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Emilia, el miedo, la felicidad y la escritura

 

 

Pensamos que la noche es propicia, y en realidad no estamos seguros de nada. Como cuando nos entregamos al sueño después de haberlo dicho todo y en realidad después de no haber dicho nada. Y luego nos pasamos las cinco o seis horas encerrados en un cine que es idéntico a la realidad, asistiendo desde el interior de la cabeza del protagonista a una serie de asesinatos inexplicables, a la manera de un Ripley tan contemporáneo que no conseguimos que nos dé el miedo que debiera, y no solo porque se nos parezca, pero que va dejando un reguero de muerte sin sangre y convirtiendo en víctimas precisamente a los que más espontánea devoción le muestran, como si a la manera de un inmoralista matara a los que le aman o a los que podría amar. Y luego asistir, también con desesperación, a la incapacidad del asesino, con el que perversamente hemos acabado por simpatizar, para salir de la ciudad cuando todavía no se ha dado la voz de alarma, no se ha desatado la caza del hombre. Le veo entrar en una estación, ver cómo le roban el sitio en la cola a empellones, y al final acaba desistiendo de esperar su turno cuando podría con toda seguridad conseguir un billete para el expreso nocturno hacia Quebec que le dejaría a salvo al otro lado de la frontera. 

 

Al otro lado de la frontera. Hace semanas que terminé de leer Canadá, que entrevisté a Richard Ford, tiempo, imagino, más que suficiente para que las frases y los sucesos, las escenas y las emociones instiladas en el cerebro y su delta (memoria, inteligencia, emociones, sintaxis, alacena moral, instintos reptilianos) se diluyeran y pasaran a formar parte de ese magma que tanto se parece a las nubes y bancos de plancton de la namibia Costa de los Esqueletos, donde el agua tran fría es idónea para la vida marina y los buques fantasmas.

 

Me despierto dentro del sueño en el mismo vagón del metro que el protagonista de mi la película que se proyecta en el cine de mi cabeza para un solo especatador que es al mismo tiempo el guionista y el director, el cámara y el montador, y me doy cuenta aterrado de que a mi lado una pareja de ancianos completamente desnudos y abierto de piernas (ella) o cerrado como un crustáceo (él) hacen un simulacro de acto sexual. Ante mi mirada, que mezcla el estupor con el pánico (porque hay una postura que me recuerda a la de Gregor Samsa cuando se despertó aquella mañana de Praga o de Berlín convertido en un insecto), ella me lanza una mirada desafiante, como la de un prelado de Satanás o un redactor jefe cuando has metido la gampa hasta la ingle y no hay escapatoria. El resto del pasaje de un vagón que parece estar surcando los túneles de 1973 o 1974 en un Madrid al que fui a examinarme de inglés y el olor del ferrocarril subterráneo era una mezcla de goma fría, estopa, humo viejo, orín y aceite seco, parecía habituado a estas transacciones carnales y asistía divertido al escándalo del asesino que a estas alturas del filme ya era de arte y ensayo y era yo mismo.

 

Me entra un vértigo, una pesadumbre, como si el peso de los sentimientos fuera directamentre proporcional al perímetro del miedo, y en realidad su conversión al sistema métrico emocional fuera una plancha de plomo del grosor de la mala conciencia. Pero eso fue ayer antes de ceder, de dejar la voluntad desmontada como un mecano oxidado.

 

Hay temas que, como opositores a un puesto perpetuo en la cámara acorazada de la seguridad material y emocional, nos los sabemos. Sabemos en qué baldosas del pasillo no hay que poner el pie cuando nos levantamos para mear y no queremos encontrarnos en mitad de la noche ni con nuestro padre ni con el diablo que los curas y los enmascarados del Opus Dei no han dejado de evocar para meternos el miedo en el cuerpo a la hora de tocarnos, ver quiénes somos, mirar a las niñas con lascivia, dedicar nuestra vida contumazmente al mal. Con palabras como esas se han instruido guerras. Con palabras como esas hemos estado luchando con sombras oleaginosas durante años, aunque eso no explique nuestras dudas contemporáneas y ahora finjamos reírnos y hayamos impugnado la vida del espíritu como si toda ella estuviera llena de falsarios.

