin querer, era el líder, básicamente porque lo tenía más claro que el resto. Y aún sin tener nada claro, de alguna manera sí que sabía cómo quería hacer las cosas…
—Los Denis. ¡Joder! ¡Y se lo pusimos nosotros! Bueno, también es verdad que aquella era la época de Los: Los Beatles, Los Brincos, Los lo que fuese.
—¿Y por qué Los Denis?
—¡Pues porque no sabíamos cómo llamarnos! No sé… Me acuerdo que el primer profesor de música que tuve, que era ciego, nos decía: “Pues como cantáis y tocáis todos, os podéis llamar Orfinstrumpf”. Y nosotros, por no ofenderle, le decíamos: “¡Ah! Pues no está mal”. Pero claro, al salir de allí, imagínate cómo nos partíamos de risa con aquel horror de nombre. Así que dijimos “Los Denis; pues Los Denis y ya está…”. Después hicimos unas cuantas actuaciones, pero éramos malísimos. Estábamos el guitarra y yo, que más o menos nos defendíamos, pero a los otros, pobrecitos, les venía un poco grande la cosa.
—¿Y tú dices que cantabas?
—Sí, y tocaba la batería.
Una de las cosas que convencieron a Eliseo para dejar Los Denis y entrar en Mi generación fue que “tenían unos equipos de música muy buenos”. Aquello parecía que iba en serio. Les conoció en la peña cultural La Barceloneta, que en realidad era una cooperativa obrera llamada La Fraternitat, la famosa Cope. A Eliseo se le quedaría para siempre grabado en la memoria que aquel era un lugar peligroso, desde aquella vez que, después de una actuación, al bajar del escenario le pusieron una botella rota al cuello porque había estado saliendo con una chica que tenía novio. Le salvó que ella intercedió, porque él simplemente se quedó paralizado y sólo fue capaz de pensar: “¡Ostias, si soy muy joven todavía para morir!”. Tenía 18 años y apenas le estaba subiendo el telón a la Barcelona de los años 70, que destacaba como el escenario más “abierto” que había en España, un esplendoroso amanecer en el que la gente empezaba a despertarse de una larga y fría noche de dictadura.
Por esos días, Eliseo se fue de casa para vivir en un local de ensayo que tenían cerca de la Rambla, que solía ser una zona bastante turbia, con las prostitutas y los tugurios de los marines americanos de la calle Rull. Sobrevivían con un hornillo, comiendo bazofia porque no tenían ni un duro que gastar, y de vez en cuando pasaban por casa de sus madres, que les hinchaban de comida que luego llevaban para todos.
Lo que sí tenían para dar y tomar era tiempo. Y lo explotaron a su manera: Eliseo aún no tenía cumplidos los 21 años cuando Mi Generación ya había grabado su primer LP (vinilo de larga duración, o long play).
Pero aquella vida pronto llegó a su fin. Apenas unos meses después, Eliseo tuvo que irse a hacer la mili, mientras que el resto del grupo aprovechaba para, como muchos otros grupos en Barcelona, “hacer la temporada” en Ibiza. Aquella sería la primera de muchas. Dos en Nito’s, una en San Francisco, otra en Playboy. Eliseo recordaría que fueron al menos cuatro temporadas en cuatro años consecutivos, todas ellas como músicos residentes de aquellas discotecas, durante las cuales cambiaron su vida de estrecheces por una prácticamente de lujo. Se ganaba mucho dinero con las actuaciones, porque eran casi a diario, y por aquel entonces, no era muy caro buscarse un piso con todas las comodidades.
Para cuando Eliseo volvió de la mili coincidió que el grupo al completo se trasladaba a Mallorca. Allí alquilaron un apartamento, nada menos que en el Arenal, donde estuvieron otros seis meses, justo hasta que les volvieron a convocar para una segunda temporada en Ibiza, tras la cual Eliseo ya decidió quedarse. Allí se fue a vivir con su amigo y compañero de Mi Generación, José Valverde, a una casa típica payesa en medio del campo, Can Pep d’en Real, “el sueño de todo hippy”, que diría Valverde. A Ibiza le pasaba en esos años algo parecido que a Barcelona, que era un lugar afortunado donde el muro de la censura ya apenas podía contener las oleadas de nuevos acontecimientos que venían de fuera: la música, la literatura, las drogas, el amor libre. En Can Pep d’en Real no faltaba casi nada de eso.
Pero a Eliseo le ahogaba la isla. No habría podido decir muy bien por qué, pero estar en un sitio en el que allá donde fuese se encontraba agua, un lugar del que, aunque quisiese, no podía salir, le producía una sensación muy extraña. Fue por entonces, recordaría alguna vez Valverde, cuando Eliseo comenzó a manifestar una “creciente inclinación” por la interpretación de jotas tradicionales y la composición de otras nuevas. Era evidente que Eliseo estaba atravesando una época de profundos cambios y Valverde le iba entendiendo cada vez menos.
Y habrían podido estar mucho más tiempo por allí, pero entonces se abrió en Barcelona la Escuela de Música de Vallvidrera, la de Enrique Herrera, la primera filial de Berkeley en España, y Eliseo aprovechó esa ocasión para comunicarles a los chicos que se volvía “tierra adentro” para estudiar más música. Otra versión de la historia revela que, tras la salida del guitarra Paco Fernández y el propio Valverde del grupo, Eliseo no deseaba continuar con Mi Generación si no seguían todos, y que abandonó la formación para ser muy bien acogido en las filas de Blay Tritono y otros proyectos del sello Zeleste. En cualquier caso, de lo que no cabe ninguna duda es que fue a partir de que abandonó Mi Generación que Eliseo dejó de lado el rock para dedicarse a hacer otras músicas diferentes.
