Cerrar los ojos, descansar de lo sensible, retirarse de esta incesante precipitación que nos rodea. “Conocer es no conocer, he ahí la perfección” (Libro del Tao, XXXVI). Retirarse, dormir, pasar al corazón en reposo del mundo. Si el sueño es imprescindible, incluso con los ojos abiertos –lo que llamamos distracción, cansancio, duermevela-, es porque la sombra, casi como nuestro más íntimo hueso, es necesaria para que se haga la carne de cualquier percibir. Tomar distancias es imprescindible para captar la distancia que habita en el día, el aura de esta complejidad envolvente. Lo sensible viene de la noche y el hombre, para comprender, debe imitar esa metamorfosis de las tinieblas. De ahí que –por cierto- asociemos los problemas de insomnio con alguna dificultad en la sombra del día, en ese umbral de la luz. Al mismo tiempo, si es posible estar quieto y no sentirse prisionero, si es posible retirarse y pensar el mundo desde lejos, es porque el corazón de lo exterior es lo interior, una interioridad para la cual difícilmente tenemos palabras. No es extraño por esto que los hombres que no tienen buena relación con la humildad de la umbría acaben equivocándose en la vida pública. Y sin embargo, en un contemplador –es el caso de Simone Weil, de Unamuno, de Jünger- cabe un hombre de acción, cuando lo contrario no es cierto.
¿Por qué a veces, para sentir, para ver y vivir algo que por fin nos toca, necesitamos cerrar los ojos? Algo que nos acaricia –puede ser una mano, pero también una brisa, un fragmento musical, un olor, un rumor- nos permite por fin entornar la mirada. En ese momento, todo vuelve, pero por dentro. Parece obvio que la coacción de la transparencia, esta temerosa sociedad de la vigilancia –tan perpetua que no necesita vigilantes-, dificulta cerrar los ojos. “La demora contemplativa es una especie de conclusión. Cerrar los ojos es precisamente mostrarse la conclusión. La percepción sólo puede concluirse en una quietud contemplativa”, dice Han en La agonía del Eros. Es posible que el manoseado mito de la caverna de Platón también quiera decirnos que es necesario permanecer fiel a una cueva, signo de una noche central que queda siempre atrás, para poder ver, tanto las sombras de las cosas como su resplandor al sol. En este sentido, se ha comentado a veces que la visión que permite la penumbra de la sala cinematográfica se pierde de alguna manera en la luminosidad continua del ordenador o el televisor.
Nuestra emisión constante depende precisamente del capricho discontinuo del mando a distancia del consumidor. Donde todo es movimiento y elección sin fin es difícil demorarse, fundirse con una imagen, ser tocado por una sensación. Los límites y los muros son lo que permiten soñar. Son necesarios mojones, umbrales y pasadizos, pasajes para la duda. De otro modo los sentidos, que brotan de una zona de sombra central, se atrofian. En tal aspecto, el espectáculo continuo de lo audiovisual es una forma masiva de organizar la ceguera.
“No se harta el ojo de ver, ni la oreja de oír”, dice Kempis en Imitación de Cristo. Hay que dejar de ver para ver, es necesario dejar de oír para oír. El secreto de un retiro es imprescindible para ser fieles a lo visible. Probablemente el negro de la pupila significa que nadie, sea individuo o sociedad, pueden ver el ojo desde el cual se mira. “Tú no ves realmente el ojo”, nos recuerda un clásico del siglo XX. En este sentido, hay un principio de ceguera que permite la visión, un principio de incertidumbre que permite las certezas. Un silencio que permite el lenguaje, una noche anterior al día. Logrado esto, muy difícil en nuestra sociedad de la sobreexposición, Wittgenstein tal vez tendría razón al decir “No hay enigma”, puesto que el misterio se confunde con la radiación del día.
El pozo de la pupila. Solamente por la distancia que separa a mi ojo de mi ojo, representada por ese fondo insondable de la niña, es posible ver. Lejos de lo que se suele pensar, la sensibilidad no funciona porque en ella “haya concepto”, porque se vea con el cerebro. Al contrario, la percepción funciona porque de algún modo nunca tenemos, a la hora de sentir, un concepto suficiente. De manera que los sentidos funcionan por desbordamiento de lo meramente cerebral. Si ves algo, sobre todo si va a ser memorable, es debido a una pequeña herida en la pantalla protectora de los conceptos. En este aspecto, toda sensibilidad es ciega en su centro, parte de un temblor de ceguera, de un foco de sordera. Y es tal eje nocturno de nuestra experiencia, el fenómeno de una sombra que se adelanta al cuerpo –digamos, el hecho de que el corazón sea intelectualmente superior a la cabeza-, lo que nos proporciona visión y escucha. Es también eso lo que nos permite pensar, darle forma a la riada de lo vivido.
