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Elogio (sin lamento) de Italia

 

La verdad, no sé si algún día escribiré el texto sobre Italia con el que llevo años fantaseando: un breve ensayo —y ligero: como quien no quiere la cosa— a la manera del que Natalia Ginzburg dedicó a Inglaterra. (Pero si finalmente lo escribo, no olvidaré hablar en él de aquel paseo nocturno hasta San Pietro di Castello, siguiendo las huellas de Corto Maltés).

En su precioso Elogio y lamento de Inglaterra, Ginzburg repasaba las cosas que amaba y detestaba en ese país. Cuando yo lo leí, en una edición de Le piccole virtú que compré en Florencia en el 95, me propuse rendirle homenaje con un artículo en el mismo tono acerca de Italia. Y centrarme, más que en lo que no me gusta, en todo lo que amo de allí, como el adagio del concierto para oboe de Benedetto Marcello, los gnocchi con gamberi e pachino o el buen corazón de su gente sencilla.

Si alguna vez me decido, citaré también la fronda del Parco Ducale de Parma y el color del mar en el cuento de la sirena de Lampedusa. ¿Qué más? La conversación y la sonrisa de algunos amigos. El olor de los setos de boj y la elegancia verde oscuro de los cipreses. La pared desconchada de un viejo palazzo de Bolonia por la que trepa la hiedra con desgana, como preguntándose para qué… Y una frase de Guido Morselli: “Non c’è vita, per quanto infausta e sfortunata, dove non entri la commedia”.

De todas formas, no dejaré de mencionar lo que encuentro menos amable. “En Italia se ven a veces niveles de arrogancia”, puede que escriba, “que llaman mucho la atención sobre el fondo habitual de humanidad”. Y luego añadiré: “Aunque no sé si la prepotencia de algunos italianos —ese sentirse superiores, vaya uno a saber por qué— es más ridícula e irritante que la de otras partes del mundo”.

Ya no quiero demorarlo mucho más. Para cuando me ponga, apuntaré aquí otras cosas que no pueden faltar. El Zibaldone de Leopardi, y el temblor de sus versos. De Giorgo Bassani, Il giardino dei Finzi-Contini. La voz contenida de Cardarelli. Las cartas que Gramsci envió a sus hijos desde la cárcel. La sera dei miracoli de Lucio Dalla, que faccio a pezzi cada vez que vuelvo a Roma. Un puñado de películas también: Il gattopardo, Amarcord, La meglio gioventú… o la fascinante Kaos de los hermanos Taviani. ¡Ah, que no se me olvide la pintura de los macchiaoli!

Y el italiano, por encima de lo demás el italiano: con toda la belleza y la raffinatezza que hay en ese país, ninguna como la de la lengua que hablan sus habitantes. Por ser tan hermosa y sensual —pura música en palabras—, Julio Camba declaró que prohibiría a sus hijas aprenderla hasta después de casadas.

De una última cosa estoy seguro: si finalmente escribo ese texto, intentaré explicar en él por qué Natalia Ginzburg y su Léxico familiar representan para mí lo mejor de Italia.

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