—Ya no duramos mucho juntos… Nos separamos en el 76. Recuerdo que la muerte de Franco nos pilló tocando en Santurce. ¡Allí tocábamos muchísimo! Y en Bilbao también hacíamos temporadas muy largas…
—¿Y cómo vivisteis aquel día?
—¡Pues es que casi ni nos enteramos! Nos solíamos despertar muy tarde, porque vivíamos prácticamente de noche. Y cuando nos levantamos, nos dijeron: “¡Eh! ¿No os habéis enterado? ¡Que se ha muerto Franco!”. Y nosotros: “¡Ah! Pues de puta madre, vamos a tomar algo para celebrarlo…”. Pero poco más. Nosotros estábamos metidos de lleno en el mundo de la música, y con eso ya tiene uno para todo.
La llamada movida Zeleste de Barcelona recibía su nombre de la famosa sala de fiestas Zeleste, en la que se celebraban actuaciones de lo más variopinto: flamenco, jazz, rock, salsa, prácticamente de todo, y que contaba con una escudería de grupos que compartían furgoneta y salían juntos de gira de vez en cuando. En aquella Barcelona esplendorosa de los años 70, La Zeleste, ubicada en la calle Platería, en el barrio del Borne, que había sido un cine en su día pero que volvió a abrir como un local de baile para la gente joven, enseguida se puso de moda y se convirtió en uno de los polos de atracción de aquella electrizante movida barcelonesa, que se produjo algunos años antes que la de Madrid y de cuyo caldo de cultivo emergieron algunas formaciones, como la orquesta Platería, con músicos de contrastada experiencia.
Eliseo se tiró de cabeza en aquella sopa primigenia para unirse a un grupo que se llamaba Blay Tritono, formado en torno a un músico catalán de nombre Joan Josep Blay, que se dedicaba a seleccionar temas más o menos tradicionales y pasarlos por el filtro del jazz. Aquella fue la única y breve experiencia de Eliseo como batería de jazz, porque enseguida se dio cuenta de que había que tocar muy bien para seguir aquellos ritmos. Cierto que él había estudiado en el conservatorio, aunque poco, los cinco cursos de solfeo y algo de armonía, pero entonces entendió que tendría que practicar mucho más para poder tocar ese tipo de música.
Por otro lado, no le gustaban las expresiones que le devolvía la gente, que le miraban con un interrogante en la cara, y tampoco esa actitud típica del músico de jazz, como mirando hacia dentro, como pasando de lo que está ahí fuera, a su rollo. Eso no iba con él. Pero Eliseo siempre justificaría que aquel no fue un tiempo perdido del todo, y que le sirvió para darse cuenta de que, en España, el jazz, que él consideraba una música elitista en el sentido de que de ella habría que aprender, no era tan popular como lo podía ser en otras partes del mundo.
Después de aquello, Eliseo no tendría remordimiento en irse con otros grupos de La Zeleste, como La Rondalla de la Costa o, “su grupo”, Sardineta, en los que interpretaban un repertorio con una mayor amplitud de géneros y donde los músicos en una sola noche podían llegar a interpretar desde jotas hasta sevillanas, o disfrazarse cuando llegaba el momento de tocar salsa. Una crítica de septiembre del 79 de Diego A. Manrique en la revista Triunfo describe el primer disco de Sardineta, editado en la más absoluta clandestinidad, como “encantador”, con “una variedad de géneros con raigambre latinoamericana: rumbas flamencas, boleros, habaneras y otras cosas menos clasificables”. Aquellos fueron unos años irrepetibles en los que todo parecía posible. Por aquellos meses se celebraron incluso las Jornadas Libertarias Internacionales organizadas por la CNT (Confederación Nacional del Trabajo), en aquella mítica fiesta en el parque Güell en la que Eliseo también estuvo presente.
—Lo recuerdo como si fuese ahora mismo. Yo estaba cantando y al girarme vi a Ocaña, el famoso José Pérez Ocaña, que luego Ventura Pons le haría una película, con la polla fuera y otro chupándosela en el escenario.
—Te estás quedando conmigo…
—Para nada. Fue así, tal como te lo cuento. Era el 77 ya, en plena apertura, con las primeras elecciones recientes… Eso ahora no es que te metan en la cárcel, es que te matan.
—Pues tal como están las cosas, igual sí que te meterían en la cárcel.
—¡Seguro!, pero entonces no pasó nada. ¡Nada! ¡Todo era Jauja!
La experiencia más reveladora que tuvo Eliseo por aquella época fue la de conocer a Agapito Marazuela. Muchas veces contaría medio en broma medio en serio que abandonó a Paul McCartney, a quien siempre había tenido como un referente, para irse con Agapito Marazuela.
Aquel flechazo musical fue lo más parecido a la historia de una casualidad, la de una cosa que lleva a la otra y así, casi sin saberlo, se encuentra lo que se andaba buscando. Eliseo llevaba algún tiempo colaborando con Maria del Mar Bonet, Marina Rossell y otros artistas que, en cierto modo, empezaban a recuperar y reinterpretar la música tradicional catalana. Por ejemplo, el disco de 1979, Saba de Terrer, de Maria del Mar Bonet, en el que Eliseo contribuyó activamente, estaba lleno de jotas, mateixas y fandangos baleares. Y entre esa incursión en el folclore y que por entonces tocaban salsa, y que cuando iban a ensayar salsa a casa de quien fuera, sólo cantaban flamenco porque les encantaban Camarón y Paco de Lucía, a Eliseo le empezó a picar el gusanillo de escuchar a algunos viejos. Y así fue consiguiendo antiguas grabaciones de campo que le fueron sorprendiendo y atrayendo cada vez más, hasta que en la última época en la que estuvo en Barcelona, por el año 82, descubrió a Agapito Marazuela. Sin embargo, nunca llegarían a encontrarse personalmente, ya que este moriría en Segovia apenas un año después.
