¿Cabe definir el recuerdo colectivo como un deber moral? ¿Hallamos situaciones en las que sería preferible no saber qué ocurrió hace años? ¿Por qué no podría haber paz sin justicia? Las preguntas que plantea el ensayista neoyorquino David Rieff son fundamentales y de gran importancia para sociedades que, como la española, lidian con un pasado conflictivo y traumático. En junio de 2010, Fernando Savater publicó un artículo en El País en la que recomendaba este breve libro a sus compatriotas “para enriquecer su perspectiva”. Pero por más provocadores e importantes que sean los interrogantes que aborda Rieff, en su libro apenas logra clarificarlos, ni responderlos de una forma que hagan justicia a su complejidad.
El tema principal de Against Remembrance —título de intención panfletaria que se puede traducir como “contra el recuerdo” tanto como “contra la conmemoración”—es lo que se ha dado en llamar la memoria colectiva o memoria histórica, es decir, las representaciones que las comunidades humanas elaboran y manejan sobre su pasado compartido—. El punto de partida es sencillo: ¿Es siempre bueno —se pregunta Rieff— recordar los eventos del pasado, rendir homenaje a sus víctimas y héroes? Bien mirado, ¿no hay muchos casos en los que, desde una perspectiva moral y política, resulta más recomendable el borrón y cuenta nueva? Las reflexiones que desarrolla el autor al respecto tienen su origen en su experiencia personal como periodista en la antigua Yugoslavia, donde vivió los terribles efectos de odios avivados por “recuerdos” colectivos de pasados mitificados y arteramente manipulados por políticos e intelectuales. “Con demasiada frecuencia”, extrapola, “la memoria histórica colectiva, tal y como ha sido entendida por comunidades, pueblos y naciones (…) ha llevado a la guerra más que a la paz, al rencor más que a la reconciliación, y a la determinación de buscar revancha más que al compromiso con la dura labor del perdón” (27-28). “No veo” —concluye— “por qué la noción nietzscheana del olvido activo es menos viable o menos moral, una vez que han muerto los sobrevivientes de un grave crimen y sus descendientes inmediatos, que la terca adhesión a la memoria como imperativo categórico” (127).
David Rieff nació en Boston en 1952. Es hijo único del matrimonio precoz entre Susan Sontag y el sociólogo Philip Rieff (cuando se casaron Sontag tenía 17 años; se divorciaron ocho después). En los años ochenta David fue editor en Farrar, Straus & Giroux, donde trabajó con Joseph Brodsky, Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes. Desde comienzos de los noventa se ha venido perfilando como ensayista y comentarista de cierta prominencia en el ámbito anglófono. Es colaborador frecuente de The Nation, The New York Times, The New Yorker y, desde hace varios años, “contributing editor” del New Republic. (En 2008 se reveló como inteligente memorialista con Swimming in a Sea of Death, una reflexión personal sobre los últimos nueve meses de vida de su madre, que murió de cáncer en diciembre de 2004).
Como intelectual público, se ha ocupado sobre todo de los grandes dilemas éticos y políticos del “nuevo orden mundial” posterior a la guerra fría, dedicándose cada vez con mayor tesón a cuestionar la cosmovisión progresista, ingenua, que encuentra ese orden mejorable y, por tanto, como terreno necesario de intervenciones bienintencionadas. Así, por ejemplo, su libro A Bed for the Night: Humanitarianism in Crisis (2002) cuestiona los móviles y alianzas de las grandes organizaciones humanitarias (Oxfam, MSF, Save the Children, la Cruz Roja), que no prestan suficiente atención a las consecuencias prácticas de su labor. De forma similar, en numerosos artículos y libros como At the Point of a Gun: Democratic Dreams and Armed Intervention (2005), Rieff se ha convertido en uno de los críticos más vociferantes del intervencionismo humanitario occidental. “En los últimos años,” escribía en octubre de 2011, “he formulado acerbas críticas del movimiento de derechos humanos. Dejando aparte mi aversión, temor y oposición a todo proyecto utópico, ya sea de izquierdas o de derechas, me parece evidente que el movimiento de derechos humanos es en realidad una ideología política con una profunda agenda social —es más, revolucionaria— cuya hipocresía consiste en su negación de ser tal ideología, al tiempo que se disfraza en las ropas apolíticas del derecho internacional, y en la pretensión de que el derecho y la moral no puedan oponerse el uno al otro.” Lo que mueve a Rieff, en otras palabras, es un profundo escepticismo ante todo ideal social, político o moral, y ante toda acción colectiva que se presenta como motivada por ideales de esa naturaleza. Es obvio que Rieff se ve a sí mismo como un anti-ideólogo, un antiguo liberal curado en salud, escéptico sin recaer en el cinismo, movido por una cosmovisión pragmática y desencantada tras la experiencia de muchos años de vida en los lugares menos esperanzadores del mundo contemporáneo: Bosnia, Kosovo, Sudán, Ruanda, Chechenia, Irak… “Solía ser un liberal intervencionista,” afirmó a mediados de los noventa en el Wall Street Journal: “Ahora ya soy realista”.
