Mi agenda la hace gente a la que no conozco y a la que no importo una mierda. Me gusta el fútbol e intuyo que a esa gente también, aunque su papel se limite a fijar las horas a las que se disputarán los partidos de cada jornada. Suelo confesarlo con la boca pequeña, con un sentimiento que acaba colindando con la vergüenza según los aires que se dé cada quién, resignado a que en un doloroso número de ocasiones lo que se me devuelva sea condescendencia. Es entonces cuando corro a casa, enciendo la tele y siento algo parecido a lo que el yonqui cuando la necesidad se hace insoportable. “Me llamo Alejandro y no recuerdo cuándo fue la última vez que estuve limpio” figuraría en mi estado de Whatsapp si no fuera porque podría llevar a malentendidos.
Vivo entregado a él desde que tengo uso de razón. Empecé pidiéndole a mi padre una camiseta de Brasil cuando aún no sabía quién era Rivaldo porque me gustaban sus colores. Con los años acabé saqueándole la tarjeta. Jugué desde que nací, y ya lo siento por mi madre, que sufrió marcas en las paredes y una colección de destrozos por mi obsesión por moverme con una pelota pegada al pie en cada desplazamiento por aquel viejo piso en Oviedo.
Lo de pegada es un decir. Más hubiese querido yo. Cuando jugaba en minibenjamines para mi cerebro de cinco años el cambio de campo era una ecuación complicadísima que a menudo se resolvía conmigo corriendo desaforadamente –esto también es literatura– hacia la que en el primer tiempo era mi propia portería. Siempre sufrí lo indecible viendo cómo los buenos no se esforzaban. Esos desmanes de pasotismo eran una puñalada para la pasión desmedida de paquetes como yo. Ésta es sólo una de las incontables cosas de la vida que me ha enseñado el fútbol. Lucha por lo que desees y ya vendrá alguien con más lo que sea (calidad, dinero) a conseguirlo.
Espero que esto tampoco se malinterprete: desde que terminé el colegio no puedo evitar pararme cada vez que paso junto a uno y veo que es la hora del recreo. En esa manada que corre sin más motivo que patear un balón puede leerse un tratado de sociología. Cuando yo era aún más mocoso que ahora y estaba en su lugar pude escuchar ese “el nuevo juega” tras el que automáticamente el camino hacia la integración quedaba asfaltado. En la foto que nos hacían como recuerdo a nuestro paso por el colegio de primaria salgo con los mofletes coloreados y el pelo húmedo y despeinado.
Uno de los discursos que ya tengo encasquillados de tanto disparar es el que doy a alguien que dice que el fútbol es aburrido. Si pudiera, abreviaría llevándome al susodicho a una grada y poniéndolo de espaldas al partido. Noventa minutos para mirar a gente que entrega lo que quizás sea su única tarde libre en toda la semana para pagar una entrada con un dinero que a lo peor no tiene. Para todos ellos un 0-0 tiene mucho de bálsamo, de tránsito reparador en su vuelta a la rutina. Una comunión con iguales que celebra su infancia y aparca lo espinoso de la madurez en la puerta. Un empate a nada que reconforta aunque solo sea por lo que evita.
Nick Hornby, algo así como el guía espiritual de quienes quieren creerse todo esto, escribió en Fiebre en las gradas (Anagrama) una de las frases con las que más me he identificado nunca: “Me enamoré del fútbol tal como más adelante me iba a enamorar de las mujeres: de repente, sin explicación, sin hacer ejercicio de mis facultades críticas, sin ponerme a pensar para nada en el dolor y en los sobresaltos que la experiencia traería consigo”. Iría preso con tal de preguntarle con cuál de los dos amores se queda.
Alejandro Díaz-Agero (Oviedo, 1993) es graduado en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid. Hizo prácticas en La Nueva España y ABC, donde después hice su máster y ahora ve “cómo los días mueren y nacen”.