Eliseo estaba viviendo en ese tiempo junto con otros músicos en una masía en el Ampurdán, y con ellos se ganaba la vida, y muy bien ganada, tocando en la calle por la Costa Brava. A principios de los 80 la gente aún solía soltar mucho dinero en ese tipo de actuaciones, así que se iban allí a pasar todas las tardes y luego, como no quedaba muy lejos, se podían volver a casa a dormir. Tenían dos yeguas que enganchaban a un carro y se iban montados en él cantando y tocando por los caminos. Llevaban una vida sin prisas ni reglas, una vida sin ataduras.
Para cuando salieron los socialistas en el 82, con Felipe González como presidente, el destino condujo a Eliseo a Madrid de la mano de una oportunísima subvención a un proyecto de animación sociocultural que le concedieron a Marià Albero, uno de sus compañeros de andanzas en el Ampurdán, hermano de quien más tarde sería ministro de Agricultura, Vicente Albero. Les cedieron el albergue de la Casa de Campo como residencia, que era una auténtica mansión de lujo por esos años, pero el proyecto duró apenas seis meses; lo que tardó en acabarse el dinero. Poco después Albero y algunos otros se volverían a Barcelona en busca de nuevas oportunidades, pero Eliseo, que ya había tocado con casi todos los cantautores catalanes, se quedó en Madrid para “ver qué había”. Él siempre consideraría aquello como un retorno a su tierra, a la que abandonó para irse a Barcelona con catorce años recién cumplidos y a la que apenas conocía.
Tras un breve paréntesis en el verano del 83, en el que estuvo viviendo en Cuéllar, donde la familia de uno de sus compañeros en la Casa de Campo les cedió una propiedad que tenían casi abandonada, y donde se dedicaban a tocar por las fiestas de los pueblos, en noviembre de 1983 Eliseo se estableció definitivamente en Madrid. Para entonces, ya se encontraba totalmente cautivado por el hechizo de Agapito Marazuela y a lo único a lo que de verdad quería dedicarse era a hacer música tradicional, aunque aún tuvo que estar algún tiempo de mercenario, acompañando a otros cantantes para ganarse la vida.
Pero en el 89, después de dar tantas vueltas, Eliseo conoció finalmente al académico José Manuel Fraile, un gran estudioso del romancero, que se convertiría en su mentor, su maestro, su mejor amigo, y que le acabó de convencer para llevar a cabo su propio trabajo de campo. Juntos, se dedicarían a esa labor durante prácticamente una década, la de los años 90, y aquella experiencia le cambiaría la vida a Eliseo para siempre.
II.
Es un sábado radiante de finales de febrero y parece que la primavera tiene prisa por llegar. La mañana ha sido fresca, pero acercándose el mediodía el ambiente se ha ido entibiando y, a esa hora, al sol hace incluso calor. Un rumor suave y constante de agua descubre la existencia de un pequeño arroyo que discurre cercano, y las mimosas, que han estallado al unísono en nubes de delicadas flores amarillas, mezclan su dulce aroma con el amargo de los pinos y juntos se dispersan por todo el lugar. El pico Almanzor, con su cumbre nevada, se yergue imponente y protector a nuestras espaldas cuando enfilamos el portón de entrada a la propiedad, mientras los pájaros le ponen la banda sonora a toda esta escena con su rica sinfonía de cantos y piares.
Antes, desde una curva del camino por el que veníamos, se podía ver claramente que la casa contaba con tres pisos, pero ahora en el umbral sólo es posible distinguir el último de ellos. Ahí es donde Eliseo ha habilitado su vivienda principal, que aparenta ser una simple casita baja con un amplio porche y con la leña aún apilada al lado de la puerta. De la chimenea asciende un humo ligero que huele a encina y evoca a pueblo, aunque la villa de Candeleda, que dista apenas unos pocos kilómetros del paraje en el que nos encontramos, no es, como ya sabemos, el lugar en el que nació Eliseo; allí no quiso volver, a pesar de que aún se mantenía en pie la casa de sus padres, porque no le gustaba el ambiente “de castellanos viejos y secos” que se respiraba. Le ahogaba, como años antes vivir en una isla.
De este sitio le habló una amiga hace ya algún tiempo, cuando Eliseo buscaba un lugar en el que asentarse y donde poder compaginar su sueño de juventud de vivir en el campo con su a veces frenética actividad musical, casi siempre ligada a Madrid, de donde le separan poco más de dos horas de coche. Una de las cosas que finalmente le hicieron decidirse por esta propiedad y no otra fue la fantástica terraza que se caldea al sol al lado de la casa, cubierta por una pérgola que sustenta una vieja y gigantesca glicinia que extiende sus tentáculos vegetales, ahora desnudos, por toda la estructura. Debajo de ella, una gran mesa con las patas de hierro y la encimera de vidrio y unas pesadas sillas pintadas de blanco invitan sin remedio al disfrute, a la comida y a la bebida, a la charla.
Por una escalera de hormigón y baldosas gastada por el uso y la intemperie, que discurre encajada entre una de las paredes del edificio y la verja de la frondosa propiedad vecina, se puede bajar a los pisos inferiores, que se esconden detrás del terraplén sobre el que se levantó la edificación hace ya algunas décadas. En el piso intermedio hay otra vivienda completamente acondicionada que Eliseo abre cuando tiene invitados, y que de continuo alberga su profusa colección de instrumentos antiguos y artesanales. Decenas de panderos y panderetas cuelgan de las paredes, así como guitarras, laúdes, castañuelas y otros muchos recuerdos de épocas pasadas o de viajes a lugares remotos.
