La periodista Virginia Bendito se sometió dos años a tratamientos de fecundidad e invirtió 21.000 euros para tener un hijo que no herede el síndrome de Treacher Collins. Aquí su historia.
Virginia miraba el monitor de las ecografías, tumbada en una camilla con las piernas bien abiertas. La doctora introdujo una jeringuilla con un tubo muy, muy largo y muy, muy fino en su cuello vaginal y, en la pantalla, Virginia vio una nube blanca que explotaba en su útero. La habían inseminado.
Y Virginia lloró y lloró.
Habían transcurrido más de dos años desde que Virginia Bendito y su marido, Patricio Lombera, habían acudido a la clínica de infertilidad para tener un niño sin la malformación congénita con la que ella había nacido. El síndrome de Treacher Collins se caracteriza por ocasionar sordera, orejas y ojos anormales, mandíbula muy pequeña y defectos en los párpados inferiores. De tener un hijo, Virginia Bendito siempre había tenido claro que sería adoptado. Cuando Patricio Lombera se cruzó en su camino, quiso formar una familia con ella, sin importarle que tuviera su síndrome. Sin embargo, para Virginia, quedarse embarazada sabiendo que su hijo probablemente heredaría el síndrome en igual o mayor grado, lo que implicaba problemas de corazón e incluso respiratorios, era una irresponsabilidad.
Virginia no quería que su hijo se pasara media vida entre médicos y quirófanos, que cuando fuera adolescente sufriera el rechazo de quien le robara el corazón, que le salieran amigos como al niño de los donetes, por todas partes, cuando lo que quería era entregarse a los besos y a las palabras bonitas, que llorara cada noche por amores no correspondidos, que no tuviera con quién salir los fines de semana por no sentirse una carabina, que cuando se hiciera mayor se sintiera un pesado por preguntar a cada rato qué había dicho cualquiera porque no había podido escuchar bien.
Con treinta y tantos años, Virginia había superado todo aquello y se gustaba cuando se miraba al espejo y se colocaba su imposible pelo lacio y se maquillaba, a veces, aquel rostro tan particular que le confería el síndrome de Treacher Collins. Aceptarse no le había resultado fácil, especialmente a partir de la adolescencia. Durante años estuvo rabiosa con Dios y con la vida por haberla traído a un mundo que no estaba hecho para las minorías, y menos aún para los que son diferentes, que la obligaba a hacer un esfuerzo para adaptarse permanentemente a una sociedad no acostumbrada a tratar a personas con malformaciones tan visibles. Virginia no era consciente de su rostro hasta que se miraba en los ojos de los adultos, los de los pasajeros del metro que tomaba para ir a la universidad o al trabajo. Era una mirada de espanto, primero; de lástima, después.
Distinta era la reacción de los niños:
¡Claro que nadie mejor que ella podía educar a un niño con síndrome de Treacher Collins! Pero si podía evitarle esos malos tragos gracias a la ciencia, ¿por qué no dar el paso? Por todas esas razones, cuando llegó el momento, ocho años después de que Virginia y Patricio se conocieran, acudieron a la clínica de fertilidad.
La primera cita, que costó 125 euros, tuvo lugar en mayo de 2005. Le extrajeron sangre para el estudio genético, que se realizaba en un laboratorio externo, y Patricio tuvo que hacer un ejercicio manual para dejar una muestra de su semen con la que realizar un espermiograma, que servía para conocer si sus espermas “eran buenos”.
Diez meses después, Virginia se dirigía al cine cuando su teléfono vibró y sonó.
Colgó el móvil y le dijo a su marido, abriendo sus ojos verdes como platos y ajustándose el audífono, que se le había descolocado de la emoción:
Y se lió a llamar sus padres, a sus hermanos y a sus mejores amigos para comunicarles la noticia:
Tras realizar más pruebas hormonales, Virginia inició el tratamiento en octubre de 2006. La doctora le recetó Menonpur, Gonal y Decapetyl. A los 70 euros de la consulta se sumaron los 1.206 euros que costaba la medicación, más los 3.640 euros de las pruebas previas. Para la pareja, este monto representaba un dineral. Pero para eso estaban los ahorros que con tanta paciencia había acumulado en 12 años de trabajo, ella como periodista y él como comercial, aunque en realidad era escritor.
