“Al viejo le llamaban en su lengua Aladino. Había hecho construir entre dos montañas, en un valle, el más bello jardín que jamás se vio. En él había los mejores frutos de la tierra. En medio del parque había hecho edificar las más suntuosas mansiones y palacios que jamás vieron los hombres, dorados y pintados de los más maravillosos colores. Había en el centro del jardín una fuente, por cuyas cañerías pasaba el vino, por otra leche, por otra la miel y por otra el agua. Había recogido en él a las doncellas del mundo, que sabían tañer todos los instrumentos y cantaban como los ángeles, y el Viejo hacía creer a sus súbditos que aquello era el Paraíso. Y lo había hecho creer, porque Mahoma dejó escrito a los sarracenos que los que van al cielo tendrán cuantas mujeres hermosas apetezcan y encontrarán en él caños manando agua, miel, vino y leche. Y por esta razón había mandado construir ese jardín, semejante al Paraíso descrito por Mahoma, y los sarracenos creían realmente que aquel jardín era el Paraíso. En el jardín no entraba hombre alguno, más que aquellos que habían de convertirse en asesinos”[1].
Alamut… Desde que, hace ya demasiados años, pues era yo por entonces todavía un adolescente barbilampiño y hoy mi barba crece ya blanca, leí por primera vez este sugerente texto del viajero de viajeros, Marco Polo, supe que alguna vez, inevitablemente, viajaría hasta Alamut, el inaccesible nido de águilas desde el que Hasan ibn Sabbah, el Viejo de la Montaña, dirigió su secta de “asesinos” y que acabó convirtiendo nada menos que en el Paraíso… Por eso, esta fría mañana de marzo, aunque apenas he tomado un té a modo de “frugal” desayuno y que me esperan un montón de horas de coche por carreteras “manifiestamente” mejorables, me encuentro de un humor inmejorable y esencialmente feliz, pues hoy por fin, las botas siempre cubiertas de polvo de este viajero ascenderán por la cresta sobre la que se alzan los restos de la mítica fortaleza y, desde la cima, mis ojos contemplaran la misma perspectiva que tantas veces observó, imagino, el Viejo de la Montaña. Hoy, si ningún fiero “asesino” llegado desde la noche de los tiempos me lo impide, ¡estaré en Alamut!
El Viejo de la Montaña y sus asesinos han formado parte, prácticamente desde siempre, del imaginario mítico-fantástico de occidente. El mismo Umberto Eco incluye Alamut en su Historia de las tierras y los lugares legendarios, junto a la Atlántida, el Reino del Preste Juan, Thule o el “País de Jauja”. Pero a diferencia de todos estos parajes fantásticos, Alamut es un mito que aún hoy día puede visitarse pues, independientemente de su leyenda, existió físicamente. Curiosamente, el eco de su existencia siempre tuvo y ha tenido un eco mucho mayor entre nosotros que en el propio islam. Quizá por las connotaciones negativas de su leyenda o porque para la mayoría del islam el ismaelismo, secta a la que perteneció Hasan ibn Sabbah, resulta esencialmente herético. Así no fue solo Marco Polo quien dio a conocer a los “asesinos” en Occidente. En fechas muy cercanas a las de la existencia del Viejo y anteriores a las del relato de Marco Polo, podemos encontrar por ejemplo las narraciones del arzobispo Guillermo de Tiro o la del conde y cruzado Enrique II de Champaña. La fascinación por Alamut continúa aun hoy en el mundo occidental más viva de lo que pudiera parecer en un primer momento, lo que ocurre es que, simplemente, la mayoría de quienes participan de ella probablemente no son conscientes de ello. Así, podríamos recordar a los millones de jugadores en todo el mundo del popularísimo videojuego Assasins creed, inspirado en la quimérica historia de los asesinos del Viejo de la Montaña. Otro ejemplo de esta constante presencia es la exitosa película de John Milius Conan, el Bárbaro, protagonizada por Arnold Schwarzenegger, donde puede observarse una versión de una de las ceremonias que más debieron impresionar a los contemporáneos de Hasan ibn Sabbah: el “salto de fe”. El salto al vacío desde las murallas de Alamut que al parecer realizaban, a su orden, los fedayines elegidos por el Viejo de la Montaña para probar su fe y su indiferencia ante la muerte. Ceremonia que Enrique II de Champaña afirmó haber contemplado personalmente en su visita a Alamut.