Para vivir, para mirar, para sentir algo –un poco más que nada, algo o alguien distinto- hace falta mantener “un compromiso moral con lo no humano”. El poeta Gary Snyder, al hablar en estos términos, se refiriere a una relación personal con la no-forma, con lo in-forme que alienta en la naturaleza. Como si fuera necesario partir siempre de un trauma originario, un grito anterior al sentido, un monstruo anterior a la calma. ¿Recuerda el enigma de Blow–up? Siempre hay un Frankenstein detrás de una imagen, cerca de cualquier niño. Un monstruo que está solo y necesita hablar con alguien, salir al calor de una luz común. Tal vez por esta certeza pueril a Zaratustra le gustaba mirar de noche «el rostro de las cosas dormidas». ¿Hay rostros, rastros, aspectos y matices que sólo se muestran cerca de la caída de la tarde? Las revelaciones necesitan antes un crepúsculo, una pequeña crisis, aunque sea en mitad de la mañana.
Escuchamos desde un registro de silencio, del mismo modo que vemos desde una zona de sombra. El ojo es oscuro por dentro, mira desde el pozo de la pupila, como si esa “puesta en abismo” del iris representara una ceguera primordial sin la cual no se puede vivir nada ni recordar nada. Para ver es necesario cerrar los ojos, apartarse, tomar distancias, ya que un exceso de luz nos tapa el bosque de los detalles. A diferencia de una televisión que funciona con la hipnosis del movimiento y las luces continuas –ya no se apaga nunca, para que no surjan más Poltergeist-, el cine necesita una sala en penumbra, el claroscuro de un público no familiar, una cámara oscura que proyecta desde atrás y hacia la que uno no se puede volver. El cine reproduce primero la cueva que envuelve los reflejos, un útero de lo no visible, para que más tarde haya una oportunidad nueva para la visión.
Casi siempre se da antes una grieta, una vacilación que inicia el resplandor de las pantallas, de los cielos, ventanas, las telas del día. Para empezar, sin unas décimas de segundo de retraso –entre parpadeo y parpadeo, entre fotograma y fotograma-, no habría huella luminosa, lo que llamamos memoria óptica. Tampoco esa habitual ilusión, sólo posible a partir de una pequeña crisis de ausencia, de volver a soñar el día con los ojos abiertos. Si esto es cierto, es posible que el imperativo de inmediatez que hoy se ha vuelto inevitable en el real time amenace antes a la sensibilidad que al pensamiento.
Lo cierto es que, bajo nuestra mitología, el negro de la pupila se extiende en la ambivalencia de los objetos diurnos. Si hay un objeto, hay también una ausencia que toma cuerpo. Hijas de la noche, las sombras no sólo rodean por fuera a las cosas, también las rodean por dentro. En sus grietas, en sus ángulos, en sus caras cambiantes. La ambigüedad, cierto espesor de sentido hace a los cuerpos. Incluso al mediodía, las cosas reverberan con una saturación que ocupa la tensión de los semblantes. Así ocurre en las visiones de De Chirico, de Dalí, de Sokurov o Bill Viola. Igual que en la saturación luminosa de los cuadros de Hopper. Es poco más o menos lo que Lacan llamaba objeto a, pero expandido esta vez al horizonte perceptivo. “Sin algo que lo alucine como sistema de referencia, ningún mundo de la percepción llega a ordenarse de modo valedero, a constituirse de manera humana. El mundo de la percepción nos es dado por Freud como dependiente de esa alucinación fundamental sin la cual no habría ninguna atención posible», podemos leer en La Ética del psicoanálisis. Aunque la terminología de Leibniz es más sencilla. Mónada es el nombre que recibe cada cosa cuando es vista como punta visible de un iceberg sumergido, vértice de un universo escondido, que sólo alienta a ráfagas. La mónada es una perspectiva, una individuación sin sujeto que –sin necesidad de ventanas- emite un concentrado de sentido desde un universal fondo sombrío. Deleuze dirá mucho después, en su ensayo sobre Bacon: “Si eso todavía es un ojo, es el ojo de un huracán”.
Isla por la cual asoma un continente entero, cada cosa nos envía un hijo para que podamos compartir una escena de juego. El mediodía asume la sombra en la hiperrealidad onírica de los objetos que nos ciegan, esa soledad ardiente de unas cosas que parecen mirarnos. Es frecuente que todos los que ven, aunque no sean exactamente videntes, provengan de una biografía traumatizada, tocada por las grietas. La noche agudiza los sentidos, los sonidos, los matices del sueño diurno. Nietzsche, que siempre ha reconocido la importancia de sus padecimientos físicos y psíquicos en las visiones que podía tener a plena luz, comenta el caso de ciertas culturas que cegaban a sus aves favoritas para que éstas cantasen mejor.