En el piso más bajo está el estudio de grabación, en el que hoy reina una jovial animación y del que a ratos se escapan risas y la música y las letras de diversas canciones tradicionales. Durante todo el fin de semana, el grupo abulense Trebejo, formado por tres chicas y dos chicos, algunos de ellos muy jóvenes, está haciendo realidad precisamente allí el anhelo de grabar su primer trabajo discográfico. Se presentaron con sus mochilas, sus instrumentos y varias cestas repletas de comida para no tener que perder tiempo cocinando. Eliseo, al que conocieron previamente en un curso de músicas tradicionales en Ciudad Rodrigo, se ofreció a guiarles y ayudarles en esa tarea, para la que apenas contaban con los dos mil euros con los que les obsequiaron al ganar, en 2015, el primer premio del concurso para el fomento de músicas de raíz en la localidad de Villalar de los Comuneros. Muy pocos hubiesen aceptado el encargo con un presupuesto tan ajustado, y aún menos si hubiesen tenido que disponer su casa para realizarlo, pero está claro que no es por el dinero por lo que Eliseo siente predilección.
Aunque quizás sí por las telas. Las coleccionaba desde hacía mucho tiempo y cuando montó el estudio las puso todas dentro, hasta el telón de un teatro. Hacen marcado contraste con la batería de metacrilato de los años 70 que Eliseo aún conserva en uno de los rincones de la sala. E insonorizan su transparente retumbar.
—Una de las cosas que he descubierto con la música tradicional es el conocimiento de mi pueblo y, por tanto, el conocimiento de mí mismo y de la herencia genética que nos han legado nuestros antepasados. Eso es algo a lo que no le daba importancia en otra época, porque estaba en otro rollo, pero cuando tomé conciencia de ello creo que fue algo que supuso un giro trascendental en mi vida. Por supuesto, en ese cambio influyó mucho el trabajo de campo que estábamos haciendo; el hecho de ver a la gente en sus casas, y que cada cual nos explicase sus experiencias y su manera de vivir, nos aportó una perspectiva que quizás para mí fue lo más interesante de la labor que hicimos, casi más que los cantares que pudimos recopilar. Y es que en lo que nos contaban y en lo que entrevimos de la existencia que llevaban, una vida tradicional que, en definitiva, había funcionado muchísimo más tiempo que la que hemos llevado en los últimos setenta u ochenta años. Nos dimos cuenta de que hasta hace bien poco se vivía, no voy a decir que como en la Edad Media, pero casi. Era una vida totalmente empírica, muy experimentada y, aunque está claro que tenía sus defectos y limitaciones, también es cierto que no había tantas crisis personales como hay ahora.
—¿Crees que ahora se está realmente produciendo lo que se ha venido a definir como “una vuelta a las raíces”?
—Yo creo que sí… Espero que sí, que haya una vuelta a la raíz, a los orígenes, porque para mí se han perdido los valores auténticos en pos de unos falsos y, en definitiva, vacíos. Se puede ver incluso en los medios de comunicación, que cada vez hay más gente que desconfía del modelo que se nos quiere vender… En mi opinión, todo se debe a que desde Estados Unidos, que manda en el mundo descaradamente mientras los demás obedecen, los políticos los primeros y el resto del personal después, existe una campaña feroz por imponer un estilo de vida determinado a costa de destruir el resto… Sí, creo que hay un retorno, y cada vez veo a más gente joven que se cansa de todo eso y se marcha al campo. Puede que en esas nuevas condiciones malvivan económicamente, pero al mismo tiempo ganan mucho en lo que respecta a la calidad de vida, al descanso, a una alimentación saludable, etcétera. ¡Y es una manera de vivir que encima es más barata! Está claro que hay algo que estamos haciendo mal, pero, claro, primero hay que darse cuenta de ello, abrir los ojos.
—Pero siempre se dependerá en cierto modo de que haya una ciudad cerca para hacer determinadas cosas, aunque sólo sea para encontrarse con la gente que se queda en ella…
—Eso es porque nuestro oficio viene de allí. Está claro que como músico yo ahora no sería capaz de ganarme la vida en el campo, pero si adoptase otro estilo de vida sí que podría. Por ejemplo, el chico que viene a limpiar la finca es un chaval joven, con pareja y dos hijos, y viven casi como vivían nuestros antepasados. No sé lo que harían antes, pero ahora tienen cochinos, cabras, gallinas, un huerto y él hace algunos apaños. Y son felices. Ese chico me gusta, porque además siempre intenta hacer las cosas bien y no se marcha de aquí hasta que las termina…
—Ahora que lo mencionas, ¿ese no crees que es uno de los valores que se están perdiendo, el de hacer las cosas bien?
—Sí, totalmente, y eso creo que también es un síntoma de la época en la que vivimos. Antiguamente las cosas no eran así, había que hacer las cosas bien para que duraran. Pero ahora, ya sabes, el típico chapuzas que dice que si las cosas duran mucho se va a acabar el trabajo, o que es mejor dejar las cosas a medias para que luego la gente vuelva a llamar para arreglarlas. ¡Mentira! ¡Nadie te va a volver a llamar a ti, que lo has hecho mal! Esa una manera de pensar que da pena. ¡Hay que hacer las cosas bien siempre! ¡Hagas lo que hagas! ¡Si lo haces bien, siempre tendrás trabajo!
El día que el camino de Eliseo se cruzó con el de José Manuel Fraile este ya era ciego. Perdió la vista con 29 años. Sin embargo eso nunca supuso ningún obstáculo durante sus expediciones en busca de romances tradicionales. Eliseo le cogía del brazo desde el coche hasta la casa que fuesen a visitar, llamaban a la puerta, explicaban el motivo por el que estaban allí y, si les invitaban a pasar, se sentaban y grababan todo lo que ocurría.
