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En casa de don Luis y doña Natividad

 

 

Siempre sorprende a quienes venimos de la ciudad, con esa ingenuidad vuelta al revés, la hospitalidad generosa y sincera de la gente del campo. Don Luis y doña Natividad nos abren las puertas de su casa con la misma sencillez grandiosa del arroz con huevos y tajadas de plátano maduro que nos prepara su esposa. Con aquella misma ingenuidad urbanita mía, descubro con sorpresa a la noche un cielo inmenso, cargado de estrellas, aunque no alcanzo a ver la luna menguante, que, según nos dicen, sale a eso de las once de la noche. Para esa hora ya estamos metidos en la cama. Nos levantaremos con los gallos.

 

Apenas pasamos dos noches en casa de don Luis, pero aquí en la vereda de San José, en el resguardo indígena de Honduras (departamento del Cauca, Colombia), el tiempo cobra una dimensión muy diferente al ritmo frenético al que vengo acostumbrada. Es fácil habituarse –me lleva apenas un día- a los desayunos a base de arroz, huevos de campo y tajadas de plátano maduro frito que nos prepara doña Natividad. Regado con tinto, claro. Buena forma de comenzar el día. También es fácil acostumbrarse a ese cielo inmenso que tan olvidado tenemos, a la quietud, al silencio, a los caballos pastando a cada paso, a la montaña de mil verdes. En este país de triple cordillera, estamos en el costado oriental de la cordillera occidental. Y la contundencia salvaje de su vegetación cautiva tanto como la bondad grabada en los ojos de nuestros anfitriones.

 

Los habitantes del resguardo nos cuentan historias que se entremezclan con un discurso político concienciado y bien armado. Nos lo habían advertido varios de nuestros entrevistados en Bogotá: en Colombia, la opinión crítica es muy débil en las ciudades, pero en el campo, donde no llegan los canales de televisión, donde están más cerca de los problemas, es otra realidad. Aquí, al contrario que en la ciudad capitalina, hay poca discusión teórica y mucha práctica. La cosecha se trabaja en mingas, una tradicional forma de trabajo indígena que se resume así: hoy tú me ayudas con mi finca; mañana te ayudo yo con la tuya. Con esa misma filosofía están construyendo una nueva escuela con guadua, una especie de bambú, más grueso y consistente, con el que se construyen la mayoría de las casas por estos lares. Y también con ese mismo espíritu cooperativo arrancó a funcionar una pequeña fábrica de tejas hace apenas una semana.

 

Cada día aprendo el nombre de una fruta nueva, de una planta nueva. Hoy, comemos granadilla junto al lago, embargados por la belleza del paisaje. Nos cuentan que, antes de que llenaran el inmenso embalse de Salvajina, todo esto que vemos eran fincas, y que por todas partes crecían cachimbos, unos árboles que hoy escasean y que, según la sabiduría popular, contribuye a la fertilidad de la tierra.

 

En el campo no necesitan mirar el calendario para saber en qué fase lunar estamos. Tampoco miran el cielo estrellado con esa sorpresa mía que, en un punto, se me antoja tan triste, porque me resulta algo excepcional lo que hasta hace muy poco eran disfrutes y saberes cotidianos, y era eso mismo lo que nos anclaba a la naturaleza. Aquí todo el mundo sabe cómo se cultiva y se cuida el ganado, cómo funcionan los ciclos de la siembra, del río, de la luna. Aquí están mucho más cerca de la vida, aunque no les quieran poner las cosas fáciles…

 

* Os cuelgo el Himno del Macizo Colombiano, que conocí en Popayán, la capital del Cauca. Tal vez a algunos de vosotros os emocione como a mí…

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