Llevo ya unos días recorriendo el noroeste de Irán camino de Alamut, empecé en la ciudad de Tabriz. Desde allí aproveché para acercarme hasta el olvidado, solitario, pero sublimemente bello monasterio armenio de San Tadeo, situado literalmente en el fin de este país, a muy pocos kilómetros de la frontera con Azerbaiyán. Si tienen un momento, busquen en internet alguna imagen de este monasterio que aquí se conoce como Kara Kilise y descubrirán que Irán es mucho más que Isfahan. Desde allí, siempre hacia el este y siempre en coche, he estado en Ardabil y su mausoleo del Sheij Safiodin, y bajo una fortísima nevada, ¡nunca imaginé que fuera a nevarme en Irán!, he visitado también los restos del antiquísimo templo zoroastriano de Takht-e Sulaiman, más conocido como Trono de Salomón. Tanto el gigantesco bazar de Tabriz, como san Tadeo, el mausoleo del Sheij Safiodin o Takht-e Sulaiman, son Patrimonio de la Humanidad, lugares bellísimos y de sugerente exotismo, pero que en realidad no resultan sino un aperitivo frente a mi destino final: la legendaria fortaleza de Alamut.
Me pongo en camino pleno de entusiasmo pero un tanto cansado. ¡Esta noche no he podido dormir mucho! La he pasado en un lugar más o menos cercano al Trono de Salomón llamado Takab, un pueblito nada turístico y tan perdido que ni tan siquiera aparece en mi Lonely Planet. Su estructura urbanística es sencilla, una única y larga calle principal que, ¡cómo no!, ostenta el nombre de Imán Jomeini (¡esto es Irán!), desde la que nacen un sinfín de pequeñas callejas. El occidental que pasea por esa única avenida se siente, por un rato, alguien famoso, pues todo el mundo se gira al verle. Muchos hombres, sobre todo los más jóvenes, no podían resistirse y me preguntaban de dónde soy en un inglés tan rústico como el mío o a través del universal lenguaje de gestos, y la breve conversación terminaba siempre con un “Welcome to Irán”. Las mujeres, prácticamente todas enfundadas en el típico chador negro –Teherán queda muy lejos de Takab tanto geográfica como culturalmente–, no se atrevían a preguntar, pero me observaban con el mismo asombro. La mayoría de ellas van maquilladas con una especie de –supongo– polvo de arroz que da a su rostro un tono pálido y más bien ceniciento, lo que mezclado con su negro atuendo les da un aspecto como de vampiresas. Caminé un buen rato, comí un par de pastelitos de miel que el dueño del negocio se negó a cobrarme y que me envolvió en una improvisada servilleta hecha con un par de folletos propagandísticos de móviles que tenía por el mostrador, y después de cenar una pizza (los pueblos y ciudades de Irán están plagados de pequeñas tienditas y puestos callejeros donde uno puede comer una pizza estupenda), me dirigí a mi pensión para pasar la noche. Enseguida intuí que algo pasaba, pues ya desde una buena distancia antes de llegar podía oírse el estridente ruido, presuntamente musical, que salía de la pensión. La multitud que abarrotaba la entrada de la misma acabó de confirmar mi impresión. Al entrar, el conserje, que súbitamente había cambiado el jersey raído con el que me había recibido hacía unas horas por un traje gris brillante que le venía como mínimo dos tallas grande, se acercó a mí y me dio la gran noticia: ¡se celebraba una boda en el local! Lo que al parecer era una gran suerte para mí, pues los celebrantes estaban encantados de que asistiera a la fiesta. Desde luego acepté la invitación, y por unos momentos me dejé llevar por cierta euforia festiva. Pero desengáñense, aunque por supuesto no puedo extender mi juicio a todo el Irán, desde luego las bodas en Takab no son nada del otro mundo… Para empezar hombres y mujeres festejan en salas separadas, y obviamente, pese a la buena voluntad de todos los presentes, en ningún caso iba a poder estar en la sala “interesante” que era de la que, además, salía toda aquella música chillona que inundaba la pensión. Así que pasé un rato en la sala de los hombres, que se limitaban a comer y a charlar en conversaciones que, evidentemente yo no entendía. Si hubo al menos alcohol, que está prohibido en este país pero que no es muy difícil conseguir, yo desde luego no lo vi, quizá apareció después de que yo me escabullera, aburrido, a mi habitación. El jolgorio musical duró hasta más o menos la una y media de la madrugada, un horario más que prudente para los usos españoles, pero yo tenía que levantarme a las cinco y media de la mañana para llegar a mi destino, así que ustedes mismos pueden calcular el número de horas que he podido dormir.
Conforme avanzo, la carretera va, poco a poco, empeorando. Cuando llevo unas tres horas conduciendo decido parar junto a un pequeño chiringuito de carretera para que tanto yo como especialmente el Khodro Pars que conduzco, la poco fiable versión iraní del Peugeot 405 de toda la vida (para los que hayan vivido un buen número de años y todavía lo recuerden, claro…), descansemos. Me tomo un hirviente té y unas galletas rellenas de una crema que supuestamente debería saber a fresa. Al pagar, el tipo de la tienda me pregunta a dónde voy. Cuando le contesto que a Alamut se le abren los ojos y me dice que está muy lejos y me aconseja que compre más galletas. Me río con él y vuelvo al Khodro Pars. Próxima parada: ¡El legendario mundo de Alamut!
La leyenda, iniciada por Marco Polo, el trotamundos veneciano, resulta harto conocida: para conseguir la total y ciega fidelidad de sus fedayines, el Viejo de la montaña líder de los ismaelitas, habría convencido a sus seguidores de que poseía el control de las puertas del Paraíso. Para demostrarlo, de vez en cuando escogía a alguno de sus más ardorosos guerreros y al anochecer lo drogaba con hachís. Así adormecido, el guerrero era introducido en los jardines del castillo, donde despertaba en medio de un maravilloso vergel lleno de agua, comida y sobre todo bellas y complacientes huríes. Allí retozaba el fedayín hasta que, al acercarse el amanecer, era nuevamente drogado y sacado de aquel jardín para despertar, en el interior del castillo, a los pies del Viejo de la Montaña. Ya despierto, el pobre iluso juraba haber estado en el mismísimo edén y sólo deseaba que el Viejo lo llevase allí nuevamente. De esta forma, Hasan ibn Sabbah conseguía la total y absoluta fidelidad de sus “asesinos”, palabra de origen árabe que viene a significar “los que toman hachís.” El Viejo de la Montaña utilizaría a estos drogadictos como imparables asesinos de grandes personalidades –pues los fedayines estaban dispuestos a morir con tal de obedecer a su líder y poder retornar al Paraíso–, vendiendo sus servicios al mejor postor y aterrorizando a todo el mundo medieval, cristiano o musulmán, desde su atalaya. Hasan ibn Sabbah fue un personaje histórico, y efectivamente fue el señor de Alamut, en cuanto a la leyenda…, quizá no sea más que eso, aunque en general siempre hay algo de verdad bajo la fantasía. Hoy sabemos que Marco Polo nunca estuvo en Alamut, y que habló de oídas, pero qué más da, no deja de ser una leyenda sorprendente y fascinante la de un hombre que decidió convencer a sus fieles de que poseía el poder de llevarles al paraíso, y a un paraíso nada espiritual ni intelectual, sino a un edén perfectamente mundano, concreto y sensual.
A la altura de Shahrak estoy totalmente agotado, hace ya más de siete horas que salí de Tabak y mis riñones parecen a punto de estallar aprisionados entre mi peso y el incómodo respaldo del asiento, además la carretera, que no deja de subir, es ahora ya muy estrecha y llena de peligrosas curvas. Debería parar y recuperarme un poco, pero estoy ya muy cerca, así que me enderezo en el asiento y sigo conduciendo. Finalmente, apenas una hora después, mi esfuerzo obtiene su recompensa: estoy frente al vertiginoso farallón sobre el que se asienta lo que queda de Alamut. Es una roca lisa de color pálido que se levanta unos cuatrocientos metros sobre su base. Desde abajo cuesta distinguir, en su cumbre, los restos, apenas cimientos, de lo que en su día fue la temible fortaleza. Los causantes de semejante destrozo fueron los mongoles, que a mediados del siglo XIII arrasaron el recinto. Con todo, la visión es magnífica, la cresta de Alamut se levanta majestuosa, imponente en medio de aquel árido paisaje rodeado, a lo lejos, por nevadas montañas de la cadena Elburz. Así que antes de iniciar la ascensión dedico un rato a disfrutar de su contemplación, tan solo por ese rato sentado sobre el capó de mi Pars ha valido, ¡y con mucho!, el esfuerzo de haber llegado hasta aquí. Para mi sorpresa, no soy el único espectador de la maravilla, en el pequeño llano que nace a los pies del penacho hay varios coches más aparcados, estamos en el final del Norus, el año nuevo iraní, y es festivo, así que algunas familias de los alrededores han venido a pasar el día aquí.
En su época de apogeo, se accedía a Alamut por una secreta y peligrosa escalera de caracol que unos pocos hombres podían defender de todo un ejército, lo que convertía a aquella atalaya en prácticamente inexpugnable. La escalera actual es algo más sencilla de transitar, pero no crean que demasiado, de hecho a pocos metros de mí una anciana ha tropezado al pisar los bajos de su chador y ha estado a punto de despeñarse. Su familia se ríe, pero a mí me ha dado un susto de muerte. Ya en la cima, caminando por entre las ruinas, no puedo sino emocionarme, pues una de las razones por las que el viajero sufre incomodidades, duerme poco y recorre el mundo, es el ansia de recuperar el pasado, de traspasar la dimensión del tiempo para aprehender el trasfondo espiritual de la historia, que no es otra cosa sino el devenir diario de eso que hemos llamado humanidad. Viajar no puede limitarse a la contemplación de bonitos amaneceres, o bellos monumentos, también es sentir la trascendencia de lo histórico y el recuerdo consciente de quienes nos precedieron y que nos conformaron tal y como somos hoy.