En Against Remembrance, el realista Rieff se enfrenta con la memoria colectiva. No es desde luego el primero en contemplar con cierta preocupación el auge reciente de una “cultura de la conmemoración”, “moda de la memoria” o, en palabras de Margaret MacMillan, la “history craze”. Ya en los años 90, Tony Judt y Andreas Huyssen llamaron la atención sobre la paradoja de que nuestras sociedades postmodernas, por un lado cada vez más olvidadizas e ignorantes del pasado, por otro se entregaran a una auténtica manía de monumentos y museos, nostalgias culturales y novelas históricas. En Twilight Memories: Marking Time in a Culture of Amnesia (1995), Huyssen arguía que la obsesión postmoderna con el pasado en clave memorística radica en una pérdida de fe en el progreso, una reacción ante la aceleración del cambio tecnológico y la conciencia de la desaparición de la generación que vivió el Holocausto. MacMillan, por su parte, lamentaba en Dangerous Games: The Uses and Abuses of History (2009), que, precisamente cuando el pasado goza de una popularidad sin precedentes los historiadores profesionales, cada vez más ensimismados, hubieran dejado el campo libre a los aficionados. Judt, a su vez, subrayaba los peligros de los “excesos” de una manía conmemorativa enfocada en los sufrimientos de comunidades particularistas. Además —afirmaba en el epílogo a Postwar— “memorializar el pasado en edificios y museos es también una forma de contenerlo e incluso desentenderse de él, pasándoles a otros la responsabilidad de la memoria”. Judt recalca la importancia de contrarrestar estas visiones centradas en las víctimas y sus reivindicaciones —y que además presuponen una problemática paridad entre diferentes experiencias de sufrimiento— con la historia, concebida como práctica académica y pedagógica que se relaciona activamente con el pasado, interrogándolo de forma crítica: “A diferencia de la memoria, que se confirma y refuerza a sí misma, la historia contribuye al desencanto del mundo. Mucho de lo que tiene que ofrecer es incómodo, hasta perturbador (…)” (Postwar, Penguin, 2005, p. 829).
Irónicamente, lo que parece perturbar a historiadores como Judt y MacMillan, como también a Rieff, no es el trabajo académico de sus colegas sino, precisamente, el auge de las formas no académicas —popularizadas, mediatizadas y politizadas— de narrar el pasado. Y su reacción es esencialmente defensiva: insisten en distinguir esa producción de su propia práctica como investigadores e intelectuales. Si el problema para MacMillan es el predominio en la esfera pública de la “mala” historia sobre la “buena” —consecuencia del desplazamiento de los historiadores “profesionales” por los “amateurs”— la categorización binaria entre historia (crítica, académica, sana) y memoria (interesada, parcial, peligrosa) que manejan Judt y otros tiene el mismo objetivo: establecer una jerarquía, una línea divisoria que distinga la probidad de la historia profesional de lo que hacen todos los demás.