 

Me acordé de mi abuela Emilia viendo la Emilia con la que Claudio Tolcachir ha vuelto a Madrid, y no porque la perversa Emilia que Gloria Muñoz defiende como se defiende un superviviente tuviera algo que ver con la madre de mi madre, esa Emilia con la que volví a encotrarme anoche, cuando no sabía que iba a soñar lo que soñé. Me venció el sueño y dejé para hoy lo que podía haber escrito anoche y que no tiene nada que ver con lo que hubiera escrito. 

 

No resulta gratuito que a la muerte de Adela Escartín, la maestra de teatro que me puso en contacto, como a mis compañeros, con algunas de mis zonas oscuras, que hay que visitar si se quiere que el teatro sea algo más que entretenimiento y diversión, heredara dos de sus queridas marionetas indonesias. Ahí están, como una egregia y turbadora escolta, silenciosos guardianes, semejantes a los que Kafka escogió para que velaran eternamente, hasta el día de la muerte del que espera, la puerta de la Justicia. Se me colaron en la foto que tomé anoche como si quisiera recordar que no escribí lo que debía, sin saber lo que me iba a deparar el sueño. Acabaron las figuras de Adela, procedentes de aquella casa en la que me daba miedo entrar, en el cuarto donde escribo. Ahora forman parte de mi galería de terrores en proceso de domesticación, pero acaso cobran vida propia cuando no les presto atención. ¿Como los muñecos de los ventrílocuos? Escribía Enrique Vila-Matas hace unos días: «Me he dejado llevar por mi vieja fascinación por los ventrílocuos, acerca de los cuales Philip Roth dijo que, si no fuera por vuestra línea de visión, no encontraríamos placer alguno en su trabajo, pues su arte consiste en estar presentes y ausentes: ‘De hecho, el ventrílocuo está simultáneamente siendo otro; ninguno de los dos es él una vez baja el telón'». ¿Y nosotros? ¿Lo somos cuando cerramos los ojos? ¿Y cuando los volvemos a abrir a la mañana siguiente? ¿Somos exactamente los mismos después de haber soñado lo que soñamos, después de haber leído lo que leímos, después de haber vivido lo que vivimos, después de haber hecho lo que hicimos?

 

Este artículo no tenía que haber sido así. De ninguna manera. No era lo previsto. Siempre que hablo de mi abuela Emilia me acuerdo del gran peral habitado en el que ella acabó por transformarse cuando murió, del cerdo que tuvimos que enterrar antes de la matanza porque se puso enfermo e hizo que la tierra se volviera grávida y el ciruelo (acaso era un pérsico) diera al año siguiente los mejores frutos de su vida, de cuando se peinaba la larga cabellera de plata estallada junto a la máquina de coser los días en los que se la lavaba y para ello deshacía su sempiterno moño, y de cuando, muy raramente, lloraba por razones que entonces no entendía pero que tenían que ver con los desplantes del abuelo Benigno y sus vicios. 

 

La Emilia de Tolcachir abre una puerta inquietante a la fábrica de una personalidad: la suya y la del muchacho que prohijó, y que ahora arrastra, en el teatro que quiere ser un trasunto de la vida, una incapacidad radical para hacer frente a la verdad. Mi Emilia me acompaña, como la pequeña foto de pasaporte de Franz Kafka, desde que empecé a alejarme de mi casa. La Emilia que no quería que le fotografiaran las manos porque en ella estaba la radiografía de sus tratos con la tierra y con el fuego, con las verduras y las patatas, con el agua fría del pilón y con la sangre del cerdo abierto en canal. Mi Emilia me devuelve algo que nunca he perdido, aunque a veces me ponga de perfil, me ponga estupendo, y no recuerde lo que es importante.

 

¿Escribir lo es? Vamos dando tumbos por la escala de los mapas, por la escalera que lleva de la infancia a este momento. Y aunque este no era el post que quería escribir anoche y que acabé escribiendo hoy sin saber muy bien a quién estoy haciendo señas en la oscuridad, lo que busco es tal vez un dibujo en el cristal empañado, el mensaje en morse que la lluvia escribía sobre el patio de cemento de la casa de Emilia en el número 55 de la calle de Núñez de Balboa de Vigo donde puedo jurar que fui feliz con ella, con mis padres, mis hermanos y mis primos.

 

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