Una vez arriba, el castillo me parece muy pequeño. No creo que pudiesen vivir allí más de cincuenta personas. Resulta curioso que desde una guarida tan pequeña y tan alejada de todo se pudiese generar una leyenda como la de Alamut. Me asomo al precipicio y pienso que no habría sido nunca un buen fedayín, pues dado mi vértigo creo que ni por todo el hachís ni por todas las huríes del mundo jamás hubiera saltado siguiendo las órdenes del Viejo de la Montaña… En una de las cuevas naturales que pueblan el interior del reducto, y que en tiempos servían de cisternas para almacenar agua en caso de asedio, dos chicos han montado un “mini” restaurante. En un pequeño hornillo calientan una especie de sopa de ajo a la que han añadido garbanzos y harina para espesar el caldo como plato único de la carta. Aunque lo mío no es la sopa, me tomo un plato para acallar el ruido de mi estómago. Cuando acabo de comer se me acerca un anciano de barba más blanca y más larga que la mía. Al parecer es el guía o guardián del monumento. El hombre, en busca, claro, de la propina que recibirá vuelve a enseñarme las ruinas que ya he visto mientras insiste una y otra vez en que todas las leyendas sobre el Viejo de la Montaña son falsas y que Hasan ibn Sabbah fue simplemente un hombre sabio y espiritual que dedicó su vida al conocimiento y la meditación. Le sonrío y asiento con la cabeza cada vez que insiste con el tema. No voy a discutir con él. Frente a la verdad, lo que opinemos él o yo resulta una minucia intrascendente. El anciano sigue hablándome, pero ya no le escucho, a mi mente llega el recuerdo de la famosa novela de Vladimir Vartol, Alamut, en la que el escritor esloveno esboza el personaje de Hasan ibn Sabbah desde un curioso perfil, lo describe como un hombre tan y tan religioso que ya no cree en nada, haciéndole decir: “Comencé a comprender cada vez mejor la sublime sabiduría de los deyes ismaelitas. La verdad es inaccesible, para nosotros no existe. Entonces, ¿qué conducta hay que seguir? Para el que ha comprendido que no se puede comprender nada, para el que no cree en nada, todo está permitido, y puede seguir sin temor sus pasiones”.
Ha llegado la hora de irse, así que lleno de melancolía, cuando empieza a caer el sol, decido dejar Alamut. Vuelvo a mi Pars, a la carretera, y tras unas tres horas de conducción consigo llegar, agotado, a la ciudad de Qazvin. Sin apenas tiempo para dejar las cosas en el hotel –se está haciendo tarde– busco un sitio donde cenar. Decido pedir el plato típico de Qazvin. Lo que me sirven es un guiso de arroz blanco con minúsculos trozos de cordero, algunas almendras y rojas semillas de granada. Tras probarlo decido que mañana volveré a la cocina internacional y por tanto a la pizza…
Doy un último paseo para bajar la cena y me encuentro con el bazar de Qazvin, convertido en la actualidad en un sofisticado mercado de arte con preciosas tiendas que exponen colgantes modernos y perfectamente fashion. Nada que ver con el habitual bazar tradicional de otras ciudades iraníes lleno de frutos secos, zapatos chinos y tiendas de oro… Los pasillos del bazar están atiborrados de gente, y en uno de los patios del bazar ha tenido lugar algún tipo de fiesta infantil, pues veo a un gigantesco Bob Esponja de cartón y a otro personaje de dibujos animados con un solo y gigantesco ojo que no sé cómo se llama. Esa escena, tan distinta y alejada de las ensoñaciones de terror y sangre de Alamut, me hace reflexionar. Al final, de la misma forma aquí en Qazvin, junto a Alamut o en cualquier otra parte del mundo, la gente se limita, fundamentalmente, a intentar vivir, y por eso su maldad y su bondad son muy parecidas. Por encima de los regímenes políticos o de la economía, la gente simplemente intenta emerger mínimamente sobre la diaria rutina de sobrevivir, fieles seguidores, sin saberlo, de la más terrible de las doctrinas del Viejo de la Montaña, siempre según Vartol: la de comprender que no se puede comprender nada, tan solo vivir.
Antonio Fornés, filósofo y escritor, ha publicado los libros Las preguntas son respuestas (Plataforma Editorial) y Reiníciate (Diéresis). En FronteraD ha publicado Mientras cae la tarde en Irak y el país se desmembra y Castillos, controles militares y guías que son policías en Kurdistán.
Notas
[1] Marco Polo. Viajes. Traducción de María Cardona y Suzanne Dobelmann. Madrid. Espasa Calpe. 1981.