Como es sabido, la distinción entre memoria e historia también ha tenido su auge en España, donde Santos Juliá y otros se han servido de ella para descalificar la inmensa producción cultural en torno a la llamada recuperación de la memoria histórica. Según Juliá, la historia “busca conocer, comprender, interpretar o explicar y actúa bajo la exigencia de totalidad y objetividad”, mientras que la memoria pretende “legitimar, rehabilitar, honrar, condenar y actúa siempre de manera selectiva y subjetiva” (“Presentación”, Memoria de la guerra y del franquismo, Taurus, 2006, pp. 17-19). Para el catedrático de la UNED, confundir una con otra no sólo es problemático desde un punto de vista intelectual, sino que es socialmente peligroso. “En la medida en que la memoria desplace a la historia”, afirmó en una entrevista televisiva en 2010, “estamos sembrando el camino de nuevos enfrentamientos” (Tengo una pregunta para mí. ¿Estamos en deuda con el pasado?, RTVE, 5 de junio de 2010).
A Juliá su postura escéptica ante los llamamientos para la recuperación de la memoria histórica y la revisión de la Transición le ha valido críticas feroces, tanto de colegas historiadores como de organizaciones ciudadanas. (Véase por ejemplo la polémica en 2007 entre Juliá, Francisco Espinosa y Pedro Ruiz Torres en Hispania Nova, o conmigo en la Colorado Review of Hispanic Studies, vols. 5 y 7.) Ante estas críticas Juliá ha insistido impertérrito en la defensa de la historia académica como campo autónomo y fuente de conocimiento desinteresado, radicalmente distinguible de, y superior a, otras prácticas sociales que se ocupan de narrar el pasado (“Por la autonomía de la historia”, Claves de razón práctica, no. 207, nov. de 2010).
De hecho, lo más llamativo de las manifestaciones españolas del debate sobre memoria e historia ha sido el carácter categórico e inflexible de las posiciones adoptadas. Sorprende, por ejemplo, que la visión de la práctica historiográfica que defiende Juliá apenas parezca tomar en cuenta los últimos cuarenta años de debates internos al gremio sobre la metodología, epistemología, narratividad y función social del trabajo de los historiadores. Juliá se aparta en este sentido de otros defensores de la historiografía académica, como Richard Evans, que sí asimila esos debates (In Defense of History, Norton, 2000), o del mismo Judt, para quien “no hay que exagerar el contraste entre memoria e historia: aunque los historiadores hacemos más que sólo recordar el pasado en beneficio del resto de la comunidad, sí es una de las cosas que hacemos” (Reappraisals: Reflections on the Forgotten Twentieth Century, Penguin, 2008, p. 198). Y si, en el mundo de Juliá, el historiador desempeña su “austera” labor al servicio de la Verdad en un espacio aislado, aséptico y ahistórico (“Por la autonomía”), para Judt la importancia de la historia como práctica académica radica en su función social y pedagógica, en el hecho de que se difunda y enseñe. (Para Judt el problema de los monumentos es precisamente que su función depende de una historia ya aprendida de antemano: en ausencia de ésta, pierden su significado; Postwar, p. 830.)
No sorprende, por otra parte, que en España el debate sobre estos temas haya sido particularmente intenso. Difícilmente podía ser de otro modo, dado que toca de lleno a dos de las mayores controversias de la España democrática: la identidad nacional y el legado de la Guerra Civil y el franquismo. Como suele ocurrir, el carácter polémico de los intercambios públicos sobre estos temas durante los últimos doce años ha servido para borrar matices y complejidades. Desafortunadamente, el libro de Rieff no arroja mucha luz en este sentido. No es que no ofrezca observaciones válidas o interesantes. “Las naciones siempre prefieren el mito (…) sobre la historia”, afirma Rieff con razón, apuntando en otro lugar que “la convicción de que la memoria constituye una especie de moralidad es una de las ortodoxias inexpugnables de nuestro tiempo” (47). “[S]e engañan”, escribe, “los que afirman que no puede haber paz sin justicia” (70); e “Incluso si (…) el olvido supone una injusticia para con el pasado no significa que el recuerdo no pueda ser una injusticia para con el presente” (104).
