Días antes de irse para siempre, con las fuerzas suficientes como para tomar una pluma y vencer esa tristeza que inmoviliza, Emilio Salgari le escribió a sus editores: “A vosotros, que os habéis enriquecido con mi piel, manteniéndome a mí y a mi familia en una continua semimiseria o aún peor, sólo os pido que en compensación por las ganancias que os he proporcionado, os ocupéis de los gastos de mis funerales. Os saludo rompiendo la pluma”.
De pequeño soñó siempre con ser marinero. Pese a no terminar sus estudios, cuando nació su juventud se hizo llamar “capitán”. Unas pocas horas de navegación y muchas otras de imaginación se unieron en una alianza ideal y proyectaron sueños y líneas de tinta en 84 novelas. “Sandokán”, su héroe, su dueño del mundo, su alter ego en aquellos universos en los que quiso estar. Un hombre capaz de poblar de aventuras los tiempos de muchos niños de todos los mundos posibles. Su Verona natal, en la querida Italia, le tuvo un lugar reservado desde siempre para iluminar la vida de otros, mientras la de él, poco a poco, se apagaba indefectiblemente.
Se enamoró de una actriz italiana, Ida Peruzzi, y se casó con ella en 1892. La llamó cariñosamente “Aida”, como la famosa ópera de Giuseppe Verdi. Mientras estrenaba su narrativa en diarios de Milán y de Turín, su fama como novelista comenzó a crecer a pasos agigantados. Vinieron los hijos. Vino el éxito. Y vino lo que la fama implica: un equilibrio exquisito entre la intimidad, el dinero y la familia. Un cocktail explosivo, arrebatador, como un huracán que liquida cualquier intento de calma. Las prisas, los gastos, las necesidades. Todo aquello que terminó por sucumbir entre cuatro críos inocentes frente al salvajismo del mundo y una madre y esposa con un gran desequilibrio mental. Emilio lo escribe en su carta de despedida: “Soy un vencido. La locura de vuestra madre me ha partido el corazón y todas mis fuerzas. Yo espero que los millones de admiradores, a los que durante años he distraído e instruido, os saldrán al encuentro. Os dejo solo 150 liras, más un crédito de 600 liras, que recogeréis de la señora Nusshaumar. Os dejo la dirección”.
De carácter irascible, cuentan las crónicas que enfadado por el desprecio que manifestó por su trabajo un periodista italiano, Giuseppe Biasoli, lo retó a duelo. Todo terminó cuando Emilio le propinó una paliza importante y debió pasar seis meses en la cárcel por tal acontecimiento. Pero nada impidió que sus novelas ambientadas en los mares y en tierras lejanas, en islas vírgenes, en sitios llenos de naturaleza, siguieran su ritmo exitoso. Fue el primer escritor europeo en vender diez mil ejemplares de una sola novela. Los tigres de la Malasia, El corsario negro y La reina de los caribes son algunas de sus tantas obras consagradas.
Su abuelo y su padre su suicidaron. Él se suicidó a los 49, en 1911. Y más tarde, Romero y Omar, dos de sus cuatro hijos, hicieron lo propio para no echar a perder la trágica tradición familiar. Hubo también una carta, antes de su fin, dirigida a sus editores: “Vencido por todo tipo de desgracias, reducido a miseria a pesar del enorme trabajo, con mi mujer loca en el hospital, a la que no puedo pagar sus gastos, me quito la vida. Tengo muchos admiradores en Europa y en América. Les pido, señores directores, que abran una suscripción para sacar de la miseria a mis cuatro hijos y pagar los gastos de mi mujer mientras esté en el hospital”.
Casi dos décadas después de su muerte, los hijos de Emilio Salgari encargaron a un académico amigo la escritura de las memorias de su padre. Pese a que Mis memorias es un libro firmado por él, no es él quien verdaderamente lo escribió. El filósofo y escritor español Fernando Savater así lo explica: “probablemente los hijos de Salgari encargaron el libro para que fuera un homenaje a la figura de su padre y a la vez un negocio rentable”.
Salgari, aquel poeta de la imaginación, aquel amigo de millones de infancias, vive cada vez que la palabra aventura se pronuncia en algún rincón del mundo. Y Emilio también es el mismo que estuvo en los detalles hasta el último momento. No dejó nada a la improvisación. Y así se despidió de sus niños para siempre: “Os besa a todos, con el corazón sangrando, vuestro desgraciado padre. Voy a morir al Valle di San Martino, junto al sitio en el que, cuando vivíamos en la Via Guastella, íbamos a desayunar. Encontraran mi cadáver en un barranco que ya conoceis, porque allí íbamos a recoger flores”.