Eliseo recordaría que él había empezado a interesarse por el trabajo de campo después de escuchar varias grabaciones de mujeres en Cantabria cantando y tocando la pandereta. Como percusionista, aquello le tuvo bastante tiempo fascinado, porque no era capaz de entender cómo aquellas mujeres sin apenas formación musical, muchas de ellas analfabetas, podían tocar la pandereta de aquella manera, y encima cantando a la vez. A la mayoría de aquellas mujeres las llegaron a conocer algún tiempo después, en sus múltiples viajes por Cantabria, y todas resultaron ser unos “personajes impresionantes” por las historias que les contaban, muchas de las cuales les llegaron a parecer “increíbles”.
Pero además de en Cantabria estuvieron en Asturias, Castilla y León, Castilla La Mancha, Andalucía y Murcia. También en Canarias y muy poco en Extremadura. Y en Valencia, sólo en la zona castellano hablante, la de Requena y Utiel. Lo que no exploraron fue Cataluña, el País Vasco y Galicia, ya que consideraron que su eventual tarea compiladora no era allí necesaria, al contar con sus propios y numerosos recopiladores.
Cuando empezaron con sus viajes de manera más asidua, Eliseo no tardaría en darse cuenta, a pesar de no ser aún ningún experto en la materia, de que cada región que visitaban tenía su propia idiosincrasia en lo concerniente a la música tradicional. Eso es algo que a Eliseo siempre le sorprendería muchísimo, que un país relativamente pequeño como España pudiese albergar esa riqueza y esa variedad musical tan grande. Puede que tuviese mucho que ver con su propia heterogeneidad natural, al ser uno de los países más biodiversos del mundo, y con el hecho de que hubiese gente viviendo en alta montaña y en desiertos, en vergeles y bosques de todo tipo o al lado del mar.
Otro factor singular que asombraría a Eliseo durante su deambular polifónico con Fraile fue que se encontraron con muy pocos hombres en relación al número de mujeres que conocieron. Con el tiempo eso le llevaría a pensar que la tradición siempre había estado en manos de las mujeres por naturaleza. Quizás por el hecho de dar a luz a los hijos, de soportar sobre sus hombros la responsabilidad de traer a la gente a este mundo, la mujer se había venido acordando de muchas más canciones que el hombre, como por ejemplo las nanas, que formaban parte de un repertorio básicamente femenino, o las de los juegos infantiles. Pero muchas de aquellas mujeres se sabían incluso los repertorios de los hombres, con sus cantes de trabajo y hasta lo que cantaban los quintos del pueblo. Para Fraile, que las mujeres fuesen las depositarias de tal patrimonio literario se debía más bien a su actitud, “mucho más abierta y curiosa, que permitía con facilidad el establecimiento del contacto con lo desconocido”. Y por otro lado, porque “la Sección Femenina de la Falange también forzó el alejamiento del hombre de las manifestaciones poético-musicales de las pequeñas comunidades en la España rural” de aquella época.
Tuvieron que dedicarle bastante tiempo y visitar varias veces a cada una de aquellas mujeres para “sacarles bien el jugo” a lo que sabían, en primer lugar, porque se cantaba mucho: la música estaba presente en todos los momentos de la vida y eso había dado lugar a una enormidad de romances, y después, porque algunas mujeres se iban acordando de los cantes de a poquitos. Les decían: “Bueno, pues mañana venimos otra vez. Y acuérdese de tales cantes y de aquellos otros”.
Y así es como fueron realizando su labor de recuperación de canciones tradicionales, casa tras casa, pueblo tras pueblo. Lo idóneo para ellos era ir por recomendación de algún conocido común, porque eso les solía “abrir más la puerta”, pero algunas veces también iban “a tumba abierta”, visitando algún pueblo determinado, llamando en alguna puerta y diciendo: “Mire, que venimos recogiendo cantares antiguos y esto y lo otro…”. Nunca vieron nada raro, ni fueron despedidos “con cajas destempladas” de ningún sitio. Muchas veces simplemente les decían: “Pues yo no, pero llamen ustedes en aquella casa, que aquella señora sé que canta”. Solo tuvieron malas experiencias en un par de ocasiones, pero el resto de veces la disposición de la gente fue extraordinaria. Para aquellas mujeres lo que ellos estaban haciendo tenía un valor sentimental incalculable, porque las canciones habían sido el acompañamiento de su vida, y que alguien les diese entonces esa misma importancia les producía una satisfacción enorme. Le daba significado a su existencia.
Hoy en día ya se reconoce y se respeta la relevancia de este legado de manera generalizada, pero en aquellos años había una suerte de menosprecio por todo lo que venía del medio rural. Eliseo nunca olvidaría cómo, ya bien entrados los años 80, durante un concierto callejero en las fiestas de Malasaña con Mosaico, que era el grupo que había formado en Madrid para reinterpretar temas tradicionales, pero que contaba con sintetizador, batería, guitarra eléctrica y otros instrumentos que no tenían nada de folclórico, unos asistentes entre el público les gritaron: “¡Idos al pueblo!”. No es que fuese lo normal, pero la escena le serviría a Eliseo para hacerse una idea de hasta qué punto tendría que luchar para vencer aquel rechazo.
—Eso que cuentas del mantenimiento de la tradición por parte de las mujeres no deja en muy buen lugar a los hombres…
—Supongo que es porque ellos tenían otra misión en la vida. No me he puesto tampoco a analizar ese asunto, pero sí, a la larga creo que es porque las mujeres comparten más que los hombres su punto de vista sobre lo que les pasa. Están más abiertas a intercambiar pareceres. Es verdad que cuando sale un hombre bueno, suele ocurrir que sabe mucho, pero predominan las mujeres. El hombre va un poco más a su bola.
—Que le dejen en paz, ¿no?
—Sí, también. Lo típico de “¡Bah! A mí déjame con eso”. Y por esa razón, básicamente, nos encontrábamos sólo con mujeres. La mujer es la heroína sin duda alguna. Luego, cuando lees y ves lo que pasa en el mundo, te das cuenta de que siempre lo ha sido. Y en el reino animal ocurre lo mismo: los elefantes son matriarcales, en los felinos son las hembras las que se encargan de la caza… En definitiva, es un género muy preparado para la supervivencia.
Isidra Camacho era pobre, pobrísima. Pobre de solemnidad. Vivió toda su vida en una cueva en Estremera de Tajo, en el extremo oriental de la Comunidad de Madrid. En esa zona, aunque ya hay muchas que están cerradas, aún siguen quedando algunas cuevas y gente que vive en ellas, como en Guadix o en Baza. Podría decirse sin temor a equivocarse que el testimonio de Isidra Camacho sería uno de los que más impresionaría a Eliseo de todo el tiempo que duró su trabajo de campo. Solía coincidir: las mujeres que tenían mucho que contar normalmente eran las mejores informantes, que es como se denominaba a las que cantaban mucho, a las que tenían un gran repertorio. Isidra Camacho contaba que su familia había sido comunista y que su abuelo estaba preso en el penal de Ocaña por ese motivo. Con once años se iba ella a visitarle desde el pueblo, porque ningún otro familiar se atrevía a hacerlo por temor a represalias. “Yo salía sin nada de casa y cuando llegaba a Ocaña le tenía un hatillo a mi abuelo con todo lo que había recogido por el camino”. Qué se le puede decir a quien, con once años, salía de su casa con las manos en los bolsillos y llegaba con una bolsa llena de comida para su abuelo que estaba en la cárcel. ¡Con once años! Entonces era cuando Eliseo se daba cuenta del tipo de vida que se vivía antes y de lo poco que se parecía a la que él conocía. “¿Y de qué coño se queja la gente de ahora?”, se preguntaba.
—¿Con qué canción te quedarías y por qué?
—Hay tantas…
—Si te dijese: Eliseo, por favor, cántame una canción. ¿Cuál elegirías?
—Supongo que cantaría una a capela, solo la voz, que creo que tuvo que ser el primer instrumento de la Historia. Pero no sé, después de saberme tantas canciones, ahora no sabría decir cuál. No es una pregunta que pueda responder, porque tendría que elegir por lo menos cien.
La Remedios debía ser de Aliste. Era de Zamora seguro, pero apenas ya nadie recuerda con precisión si era de Sayago o de Aliste. Decididamente debía ser de Aliste, porque Aliste está en una zona muy montañosa y la Remedios contaba que cuando iban a hacer “la siega del pan”, de la que obtenían la harina para el resto del año, como no podían meter aperos de labranza en el erial donde amontonaban la segada, en lugar de utilizar a los animales para trillar y separar el grano de la paja, lo hacían los hombres a mano. Para ello utilizaban un palo muy largo enganchado a una argolla y otro más corto al mismo tiempo, y mientras con este iban haciendo los montones, con el otro los golpeaban; ponían y golpeaban, en una cadencia, poner, golpear, poner, golpear, uno enfrente de otro. La Remedios explicaba que cuando iban a segar, porque a eso y a otras muchas cosas iban hombres y mujeres por igual, las mujeres que mejor cantaban, y la Remedios era una de ellas, se ponían delante y los hombres detrás, y todos iban atando las gavillas. “La que tenía niño de teta se lo llevaba y lo dejaba colgadito a la sombra de un árbol, que en verano el calor era tremendo, para darle de mamar cuando le tocaba. Entonces, íbamos cantando, y teníamos una tonada para por la mañana, otra más para después de almorzar, para no dormirnos, y otra para por la tarde, porque como había que aprovechar, se trabajaba de sol a sol. Las de delante, las que mejor lo hacíamos, íbamos cantando y el resto, detrás, iban haciendo los coros… ¡Y todavía volvíamos a casa cantando!”. Se tiraban todo el día cantando, incluso encima del carro que les llevaba de vuelta al pueblo. Eliseo nunca podría olvidar la impresión que le produjo la vez en la que le preguntó si no se cansaban de cantar y ella le miró de aquella manera tan extraña, como diciendo: “Este hombre no tiene ni idea”. Para ella era tan sencillo como que si no se cantaba no se podía trabajar, porque no había nada más que aliviara la carga del trabajo.
—¿A quién crees que se debería recordar?
—¿Musicalmente hablando?
—Sí
—Pues a mí me parece que deberíamos simplemente recordar más, antes de ponernos escuchar lo último que ha salido. Yo, que he vivido el esplendor de los 60 y los 70 en la música en el mundo, creo que no hay comparación posible con la que se hace ahora. Y eso te lo puede decir cualquier músico. Primero, en los 60, en Inglaterra, y después, en los 70, en Estados Unidos. De ahí ha salido lo más grande que ha dado la música moderna. De hecho, si ahora sale algún grupo que valga la pena, estoy seguro de que está haciendo revival de todo aquello. ¿Por qué existen grupos de revival ahora mismo? Pues porque unos Beatles ya no van a poder existir nunca más.
—Eso es casi como decir que el ser humano no tiene futuro, que no va a saber aprender de sus errores y evolucionar o superarse a sí mismo.