Para ponerse las inyecciones, Virginia tenía que ser muy meticulosa y precisa. Colocó la hoja. A su lado, las instrucciones que le había dado la doctora en la encimera del baño. Las leyó cómodamente y se puso a la tarea. Primero cogió una jeringuilla, que ya venía en la caja de la medicina, y tomó 0,1 de Menompur, metió el líquido en otra ampolla con un polvito y disolvió el contenido. A continuación, desechó esa jeringuilla y tomó otra limpia para aspirar 225 de Gonal y mezclarlo con lo anterior. Aspiró todo con la jeringuilla, dio unos golpecitos en el plástico para quitar el aire, como había visto hacer a los profesionales sanitarios, y ya lo tenía listo para inyectarlo en un michelín. Pero no pudo. La primera inyección tuvo que ponérsela su hermana, que es enfermera. Ni lo notó. La segunda intentó ponérsela ella. Respiraba hondo, contaba uno… dos… y… y a la de tres la jeringa se quedaba suspendida en el aire. Así que la segunda también se la puso su hermana. La tercera, lo intentó varias veces, hasta que hizo acopio de valor y pudo superar el miedo de clavarse aquella finísima aguja. Después, la rutina de ponerse la medicación, que duraba algo más de una semana, fue coser y cantar, aunque el baño parecía el laboratorio de un yonqui, a falta del papel albal, la cuchara y el mechero.
Cada dos días tenía que ir a hacerse una ecografía para ver si había más ovocitos y si variaban la medicación, y también hacerse más análisis. Pero la medicación tenía efectos secundarios de los que no les habían hablado.
Por ejemplo, una tarde:
Y otro día:
El tratamiento duraba unos diez días, aproximadamente.
Pero, llegado el día, no había quirófano en la clínica de Madrid, y tuvieron que viajar a Valencia. A las cuentas se sumó el costo de tren y hotel: 228 euros. Además, debieron depositar 3.500 euros para cubrir la punción ovárica y otras cuestiones médicas.
El día de la punción ovárica hacía un tiempo muy agradable y eso hizo que Virginia se sintiera aún más animada, olvidándose de que debía ingresar en unas horas en la clínica, para ser anestesiada y extraerle los ovocitos. Ya ingresada, en la mesilla de la habitación dejaron un bote esterilizado para que Patricio dejase una muestra de semen, que debía estar lista para cuando Virginia fuese trasladada al quirófano.
Cuando llegó el médico, les explicó que habían extraído 9 de los 12 ovocitos, que les sugería congelar los embriones que resultasen y hacer otro ciclo de hormonas para poder hacerles la biopsia y averiguar así cuáles tenían el gen, porque costaba lo mismo hacer la biopsia a un embrión que a 20 y, dado los 700 euros de inversión, era mejor esperar.
La fecundación prosperó en 6 de los 9 ovocitos, en el resto no hubo éxito, según le informaron por teléfono a Virginia. Para ella, que estaba dolorida y con la tripa hinchada como un balón tras la punción ovárica, y para Patricio, significó un pequeño desánimo. Normalmente se produce una transferencia embrionaria tras cada ciclo de hormonas, pero su caso era la excepción. Se lo tomaron bien: no pasaba nada, querían tener un hijo y harían lo hiciera falta, aunque tuvieran que esperar un poco más de lo normal en el proceso de fertilidad.
Ahora era necesario descansar dos meses, como lo estipulaba el protocolo, para que el cuerpo eliminase los restos de la medicación inyectada. Durante ese tiempo y un poco más (el invierno le sentaba fatal a Virginia, quien con el frío andada casi permanentemente constipada) aprovechó para pedir una ayuda a la Asociación de la Prensa de Madrid, que decidió otorgársela. Este apoyo y la ayuda de su familia supusieron un respiro económico para la pareja, que recomenzó el tratamiento en marzo de 2007. Esta vez, con otro más potente. Más inyecciones, más ecografías, más medicación. Otro tren a Valencia y otra noche de hotel. Más dinero.
En este segundo intento fecundaron unos pocos ovocitos. La doctora pensó que aún no eran suficientes para realizar la biopsia, porque era una prueba muy delicada y cuantos más embriones hubiera, mejor. Recomendó a Virginia y a Patricio otro ciclo más, aunque esta vez sería en Madrid, ya que para entonces la clínica tendría instalado un quirófano en la capital.
En el tercer ciclo, ya a finales de mayo, no lograron muchos más embriones: cuatro, los suficientes para el siguiente paso. ¡El gran día estaba a punto de llegar!
Al día siguiente:
El 13 de junio de 2007, llegó el gran día:
Y Virginia lloró y lloró.
Y su doctora lloró y lloró, y también la enfermera.
Cuando subió del quirófano, Patricio la besó; en el taxi camino a casa, la sujetó del brazo; y, antes de dormir, le daba largos abrazos en la cama.
Ahora Virginia debía ponerse una pastilla vaginal cada día, para evitar hemorragias, y descansar.
Unos días después, cuando estaba tumbada en la cama, pensando en cómo reconvertir el estudio en dormitorio infantil, sintió un retortijón que le sacudió la tripa. Salió disparada al baño, con su pelo alborotado por la almohada, se bajó las bragas y vio que estaban limpias.
Por un momento pensó que sus niños se habían despegado de su vientre, que tendría que ir a urgencias por peligro de aborto o algo así, esas cosas sucedían.
