La mirada oblicua, la sonrisa casi vertical y la pitillera esmaltada con (mal) tabaco negro. Esos gemelos refulgentes, sin herrumbres, que cierran el precinto de un traje de tres piezas, incluyendo sombrero de fedora y corbata con afiche. Le Monde en la guantera, medio Gin Tonic en un bar con moqueta y el fulgor del Cairo al fondo como paisaje moral y estético (pleonasmo). El disfraz del homosexual literario de los años 50, de Capote a Gil de Biedma, es esa ondulante prosa, tan planchada, hecha vestido. Un tipo como escritura, es quizá uno de los últimos perfiles visuales reconocibles de literato en el pasado siglo. ¿Sus lecturas? Cavafis, Proust y demás artesanos emocionales cuya herida del eros solo sana con ese bálsamo que es la pintura minuciosa de paisajes humanos:
“Doblaba el cuello como las mujeres de Sandro lo doblan, tanto en sus cuadros paganos como en los profanos. Y con ademán que, sin duda, era habitual en ella, y que se cuidaba mucho de no olvidar en aquellos momentos porque sabía que le sentaba bien, parecía como que necesitaba un gran esfuerzo para retener su rostro, igual que si una fuerza invisible lo atrajera hacia Swann. Y Swann fue el que lo retuvo un momento con las dos manos, a cierta distancia de su cara, antes de que cayera en sus labios”.
Siempre he sentido fascinación absoluta por el gay armarizado de inicios del siglo XX: inteligencias sobrenaturales, irónicos que no creen en nada y que se quedan dormidos en Studio 54 hediendo en esa extraña mezcolanza de alcohol y perfume. Me encantaría definir esta admiración en términos sexuales, pero no es tanto los temas que tratan -a mi Tadzio iluminado al mediodía me da bastante igual- sino cómo lo tratan.
«Hoy se sale…»
Son capaces de seleccionar los temas más banales, más circunstanciales -un balón de playa, el neceser de la tía Eduvigis o las marionetas agrietadas de su prima de Elche- y tejer y destejer una madeja emocional sin apenas remaches. Les ayuda su conocimiento enciclopédico del idioma, pero también una fascinación, una ambigüedad, que hace a todas sus piezas sobrentendidos: eclipses donde las palabras buscan el rayo de luz de una frase esmaltada hasta la náusea (¡otra vez la pitillera!). Es esa gama de grises, ese conflicto entre su imagen oficial y la vida interna, lo que nos da el necesario enigma que toca nervio en ese animalito llamado literatura.
Decía Borges a Bioy Casares que la censura no es siempre perjudicial, ya que permite pensar, reflexionar, sobre lo que se va a poner en un papel. El armario, el closet, como cuarto oscuro de secretos es lo que hacía a estos escritores disfrazados en prosa y en vida memorables lecturas para una tarde lluviosa. Nunca fueron activistas de género, ¿Quién tendría la falta de tacto de desvelar el misterio de un estilo que se esconde?, pero sí algo mucho más arduo: poetas. Y la lírica, a diferencia de la política, permanece.