Atendamos a este pasaje de Estética de la desaparición: “Bernardette Soubirous cuenta: ‘Escuché ruidos. Al levantar la mirada vi agitarse los álamos de la ribera del Gave y los espinos delante de la gruta como si el viento los sacudiera, pero alrededor nada se movía; de repente vi algo blanco”. Siguiendo el rastro tenue de esta niña, Virilio continúa: “A veces, varios testigos infantiles comparten (…) los singulares minutos que preceden el paso de lo familiar a lo no familiar. En la región de Salette, por ejemplo, dos niños que no se conocían se encuentran por azar. Melanie es una criadita enclenque y miserable, con fama de ‘ensimismada’. Maximin es un muchachito con antecedentes asmáticos, considerado un ‘atolondrado’, que pasa la mayor parte del día correteando por la montaña con su cabra y a quien apenas se atreven a confiarle el cuidado de su rebaño. El día de la aparición, ambos deciden guardar juntos sus animales cuando, de repente, sienten un intenso deseo de dormir. Al despertar, algo inquietos, se ponen a buscar el rebaño que les habían encomendado, pero los animales siguen inmóviles en el mismo lugar (…) Miserables, despreciados, considerados unos retrasados, la mayor parte del tiempo asmáticos, esos niños quedarán generalmente privados de apariciones, y se los considerará curados al llegar a la pubertad. Bernardette dirá con tristeza: ‘Que se atengan a lo que dije la primera vez; luego pude haber olvidado, y los otros también… Por ese momento, uno daría toda una vida’. Es lo que hizo, según sus propias palabras, al ocultarse en un convento de Nevers, donde murió a los treinta y cinco años”.
Lo que recibe el color es lo incoloro, lo que recibe el sonido es lo insonoro, recuerda Aristóteles en De anima. El sonido también necesita un hueco, una campana, una región de silencio. Es muy posible entonces que el negro de la pupila sólo sea el signo de un apagado necesario en cada sentido, un punto ciego de sordera sin el cual los sentidos permanecen inactivos. Sin esa pequeña noche, los sentidos no pueden recibir y emitir, al menos en relación al conjunto de lo que llamamos sentido. Habría así un problema de umbral, es cierto, más abajo del cual no se percibe. Pero también una solución, una potencia de umbral, una necesaria umbría por encima de la cual no se ve ni se oye nada. La visión necesita cierto desierto visual, táctil y auditivo. De la misma manera que los matices del sonido necesitan el silencio. ¿No nos ocurre hoy lo contrario, no estamos un poco cegados o ensordecidos por un exceso de día?
De una manera compleja, el espectáculo del día programado reprime los sentidos con un exceso de significación. Ocurre como si el estruendo de la historia apagase el rumor de la naturaleza, provocando primaveras silenciosas, cuerpos estelares sin alma, otoños y veranos sin sonido. Se mira desde un imperceptible parpadeo (Augenblick), un instantáneo cerrar los ojos. Si falta esa sombra ya no podemos decir que se mira. ¿Se mira de hecho en el centro de nuestras gigantescas megápolis? No, hacen falta las afueras, diría Pasolini: «Un poco de fiebre, por favor». Salvo que algo roce lo excéntrico, nadie mira. Simplemente se reconoce, se localiza, se identifican personas y cosas desde modelos previos, siguiendo el esquema de un observatorio más o menos militar. La primera víctima de nuestra intensa luminosidad civil es la percepción.
La pupila sigue así representando el atraso, el subdesarrollo mental que es necesario para poder mirar y oír. Cantando las excelencias de un necesario retiro, luchando a la vez contra la depresión perceptiva propia de la actualización interactiva, Handke habla de “recordar a todo el mundo el cansancio más propio, el cansancio que narra: el cansancio proyecta en el otro, aunque yo no sepa nada de él, su historia”. Fijémonos en el aspecto de la gente en el metro, tras un día entero de trajín y luminosidad incesantes. Es tal el ensimismamiento de esa humanidad agotada, en parte por el cruce de los mil mensajes diarios, que resulta prácticamente impune pasear la mirada. El automatismo interiorizado de las conductas hace muy fácil pasar desapercibido, simulando la simulación en cualquier clase de escenario.
Debido a que la presencia real está hoy sometida a una creciente clandestinidad, nunca fue tan fácil escrutar, actuar, espiar, estar y no estar. Por la misma razón, debido a este carácter sumergido de lo real, no siempre es alegre observar libremente sin subtítulos, con un pie fuera, desde el silencio de la pupila. Bajo nuestra organización espectacular de la ceguera el mundo sigue, transfigurado, y a veces de manera muy triste. Y esto es una razón más que realimenta la desatención de vida real para refugiarse, en un perpetuo bucle, en nuestros infinitos pasillos interiores.