Las mañanas con sus tardes pasaron entre libros, música, series de televisión y películas. Así el reposo y la espera de la prueba del embarazo, fijada para el 22 de junio, se hacía más llevadera. Ese día, su hermana quiso estar con ella para distraerla hasta que le dieran los resultados. Su marido tenía un asunto muy importante en el trabajo y por eso no podía acompañarla. Tras el madrugón y dar un par de vueltas alrededor de la clínica para aparcar en el primer sitio que quedó libre, se hizo el análisis y luego se fueron a desayunar. Los resultados, como siempre, se los darían por teléfono.
La impaciencia le roía el estómago. “¿Cuánto se tarda en hacer un análisis?”, pensaba ¡Quería que el teléfono sonase ya, quería los resultados ya, no quería esperar más! Después pulularon por la ciudad, de escaparate en escaparate, mientras Virginia sujetaba con fuerza el móvil y miraba una y otra vez la pantalla para confirmar que había cobertura y que no había ninguna llamada perdida. El paseo terminó en la oficina de su hermana, quien tenía que revisar un par de cosas. Fue allí cuando sonó el teléfono:
No pudo escuchar más. El teléfono se le cayó de la mano, clack clock, sobre la mesa. Un llanto silencioso comenzó a ahogarla, hasta que escapó en un gemido profundo y entrecortado por las convulsiones. Tanto le pesaba el dolor que era incapaz de ponerse en pie y por más que lloraba no se desahogaba. “El resultado de la prueba es negativo… ¡negativo!…”, pensó, “¿Y ahora?”. Sólo quedaba el vacío, la nada. Deseaba cerrar los ojos en aquel instante y morir, quería hablar con Dios, con la vida, con el universo, con lo que hubiera más allá para preguntarle: ¿Por qué te has llevado a mis niños? ¿Por qué? ¡Devuélvemelos, y devuélvemelos ahora! Nunca pensó, jamás, nunca imaginó que aquello iba a ser un golpe tan duro. No tenía consuelo para tanto dolor. De nada servían las cariñosas palabras de Patricio cuando le llamó para decírselo, ni los afectuosos abrazos de su hermana, ni las llamadas de los amigos, nada. Tenía todo el amor del mundo a su alrededor, lo tenía todo en la vida para ser feliz… menos el hijo que heredara sus ojos verdes y el pelazo negro de su marido, al que celebrarle los primeros pasos, leerle cuentos, escuchar sus primeras sílabas, comérselo a besos, presumir de lindura…
Ninguna respuesta. La mirada perdida.
Fueron al coche, y allí estuvo Virginia en silencio dejando que sus lágrimas, gordas como puños, bajasen por su enrojecida piel sin molestarse en secarlas, mientras su hermana conducía sin rumbo por Madrid, atendiendo a la vez las llamadas de toda la familia, preocupada e impotente ante el sufrimiento de Virginia.
Y compró un cubo de basura. Oficialmente, porque su cubo viejo estaba roto, en verdad, porque a la basura se fueron prácticamente todos sus ahorros de doce años de trabajo, más de 21.000 euros, sus tres ciclos de hormonas, su fecundación in vitro y sus esperanzas de ser madre.
Hubo un intento más, en octubre de 2007. A Virginia no le importaba quedarse sin un duro, quería volver a intentarlo e inició, con el apoyo incondicional de su marido, un cuarto ciclo de hormonas, pero esta vez ni siquiera se llegó a concluir el tratamiento.
Virginia se vistió de nuevo y se sentó frente a la doctora.
Cruzó la puerta de la clínica y el frío hizo que se arrebujara en su chamarra, caminó un rato hacia un parque cercano, se sentó en un banco vacío que había en un rellano rodeado de árboles donde no había un alma, cogió el móvil y llamó a su marido para decirle que habían quemado el último cartucho, que habían perdido la larga batalla que comenzaron en marzo de 2005. Colgó y lloró, una vez más, pero esta vez de agotamiento.
Aquella noche, mientras se abrazaban en la cama, él dijo:
Y aparcaron el proyecto de ampliar la familia, al menos durante una temporada.
Virginia no quería obsesionarse, necesitaba recomponerse, recoger los pedazos que habían quedado por el suelo.
Ese año pasaron las Navidades con la familia de Patricio, en México, y la fiesta de Reyes Magos en Madrid, con la de Virginia. Hicieron lo que no pudieron cuando estaban cercados por hormonas y ecografías: ver exposiciones, escaparse a la sierra y, gracias a la maravilla de las ofertas on line, visitar Londres y Egipto. Eran muy buenos compañeros de viaje, no sólo en plan turistas.
Dos años después de la primera punción ovárica, en octubre de 2008, un amigo avisó a Virginia que la Comunidad de Madrid había puesto en marcha la bolsa de adopción nacional. Virginia cogió el teléfono: