1. Frente al reproche de indiferencia moral como el humus de su consentimiento, el espectador que permite el mal sin inmutarse ensaya todavía diversas defensas. La indiferencia, alegará tal vez, es selectiva. Claro que sí, pero la cuestión es saber si existe una regla secreta que presida en nosotros el reparto de las zonas de amnesia y las zonas de memoria. O, lo que es igual, si alguien resulta capaz de dictaminar qué hechos deben traspasar el umbral de nuestra atención y cuáles no, quién conoce el criterio por el que haya que recordar unas cosas y olvidar otras. Otrotanto sucede con la objeción según la cual la indiferencia puede ser positiva. Ya hemos dicho que cabe una incontestable virtud en el olvido, pero según y cómo. «Para vivir, cada mañana hay que arrojar en la nada una parte de lo que se ha hecho la víspera. Queda por saber qué parte justamente…». Se trata de trazar las líneas de demarcación entre la buena y la mala indiferencia, si se prefiere.
Detectada y rechazada la indiferencia indecente, no vaya a pensarse que las buenas emociones que la sustituyen brillan siempre por su pureza. Empecemos por dejar a un lado la mera rabia como fácil desvío de nuestra eventual responsabilidad ante el daño ajeno. Hablamos de ese sentimiento en apariencia honroso que se desahoga en el «no hay derecho» o «hay que hacer algo»…, pero que no pasa de ahí. La indignación es un sentimiento que acompaña y precede al afán de justicia, pero no su condición suficiente. Mientras no sea más que eso, la rabia no es en modo alguno un precursor de la política, sino más bien su aparatoso sustituto. Se limita a reducir el diálogo posible a una expresión de emociones manifiestas y supuestamente compartidas por todos, que certifican nuestra autenticidad y nos otorgan ya alguna presunción de buena voluntad. En suma, como han dicho algunos- la rabia es «la simulación política de la impotencia».
Algo parecido habría que decir de la compasión -así se le reprocha desde antiguo-, que reclama idéntica buena conciencia. «Siempre que sentimos simpatía sentimos que no somos cómplices de las causas del sufrimiento. Nuestra simpatía proclama nuestra inocencia así como nuestra ineficacia. En esa medida puede ser una respuesta impertinente, si no inadecuada (a pesar de nuestras buenas intenciones)» (ib.) O de unas intenciones no tan buenas o que al menos conviene someter a examen, añadimos, mientras no nos dispongan a acabar con ese sufrimiento injusto. El recordatorio compasivo o indignado de los males del prójimo puede perseguir, no tanto su final y el castigo merecido, como situar a quienes lo reclaman en un lugar teórico y práctico inobjetable.
2. Entre las estratagemas habituales para no afrontar los daños de la iniquidad han de contarse algunas falsas ilusiones. En esta descripción de la ilusión favorita de la gente de edad en Alemania ante el crecimiento del nazismo, tal como cuenta S. Haffner, se concentran varias de ellas: “Los mayores trataban de demostrarse a diario a sí mismos y a los demás que era imposible que todo aquello continuase, adoptaban la pose típica del sabelotodo que disfruta de la situación, se ahorraban tener que contemplar lo demoníaco concentrando su mirada en lo más infantil, se engañaban a sí mismos haciendo de su postura totalmente sumisa y desesperada una actitud que consistía en estar al margen de la situación y observarlo todo con aires de superioridad…”. Esa fingida superioridad puede brotar de la costumbre de aferrarse a sus conceptos abstractos a fin de poder ignorar todos los hechos particulares. Al final, es un modo de preservar su propia impecabilidad.
Varias tentaciones más acosan a los que quieren preservar su inocencia ante el daño público. Una es la amargura, el propio abandono masoquista al odio, al dolor y al pesimismo. Otra, en dirección contraria, es la búsqueda de una pureza imposible de quien no desea corromperse interiormente a través del odio y el sufrimiento, sino mantener una actitud amable. Para ello no hay otra salida que desviar la mirada y aislarse. Es como desear los resultados de la acción pero sin acción, los frutos del esfuerzo sin esfuerzo; mejor dicho, sin los peligros que la acción y el esfuerzo llevan aparejados. Con el tiempo se aprende que todo el que actúa encuentra rivales y, por desgracia, enemigos porque sus planes y las circunstancias llevan a las personas a adoptar distintos puntos de vista. Pero el espectador cauto declara preferir ser amigo de todos, cuando sabe bien que eso significa defraudar a casi todos y, a lo más, ser amigo de unos pocos: los que pueden hacerle daño también a él, como ya se lo están haciendo a los demás.
Una variante específica de semejante cautela la representan algunos teóricos, hombres de pensamiento o creadores, para los que no encajaría estrictamente el apelativo de intelectuales. Podríamos entenderla como una coartada estética, que a su vez admite grados. Su extremo más cínico diría que ellos (dado el elevado quehacer al que están predestinados) se sienten demasiado por encima de la brutalidad o del achatamiento de la situación, que no tienen por qué descender de su exquisito refugio y enfangarse en la miseria general. Nada, ni el más atroz sufrimiento de sus conciudadanos, puede interrumpir su retiro o su ensimismamiento. Para éstos las palabras de Sartre siguen siendo del todo adecuadas: “Falsa exterioridad. Postura complaciente y mentirosa. Cualquiera puede elegir su partido en la Historia, pero nunca se está al lado, en el exterior, retirado, en la orilla. La historia es nuestro elemento (…). No hay afuera”. O las de Camus, que discurren por el mismo camino: “Le niego el derecho a creerse con las manos limpias. Estamos en un nudo de la historia donde la complicidad es total y usted no escapa de esa servidumbre, sino que tampoco hace ningún esfuerzo por escapar. Mi única ventaja sobre usted es que, por mi parte, yo he hecho ese esfuerzo (…) por que disminuya desde ahora mismo el atroz dolor de los hombres”.
Pongamos buen cuidado en contrastar esta postura con esa otra -su opuesta- que merece mayor respeto, precisamente porque trata de mantener a raya la tentación escapista ante la ignominia reinante. Ahora bien, justamente por haberse comprometido en el combate por la libertad conocen lo mucho que ello les ha costado y lo que ya no están dispuestos a entregar. Su queja –es el lamento de René Char- sonaría aproximadamente así: bastante daño me hacen esos criminales como para que, además, me arrebaten mi vida más íntima o más productiva; ya me han recortado mi libertad exterior, no les debo también mi pensamiento, mi imaginación o mi tiempo libre. Con mayor motivo que en el ciudadano corriente, la opresión colectiva se vuelve para el pensador o el artista un mal imperdonable por lo mucho que reduce sus dimensiones a mero combatiente contra esa opresión. Todo eso también forma parte del mal que la barbarie introduce en el mundo.