Son planteamientos dignos de reflexión que, en efecto, ensanchan la perspectiva. El problema es que estos momentos de lucidez se pierden en un texto donde, por lo demás, falta enfoque y reina la confusión conceptual. Tampoco ayudan en este sentido los frecuentes deslices tipográficos y errores sintácticos, la falta de aparato referencial (no hay notas, obras citadas, índice onomástico o temático) y la tendencia del autor a irse por las ramas, proferir perogrulladas y soltar afirmaciones discutibles que no vienen al caso (“Es improbable que los pintores jóvenes de hoy estén interesados en sus predecesores de hace medio siglo” (15); “Cada vez más, los Estados Unidos son el mundo entero en miniatura” (22); “[En nuestro tiempo de hoy] los valores universales están bajo ataque en todas partes” (29); “A diferencia de hoy, a comienzos de los años 50 todavía había una distinción entre la celebridad y la notoriedad” (57); etcétera).
Más grave que esta evidente carencia de cuidado editorial es que Rieff no consiga explicar con mínima precisión qué es lo que critica, ni qué le gustaría proponer en su lugar. En algunos momentos parece abogar porque simplemente no se conozca o investigue lo que ocurrió en el pasado, llegando por tanto a cuestionar nada menos que la razón de ser de la historia como práctica humanística. “Querámoslo o no”, escribe por ejemplo, “tiene que haber un momento en que se debe dejar de asumir que la necesidad de llegar a la verdad impere sobre todas las demás consideraciones” (70). A veces —afirma en otro momento— una falsedad unificadora es preferible sobre una verdad divisoria (126). De la misma manera, mantiene que tratar de conocer o estudiar el pasado en el fondo sirve de poco. No sólo porque, dada la finitud de la vida y de la historia, al final todo está “condenado al olvido” (9) sino porque, pace Santayana, la historia no tiene ningún valor didáctico o preventivo: conocer los errores del pasado no evita su repetición; el recuerdo de crímenes masivos, incluido el Holocausto, no sirve para impedir que tales crímenes se vuelvan a producir (89).
En otros momentos, sin embargo, parece que lo que le molesta a Rieff no es tanto el estudio o conocimiento del pasado en sí cuanto determinadas formas de instrumentalización del pasado, entre las que resalta la mitificación de los pasados nacionales. El problema principal en esta sección del libro es que lo que Rieff analiza como ejemplos discutibles de remembrance en realidad cabe analizarlos sencillamente como un aspecto integral del auge del nacionalismo moderno, fenómeno estudiado exhaustivamente por Gellner, Hutchinson, Smith, Anderson, Hobsbawm y otros, teóricos cuyos análisis Rieff apenas aprovecha.
Hacia el final del libro Rieff da un giro curioso: criticando el auge de las historias colectivas en plan particularista o multicultural (enfocadas en la victimización de minorías étnicas, por ejemplo) parece de repente lamentar el declive de la misma instrumentalización nacionalista del pasado que acaba de reprobar. “Todas las sociedades”, afirma en un momento decididamente orteguiano, “necesitan una noción de proyecto compartido (a sense of common purpose) para florecer. Sin esta, no puede haber nada sino el afán de lucro, la distracción y el llamamiento de los extremos” (125).
Estas contradicciones tienen una explicación. A fin de cuentas lo que subyace en los argumentos de Rieff es un pragmatismo más bien ingenuo: rechaza cualquier conocimiento del pasado que no fomente la armonía social. Pero hay una gran diferencia entre fomentar la armonía dentro de las fronteras de un estado-nación y fomentarla entre naciones. De ahí que Rieff rechace la memoria colectiva nacionalista cuando considera el paisaje internacional pero lamente su desaparición del paisaje doméstico; y de ahí que defienda la Transición española como un ejemplo de un olvido sano, al mismo tiempo que celebre que el juez Baltasar Garzón intente investigar los crímenes del franquismo, dado que, a su parecer, el recuerdo de la violencia ya ha dejado de amenazar la paz social de España.
En realidad, este pragmatismo de Rieff carece no sólo de validez práctica —valga la paradoja— sino de coherencia ética. Para empezar, presupone un nivel de ingeniería social que es improbable en términos sociológicos, además de políticamente impensable en términos democráticos. Hay, qué duda cabe, instituciones e individuos que se dedican a construir narraciones del pasado. Pero no hay instancias que puedan decidir qué deben o no deben recordar ciertos colectivos sociales. Dicho de otro modo: cabe cuestionar, como lo hace Rieff, que la memoria sea un deber moral colectivo o individual. Pero otra cosa muy diferente es negarle a nadie el derecho a la memoria.
