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VideotecaElla y él

Ella y él


Pararon el autocar en medio del campo, a varios kilómetros de Taxco, en México, en una curva donde no había nada más que un paisaje ceniciento bajo un cielo gris. Eran un hombre y una mujer de unos treinta años, ya casi rozando los cuarenta. ¿De dónde habían salido? Imposible saberlo. Hicieron señas al chófer desde el arcén y éste frenó y abrió la puerta. Otro chófer tal vez hubiera pasado de largo, pero aquella pareja tuvo suerte. Había poco tráfico en la carretera y el chófer debía de estar de buen humor. El autocar de «La Estrella de Oro» iba a Acapulco, con una sola parada en Chilpancingo, a unos cien kilómetros de allí.

 

La pareja subió, pagó sus billetes y colocó las mochilas en el portaequipajes. Suspiraron de alivio al dejarse caer sobre sus asientos. Durante un rato no dijeron nada. Luego se pusieron a conversar en voz muy baja. Logré oír que hablaban en francés.

 

En Chilpancingo hubo una parada de media hora. Era domingo por la mañana y la ciudad estaba dormida, o al menos la parte de la ciudad que rodeaba la estación de autobuses. Había un hombre tendido en medio de la calle, tal vez borracho, tal vez inconsciente a causa de una caída o de un golpe en una pelea. Nadie le dio la más mínima importancia. Los pocos transeúntes que se veían en la calle se apartaban unos pasos del hombre caído y seguían su camino. La pareja de franceses se acercó con prudencia al hombre, lo miró un segundo y luego regresó al autocar. El hombre miraba a la mujer con una expresión de impotencia. «Nada que hacer».

 

Era alto, delgado e iba vestido de negro. Ella era más bajita, llevaba el pelo corto y tenía las caderas anchas. En el autocar me gustaba ver cómo ella apoyaba la cabeza en el hombro de él y se quedaba dormida. Él la miraba un rato, con atención, como si se preguntara qué era lo que aquella mujer necesitaba en aquel mismo instante, cuando su mente quizá estaba vagando por el río en el que se había bañado de niña, o regresaba al puerto de mar que ahora ya no existía o se había convertido en un vertedero. Y luego el hombre bajaba la cortinilla de la ventana, para que el sol no diera en la cara de la mujer y le interrumpiera el sueño. Después, con mucho cuidado, apoyaba la cabeza de la mujer contra una chaqueta que había colocado entre el cristal y la ventanilla, para protegerla de los vaivenes y de los golpes. Luego le quitaba del regazo las gafas de sol y le sacudía las migas de los tamales envueltos en una servilleta que acababan de comerse. Al ver a aquel hombre, envidié ser como él.

 

Al cabo de una hora de viaje, noté que estaba leyendo un libro. Me intrigó averiguar qué libro era. Alargué el cuello hasta que distinguí las letras del título. Era Au-dessous du volcan, la edición francesa de Bajo el volcán. Yo lo había leído cuatro o cinco años antes, en Palma, en un piso de la calle Juan Luis Estelrich. Mientras lo leía, se oían los gritos de los niños que jugaban en el patio de un colegio vecino. Poco a poco, yo también me quedé dormido en el autocar.

 

En Acapulco acababa de pasar una tormenta tropical. La estación estaba llena de gente que gritaba y discutía, intentando subirse a los escasos autobuses que tenían sitio libre. La pareja de franceses se perdió cuesta arriba, hacia la parte menos turística de la ciudad, donde vivía la gente que trabajaba en los bares y en los hoteles. A ambos lados de la cuesta había árboles arrancados de cuajo y muros destruidos. Él llevaba la novela en la mano. Ella lo cogió de la otra mano. Vi sus grandes mochilas y sus piernas haciendo esfuerzos por subir la cuesta embarrada, y en medio de la algarabía de la estación, en medio de los gritos y de los empujones y los insultos, aquella pareja cogida de la mano consiguió trasmitirme una reconfortante sensación de paz. «Nada que hacer» ahora ya no era una mirada de resignación ni de impotencia, sino de conformidad. «Todo está bien».

 

Volví a ver a la pareja en una playa de Puerto Escondido, en Oaxaca, cuatrocientos kilómetros más al sur. Estaban en una playa donde había muy poca gente, sólo cuatro o cinco chicas italianas que estaban mirando cómo un grupo de surfistas americanos se internaba mar adentro, remando boca abajo sobre sus tablas de surf. Los grandes cactus candelabro cubrían las laderas de un barranco y casi llegaban a la orilla de la playa.

 

Me acerqué a la pareja. Él estaba de espaldas a mí, con el codo apoyado en la arena y el libro abierto en la otra mano. Ella estaba tumbada boca arriba y tenía los ojos cerrados. Pero no dormía, porque él le leía en voz baja. Pasé muy cerca de ellos, pero ninguno se movió ni alzó la vista, y aunque lo hubieran hecho, estoy seguro de que no me hubieran reconocido. Oí la voz del hombre, grave, sonora, lenta como el zumbido de un abejorro. Estaba leyendo el capítulo final del cónsul Firmin, cuando está en la cantina El Farolito, en Parián, aquel Día de los Difuntos de 1938 que es el último día de su vida.

 

No volví a verlos. No los vi en la playa Zicatela, ni en Puerto Ángel, ni en los chiringuitos donde comíamos ceviche de camarones y pescado a la brasa por unos pocos pesos. Quizá se quedaron en Puerto Escondido cuando yo me fui. O quizá se fueron antes que yo. No lo sé. Desaparecieron, sin más, igual que habían aparecido en una curva del camino, a unos cuantos kilómetros de Taxco, en una curva donde no había nada más que un paisaje ceniciento bajo un cielo gris.

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