—Sí, lo que pasa es que todo eso no nos sirve de nada. Llevamos aquí dos mil años desde Jesucristo, y quién sabe cuántos años antes, y seguimos cometiendo los mismos errores, matando a la gente en guerras por intereses, que no es por otra cosa. No es para tener mucha fe, la verdad. A veces me lo planteo y, aunque creo que se me nota que soy un optimista, pienso que no ha servido de nada. Toda la evolución, toda la historia del ser humano ¡es una repetición de las mismas cagadas! ¡Todo el tiempo! Antes con arcos y con flechas y ahora con cañones y drones, pero en el fondo es lo mismo. Creo que llegará un momento en el que la humanidad se dará cuenta de que así no se puede seguir.
—¿Y crees que el hecho de que la música no haya evolucionado, si defiendes que el punto más álgido de la música se dio en los años 60 y 70, se debe a que la sociedad está cada vez más idiotizada y menos educada, a que la sociedad a fin de cuentas es menos exigente?
—Claro, es eso simplemente. Sí que hay una evolución, pero una evolución que sería más bien una involución. Primero, porque el espíritu con el que se crean las cosas ahora es el de hacer dinero, no el de hacer arte. Está claro que no se puede generalizar, porque hay gente que hace las cosas muy bien en todo el mundo, gente con talento, pero muchos de ellos son grandes músicos que para sobrevivir tienen que acompañar a malos cantantes porque son famosos. Si ese talento se pudiese dedicar en exclusiva a la creación, seguro que habría otros Beatles. ¡Habría de todo! Pero es lo que hay; no es que tengamos que entristecernos por ello, sino aceptar las cosas tal como son y ya está. Es decir, no se pueden cantar cantes de siega y de trilla, porque ahora se siega y se trilla dentro de una cabina con aire acondicionado y altavoces en estéreo. ¿Cómo vas a cantar, si vas subido en un aparato grandísimo escuchando música? Así no se puede cantar. ¿Es así? Pues es así y se acabó. Y yo no me voy a dar cabezazos contra la pared por eso. Es otra época, otra etapa de la Historia, pero eso no quita para que se pueda apreciar lo que se hacía antes.
Del folclore que defienden los puristas no se tienen pruebas más allá de los cien, a lo sumo ciento cincuenta años, así que para Eliseo sería absurdo proteger algo que “no se sabe cómo era siglos antes”. Por poner un ejemplo, no es posible que las seguidillas en el siglo XVI fuesen como son ahora, básicamente porque con el tiempo han ido evolucionando e incorporando muchos elementos y matices que han dado lugar a las que conocemos hoy en día.
De hecho, algo de lo que Eliseo también se daría cuenta cuando realizaron su trabajo de recuperación de cantares, que Fraile llevó en paralelo con una singular labor arqueológica, fue que cuanto más profundizaban en un tema en concreto, en el origen de un determinado romance, por ejemplo, más se perdía. Cuanto más ahondaban en sus raíces, más se diversificaban y más difícil era para ellos asegurar que aquello había sido así, de aquella manera, en aquel sitio en concreto. Eliseo llegaría al convencimiento, también ampliamente aceptado en el entorno académico, de que la lírica tradicional tenía que tener un autor primario: no era que el pueblo entero se sentara en una mesa que ponían en la plaza y en la que se invitaba a todo el mundo a escribir alguna canción, sino que era una persona que tenía ese don quien lo escribía y lo cantaba, y después la gente se lo aprendía. Al final permanecía lo que aportaba algo a la gente, lo que removía su conciencia, y más tarde era el tiempo el encargado de limarlo y pulirlo. En una cuarteta de un romance tradicional hay una condensación de pensamiento tan grande que resultaría casi imposible volver a encontrarla en las cuatro líneas de cualquier canción moderna. Al menos aquella sería la opinión que defendería Eliseo desde entonces, quien ya se había encontrado las mismas estructuras en el flamenco, con el que empezó antes de dedicarse a la música tradicional, y que después descubriría por doquier, repitiéndose todo el tiempo y en todos lados, básicamente porque “no hay poeta que supere esa variedad y condensación de pensamiento, de espíritu y de filosofía”. Y es por eso por lo que Eliseo habría de aconsejar a los músicos al comienzo de su carrera que, antes de componer una canción, leyesen primero a Miguel Hernández o a Federico García Lorca, y que aprendiesen también a utilizar el recurso de la lírica tradicional, porque para él esta muestra la misma altura de miras que la de aquellos trovadores irrepetibles, o incluso más.
—¿Y de qué fuentes bebes tú?
—Siempre me ha gustado escuchar todo tipo de música, aunque está claro que hay épocas en las que uno se decanta más hacia un tipo de música que hacia otro. Recuerdo mi época de la salsa; la escuchaba prácticamente las 24 horas del día. Ahora pongo la radio por internet, músicas del mundo, porque me gusta escuchar lo que se hace en otros sitios, en Nepal, en Uruguay, en Italia. Podría decir que ahora escucho menos música clásica, pero la verdad es que la tengo puesta siempre en el coche, porque es la única con la que puedo conducir, porque me relaja. Y sigo oyendo a los viejos, porque la fuente está ahí. Yo sé que es duro para un chaval joven escuchar a una señora cantando con una sartén como fondo rítmico, pero claro, cuando te dedicas a la música, te das cuenta que ahí está todo lo que tiene que estar, todos los matices, todas esas extensiones de voz.
—¿Y qué países de lo que has visitado te han marcado más por su música tradicional?
—Pues de América, Brasil y Cuba, sin duda. Y Argentina también. Ojo con Argentina, que yo no sabía que tuviese tanto folclore, tanta música tradicional y tanto buen músico dedicado a ello. Allí están muy bien considerados y un músico con una guitarra llena los teatros. De África sólo conozco el norte, Marruecos, Túnez, Argelia, pero la música gnawa, de Marruecos, me parece muy potente y, de hecho, es la música que se usa para llegar al trance. Hemos tenido nuestras sesiones en Marrakech con algunos de esos músicos y me han encantado. Pero sobre todo la India. La India me dejo impresionado, y eso que estuvimos muy poquito tiempo. Pero es que allí uno se sienta en una terraza y se queda permanentemente asombrado de lo que ve. Y los músicos son excepcionales. Tengo la teoría de que no hay en el mundo una música tradicional de tanta calidad técnica como la india, y que esto quizás sea porque no han dejado de hacerla en ningún momento. Después de siglos y siglos han llegado a un nivel técnico descomunal. Y la voz; cuando fui a la India y escuché cantar por primera vez me preguntaba si de verdad aquello se podía hacer con la voz. Es impresionante. Y además es un país en el que la música se tiene en muy alta consideración. Me acuerdo de un detalle, de cuando llegamos al aeropuerto de Nueva Delhi y estábamos en la lentísima cola para pasar el control de los pasaportes, que cuando me llegó el turno y vieron que mi ocupación profesional era la de músico, no me detuvieron ni un segundo. “¡Ah! Músico. Pasa”. Y bueno, en Europa hay buenos músicos y malos músicos, como ya vemos que ocurre en España. Pero me falta Oceanía.
—¿Y cuál de las que has escuchado se parece más a la española?
—Pues a veces te encuentras con sorpresas. Hay un valle en no sé qué comarca de Japón, que hacen una música que es asombrosamente parecida a la nuestra. Y de Senegal he escuchado grabaciones que también…
III.
La tarde se nos ha echado encima. La luz se ha vuelto difusa y un viento que aún viste con ropas de invierno viene a pasearse por la terraza para recordarnos que, a pesar del engañoso sol, apenas estamos a finales de febrero. El café sobre la mesa hace rato que se ha quedado frío y me doy cuenta que las últimas notas en mi cuaderno se han ido apretujando unas contra otras como queriendo darse calor ante la llegada de la noche. La charla ha ido languideciendo poco a poco, como la lumbre en el hogar, y ya solo quedan algunos rescoldos encendidos que sin embargo servirán para avivar las conversaciones de la cena. Es la hora de recogerse y echar cuentas de lo que ha dado de sí el día.
Eliseo apura las últimas ascuas para dejar claro que su misión como músico ha sido la de rescatar el folclore, pero que como intérprete ha sido la de darlo a conocer de otra manera. Él nunca ha pretendido cantar como los viejos, primero, porque no puede, y segundo, porque no debe. Su historia ha sido muy diferente a la de quien, por ejemplo, se ha dedicado toda la vida a tocar la dulzaina en las fiestas de su pueblo, y él se ha sentido en la obligación de incorporar otras ideas. Su intención primordial siempre ha sido la de “hacer recreación del folclore para mantenerlo vivo”, la de aportar a los cantares todo lo que ha ido metiendo en la mochila que lleva a cuestas; el rock, el jazz, la salsa, el flamenco. Él viene “del otro lado” y, por eso, cree que lo que tiene que ofrecer, con su formación musical y el amor por todo aquello que ha aprendido después, es algo que la gente, al oírlo, diga precisamente lo que muchos le dicen: “¡Me encanta! ¡Suena como antiguo pero moderno a la vez!”.
Ahora Eliseo tiene intención de retomar sus temas propios. Justifica que había dejado de hacerlos, porque le interesaba más mostrar la riqueza tan grande que nos han legado nuestros antepasados, pero quiere ser él mismo otra vez. No es que hubiese dejado de serlo, pero en estos momentos vuelve a sentir la necesidad de aportar algo suyo personal, sobre todo en la parte musical, con la que se encuentra más cómodo. Y es que a la hora de hacer una canción, escribir las letras es lo que más respeto le da, porque cree que para hacer algo que valga la pena hay que ir más allá de la receta que funciona, cree que para hacer algo que trascienda hay que dar que pensar. “Yo voy haciendo. Luego, la fórmula, la aciertas o no”.
Los hits olvidados
Los hits olvidados pretende ser un viaje. Muchos viajes en uno, en realidad. Y la travesía no será únicamente geográfica, sino también temporal. En algunos aspectos parece haberse convertido en una carrera contra el reloj, ya que su objetivo es el de ahondar en la memoria de aquellos que, con su mera existencia, mantienen el recuerdo de muchas de las tradiciones musicales que, poco a poco, van perdiéndose entre la niebla del olvido. Por esa razón, merecen la más respetuosa de las atenciones como los últimos portadores de acervo cultural, ya que, además, casi ninguno de ellos tiene en su entorno familiar continuadores de su estirpe, y, en el caso de tenerlos, son ya meros repetidores de un patrimonio que, por falta del entorno necesario, ya no se recrea, simplemente se repite, o, como diría alguna vez el estudioso José Manuel Fraile, “se desdibuja, que es peor”.
Esteban G. R. Luna (Madrid, 1979) es científico de vocación periodística. Educado en la Institución Libre de Enseñanza, se formó como ingeniero de montes, más tarde se doctoró en ciencias agrarias y, ya exhausto, realizó el máster de periodismo de El País. Por todo ello, teme haberse convertido en una especie en vías de extinción. Además de en el CSIC, el INIA y la Universidad de La Rioja, ha trabajado en la delegación gallega de El País y en la sección de opinión de Cinco Días, periódico con el que aún colabora esporádicamente. En FronteraD ha publicado, entre otros, Alexander von Humboldt y de cómo el ser humano ha perdido de vista la naturaleza, ¿Pensando con las tripas? La inauditas relaciones entre la microbiota intestinal y el cerebro, Un universo propio. Vivir el cosmos más allá de la ciencia y Miguel Belló, el navegante del Sistema Solar. O el viaje alucinante de la nave ‘Rosetta’, y mantiene el blog Por ciencia infusa. En Twitter: @egr_luna