Lo que llamamos memoria histórica, por otra parte, existe, querámoslo o no, como existen las identidades sociales que se construyen sobre ella. Por más discutible que sea la idea de que aprendamos de la historia, o que recordar a los antepasados constituya un deber moral, ninguna sociedad humana —ni mucho menos una democracia— puede existir sin conciencia histórica. Y entre las infinitas prácticas culturales que dependen de ella está, desde luego, la del intelectual. Como demuestra el propio Rieff, cuyo ensayo abunda en ejemplos y analogías históricos aducidos en calidad de pruebas, es muy difícil montar un argumento en las ciencias sociales sin referirse al pasado. Es más: ¿qué es este panfleto de Rieff sino un llamamiento a que aprendamos, precisamente, de los errores del pasado?
Este libro está motivado por malos recuerdos, en este caso de Yugoslavia. Lo que Rieff vio allí le produjo alarma, como también le incomodó la moralización, judicialización e instrumentalización política de las narraciones del pasado. Estas preocupaciones no están del todo injustificadas. El problema es que el propio Rieff no parece tener muy claro qué aspectos de estos fenómenos le alarman e incomodan más. Curiosamente, en este sentido no difiere demasiado de Judt, MacMillan, Juliá, Nora y otros críticos del auge memorístico, cuyos diagnósticos tampoco acaban de convencer. No resulta muy productivo, por ejemplo, demonizar a los historiadores no profesionales, como lo hacen MacMillan y Juliá. Desafortunadamente la posesión de un doctorado en Historia nunca ha sido garantía de probidad moral, intelectual o académica. De la misma forma, el hecho de que las narraciones del pasado se hayan instrumentalizado para fines moralmente rechazables —limpiezas étnicas, guerras civiles, invasiones ilegítimas— no constituye argumento suficiente para abogar por el olvido. ¿Acaso los olvidos se han instrumentalizado menos que los recuerdos?
Lo innegable es que las prácticas sociales en torno a la representación e interpretación del pasado han venido cambiando, tanto en España como el resto de Occidente, cuyas sociedades cada vez más heterogéneas y pluralistas exigen formas más diversas de representar pasados en común. Pero también hay otros factores que tomar en cuenta. La historia como tema goza de una popularidad sin precedentes —una popularidad que, lógicamente, la industria cultural y mediática no ha dudado en aprovechar comercialmente, aunque la propia historiografía académica no ha dejado de beneficiarse tampoco— al mismo tiempo que las nuevas tecnologías han revolucionado y masificado nuestro acceso a las huellas del pasado. Es difícil exagerar el impacto del hecho de que ya no hace falta ser investigador universitario con permisos especiales y fondos de investigación para consultar determinados archivos. Finalmente, este proceso de democratización de la historiografía —y del conocimiento “experto” en general a lo Wikipedia— ha coincidido con una crisis en la disciplina académica que ha inducido a varios representantes prominentes de la misma a cuestionar sus mismos fundamentos axiomáticos: la objetividad, el desinterés, la supuesta independencia de los “hechos” frente a las estructuras narrativas que los encadenaban, etcétera.
Dado todo esto, es difícil evitar la sospecha de que, en el fondo, lo que lamentan Rieff, Juliá, Judt y MacMillan no es únicamente el auge de la “memoria” a expensas de la “historia”. Lo que lamentan también es la desaparición de un mundo: un mundo en que historia y memoria compartían un mismo marco narrativo nacional; un mundo en que la práctica académica de la historia no tenía necesidad de justificar sus propias bases epistemológicas, ideológicas y sociales; un mundo en el que los historiadores profesionales disfrutaban de una especie de monopolio sobre el conocimiento del pasado y la difusión de ese conocimiento. En otras palabras, cabe sospechar que su postura tiene un deje nostálgico. A fin de cuentas, los historiadores profesionales no son inmunes al espíritu de su época.
David Rieff, Against Remembrance. University of Melbourne Press, Melbourne. 133 pp. $A 19.99
Sebastiaan Faber es catedrático de Estudios Hispánicos en Oberlin College