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Mientras tantoEmbajadoras del pueblo

Embajadoras del pueblo


 

Ella es la mejor representación que han podido desenterrar como embajadora para un país latino que no le importa a nadie. El cuerpo enérgico y avejentado, tieso como la mojama, aún tiene fuelle para subirse al estrado e intentar convencer a las masas escépticas de que la independencia de los cabrones allende el océano los ha convertido en… algo, algo tipo Kosovo, Surinam u Osetia, esa clase de mierda países que producen tanta pereza que uno ni haría el esfuerzo de volver a invadirlos.

 

La señora se viene arriba, da vivas a la madre patria -esa que el 99% de los asistentes locales no lograría colocar en un mapa a menos que Hizbolá la utilizara como puerto franco para contrabando o blanqueo-, vivas al Líbano, vivas a todos los pueblos de la galaxia y a la fraternidad de los mismos. Proyectadas en una pantalla se suceden imágenes de ríos, arbolitos, montañas a los lejos, mujeres sonriendo, que siempre te salvan un vídeo si no puedes presumir de otra cosa, y algunos pajarracos. Incluso Corea del Norte da más juego con el desfile de misiles y el gordo sonriendo al lado del botón nuclear. Al público se la sudan los tucanes salvajes sobrevolando la selva así que, sin miramientos, proceden al autoservicio y autogestión de los canapés.

 

Unas cuantas familias chiítas que estarán sacando tajada de los indígenas más iletrados se mezclan con mujeres que no pueden ver el suelo ante el desproporcionado tamaño de las tetas. El resto de hermanos latinoamericanos no se privan de las coñas y piden al Instituto Cervantes que publique el discurso de la embajadora arengando a los pueblos. Los diplomáticos hablan de lo suyo, un tequilita con la comida, o antes, y ya que estamos también después. La gente conserva la sonrisa con ese aire de mundo que da el saber que uno está en el Líbano tocándose básicamente los cojones a cambio de una buena pasta.

 

Estamos en el mejor hotel de Beirut, el Phoenicia, que si claramente no ha sufrido ningún atentado en los últimos años no es porque los de seguridad controlen exhaustivamente lo que una señora puede llevar bien sujeto entre las piernas. La segunda de la embajada, una morena que se ha teñido de rubia 8 veces antes de la gala, se fotografía con cualquiera que se le arrime un poco, ya sea un cactus, un viejo verde moraco o un camarero sirio bien repeinado. Los diplomáticos vienen comidos de casa, no como el perraje y niños varios que han liberado de las jaulas y que se lanzan sobre las mesas como si hubiesen anunciado que Israel va a bombardear todas las granjas de pollos del Líbano.

 

Además de para ligar y mentir, que es para lo que sale la gente de casa, están los que vienen a intentar sobrevivir, sin duda alguna los invitados más interesantes de cualquier velada. Una bola de sebo sudorosa explica en un inglés impecable que él , desde Canadá, está proyectando construir un aeropuerto en Trípoli, la segunda ciudad del país. Un agujero reseco mayoritariamente suní del que a duras penas sale una barcaza. El gordo se saca de los bolsillos una docena de tarjetas diferentes como ingeniero, arquitecto, político, o pacificador; si lo del aeropuerto no te mola te puede levantar igualmente un puente, la red de tendido eléctrico o sujetar con un par de palos unas cuantas chabolas para refugiados. Se traga 5 pastelitos de vez, desaparece raudo a venderle la moto a quien se deje mientras ya se acerca el siguiente, un marica con tupé de un hotel de la competencia, dispuesto a endosarte salas para organizar congresos, bodas, bautizos o bukakes si se tercia.

 

En el gran salón repleto de espejos, y que no ha tardado en vaciarse, me pregunto cuál es la mentira que, en mi caso, trato de desplegar para estar aquí. La mentira necesaria para cada mañana golpearse ligeramente las mejillas, preparando el rostro para asomarse ahí afuera, convenciéndose, siempre a uno mismo, de que en el trajín infinito aún queda algo valioso por hacer. El motivo para vestirse de negro y acudir a todos nuestros particulares hoteles Phoenicia de la vida.

 

Salvar la vida a cada instante, otorgarle un cierto sentido es complicadísimo. Quizás un arte. Y con el paso del tiempo me siento mucho más predispuesta a comprender todas las formas y deformaciones que uno pueda imaginar que sirvan a este propósito; entiendo a las putas y a los ladrones, también a los honestos, porque ellos, tal vez, puedan permitirse la honestidad, entiendo que las cartas son aleatorias y cambiantes y que la vida proyectada al exterior es como el reflejo elusivo de una ciudad en el agua, a veces bella si la luz es buena.

 

Me gustaría ser la intrusa desapasionada que se cuela en ese baile de máscaras, lo observa y participa sabiendo que la música que suena hoy no será la misma que suene mañana. Me gusta pensar que ese necesitar continuo del ruido está cada vez un poco más lejos de mí. A mis mentiras, que son mías, las acompaña ahora la tímida certeza de que todos los puntos a los que se puede llegar no son nada si uno ignora el camino de vuelta hacia el único destino del que todo parte y al que todo regresa, hacia ese ser que contempla el mundo y reconoce su pilar en un lugar remoto, intocable, sepultado bajo los acontecimientos de la llamada vida.

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