Como tantos otros, he seguido la gran manifestación de París [contra los atentados contra la revista Charlie Hebdó] por la televisión. Un poco conmovida, un poco confusa, pero con la sensación de que estaba sucediendo algo bueno.
Estaban todos, estoy segura, todas las razas estaban presentes, todas las religiones e incluso todos los tipos de ateos que nos podamos imaginar. Pero faltaba alguien. O más bien alguna. He estado atenta, he buscado con intención manifiesta, en esa marea de gente, al menos una mujer que llevase velo, pero no la he encontrado. No me refiero al velo pesado, que no hubiera sido posible, sino al que deja el rostro descubierto. Seguramente estarían los maridos de las mujeres con velo, sus hijos y sus padres, pero ellas no. A pesar de que, estoy segura, estarían compartiéndolo todo, la conmoción, la rabia, la esperanza en un mundo sin odio. Pero allí no estaban. Estaban en casa, porque “en casa” es su mundo, su lugar.
Sin embargo, me dicen que sí que estaban. Eran escasas, una pequeñísima parte de aquella marea humana. La televisión no las ha encuadrado en ningún momento, al menos en las imágenes que han llegado a Italia. ¡Qué lástima, porque se han mostrado muy valientes y libres! Pero, ¿por qué las buscaba con tanta ansiedad en aquella marea humana? Debo explicar esa absoluta necesidad mía.
No querría estar ahora mismo en la piel de Houellebecq. Sin duda ganará un montón de dinero, pero estoy segura de que no deseaba un escenario como éste para la salida de su libro. Su libro es una profecía de pérdida, cuenta cómo Occidente será poco a poco ganado por el islam. Unos pocos años más, dice, y el presidente de la República será islámico, moderado quizá, y las mujeres de nuevo “a casa”, sometidas a la voluntad, y bajo la responsabilidad, de los hombres.
Honestamente reconozco que todavía no he leído el libro de Houellebecq, creo que lo leeré, pero respecto de lo que cuenta, y del modo en que lo cuenta, que también es muy significativo, hay algo que me escandaliza. El hecho de que a las mujeres se las devuelva “a casa” –las mujeres occidentales, o sea nosotras, porque es de nosotras de quienes se está hablando– se presenta como un hecho casi mecánico, una deriva fácil, sin grandes complicaciones, sin lágrimas ni maldiciones. Primero dentro, después fuera, después de nuevo dentro, como si fuéramos cuerpos inertes, sin deseos, sin voluntad, cuerpos fácilmente manejables. ¿Es esta la impresión que damos? ¿Cómo es posible que, hoy en día, se imagine que se puede prescindir de la voluntad de las mujeres, de nuestros deseos, de nuestro amor por el mundo? ¿Es así de débil, todavía hoy, nuestra imagen? ¿Son ahora mismo tan endebles las raíces de nuestra libertad?
Ciertamente la libertad de las mujeres es un hecho todavía muy nuevo, unos cuantos años frente al peso de la historia. Que me escuchen las chicas jóvenes, por favor.
Una mujer francesa, que hoy está en Place de la République por la dignidad de todos, ha necesitado, hasta 1968, el permiso de su marido para firmar un cheque. Parece increíble, ¿no? Parece increíble que se considerara como algo sensato pegarle a una mujer, si esta mujer quizá no parecía muy sensata. Hemos sido propiedad de los hombres durante largos siglos de la historia, en cuanto al nombre y en cuanto a los hechos. También nosotras hemos tenido nuestros califas antes de poder viajar, votar, elegir, decidir, leer, escribir y contar. Nuestra libertad ha sido una conquista. Y por eso me pregunto si seremos capaces de defenderla o si, por el contrario, será fácil devolvernos “a casa”. ¿Hasta dónde podríamos llegar? ¿Seríamos capaces de matar por la libertad de las mujeres?
Estoy narrando lo que me horroriza. Los derechos se pueden perder, quizá no de golpe, pero sí poco a poco. Poco a poco es cómo llegó el fascismo, y así llegó igualmente el nazismo, porque las ideas más tremendas tienen que ganar la mente humana para afirmarse, con los cuerpos no basta. El verdadero poder no se ejercita sobre los cuerpos sino sobre la mente, cambiando los deseos y los sueños de la gente, y para ello se requiere tiempo, un tiempo lento. Con los judíos se empezó con las caricaturas, y los judíos también se reían. Después un día dijeron que los judíos no podían tener en sus casas animales domésticos, otro día que los judíos no podían sentarse en los bancos de los jardines públicos, otro día que no podían mandar a sus hijos a la escuela… y otro día… y otro día… El final de esta historia la conocemos todos. Y, sin embargo, si todo esto se lo hubiéramos contado a un hombre de los años 20, a un alemán, no se lo habría creído.
¿Nos devolverán “a casa” de esta manera? ¿Poco a poco? Un día nos dirán que las mujeres no pueden conducir un coche, otro día que no podemos tener pasaporte, otro día que sólo podemos ejercer ciertas profesiones… Muchas mujeres que se encuentran en esas condiciones, todavía hoy, están, geográficamente hablando, muy cerca de nosotros. Vemos el mismo mar. ¡Ay!… Cuántos se reirán de lo que estoy diciendo, incrédulos, exactamente igual que aquel alemán de los años 20.
Pero yo vuelvo con la misma pregunta. ¿Nos dejaremos llevar de esta manera? ¿O estamos dispuestas a luchar? A morir por esto, a morir y a hacer morir, como muchas mujeres han hecho en todas esas revoluciones en las que después han sido siempre traicionadas. Por esta revolución que es la nuestra, ¿qué estamos dispuestas a hacer?
Si un día existe una mediación entre Occidente y Oriente se hará sobre el cuerpo de las mujeres, porque el objeto de la contienda es el cuerpo de las mujeres. El cuerpo de las mujeres es muy apreciado por los hombres, no sólo porque garantiza la descendencia, sino también porque, en el juego de roles, a ella le ha correspondido el de servir para confirmar la fuerza de él, su supremacía, su poder. Y este juego, como la fuente de la eterna juventud, les garantiza frescura y belleza a todos, garantiza también a los hombres más desprovistos de todo y más imbéciles, a los más pobres de espíritu, esa fuerza imaginaria que les hace decir: poseo, mando, doy mi nombre. La producción de fuerza simbólica de la sumisión de las mujeres es enorme. La tentación es grande para todos los hombres. Los hombres son muy débiles.
En Occidente nos encontramos en un momento de tránsito difícil, en el que los hombres deben renunciar a su supremacía. Tránsito histórico. Quizá ni siquiera nos damos cuenta las mujeres de la revolución que está en marcha. Y este inconsciencia constituye una enorme riesgo. Aquí no sirve el falso feminismo, el que piensa en las mujeres, aquí es necesario el feminismo verdadero, el que hace pensar a las mujeres. Podemos propiciar un nuevo Renacimiento, abrir el escenario inédito de un modo diverso de estar juntos los hombres y las mujeres, en el que nadie será siervo del otro, o bien podemos hundirnos en el desastre. Mucho depende de nosotras.
El riesgo siempre está presente, en lo que es nuestra especialidad. Porque hemos sido las siervas que han amado a sus amos, las prisioneras que han amado a sus carceleros, las oprimidas que han amado a sus déspotas, a lo largo de la historia y con pocas excepciones. Este amor es al mismo tiempo ternura, afecto, pietas, es lo que me hace capaz de mirar el rostro de los hermanos Kouachi y sentir que son dos chicos, pobres chicos, engañados y perdidos, que también merecen mis lágrimas.
¿Será esto lo que de nuevo nos pierda? O, por el contrario, será lo que nos salvará, lo que podrá salvarnos a todos, hombres y mujeres. Porque, si el cuerpo de las mujeres es el objeto de la contienda, justamente por ello sólo el cuerpo de las mujeres puede ser una frontera infranqueable para la barbarie del dominio como fundamento de las relaciones humanas. Pero esto será posible sólo si nosotras, las mujeres, sabemos defender nuestra libertad. Sólo si somos capaces y fuertes descubriendo, resistiendo y combatiendo esos grandes y pequeños atentados que recibe nuestra libertad cotidianamente.
Hay un hecho grave que marca profundamente nuestra cultura: se hace desaparecer el nombre de la madre. Esto tiene que cambiar. También el nombre de la madre tiene que dar sentido al modo de estar en el mundo de los hijos, si queremos un mundo mejor. No me creo ni una palabra de esos hombres que se declaran favorables a la libertad de las mujeres y que no actúan ya por ese cambio, que no les parezca una urgencia. Es una prueba, un test. Estoy más que harta de tanta reverencia, falsa atención, condescendencia y discursos.
Cuando miro a mis hijos cuidar con una nueva gracia a sus hijos, pienso que he hecho un buen trabajo, pienso que he mejorado el mundo. Quiero hacer una campaña publicitaria sobre esto. Grandes carteles en todas partes: un padre y su hijo enfermo, y el eslogan que dice: “¡Cuídalo!, serás un hombre mejor”. Un padre que ayuda a su hija a hacer los deberes: “¡Ayúdala!, serás un hombre mejor”. Con un niño que llora: “¡Consuélalo!, serás un hombre mejor”. Etcétera. Criar a un hijo no es un servicio, es una obra. Busco a gente que lo financie.
Nuestra escuela es una escuela de califas en la que se aprende que la totalidad del mundo, la historia, el arte, los acontecimientos han sido protagonizados por hombres. Las mujeres están desprovistas de sentido. Las grandes pensadoras, poetas, filósofas, artistas son ignoradas, sistemáticamente silenciadas. Y además la historia es casi exclusivamente la historia del poder y de las luchas para conquistarlo. La escuela tiene que cambiar. Es fundamental nutrir a chicos y chicas con buenos alimentos. Que me perdonen todos esos excelentes profesores capaces de realizar un relato equilibrado. Sé que estáis ahí, que trabajáis como locos, pero sois demasiado pocos y demasiado pobres. También esto debe cambiar.
Me tienen también que perdonar esas mujeres que, en estos años, se las han ingeniado para darnos un Dios posible, un Dios para ser amado, un Dios contento de nuestra libertad. No he sabido ver la importancia política de este trabajo. Lo he descubierto ahora. Siempre he pensado que se podía prescindir de la religión y sigue siendo verdad en cuanto a lo que a mí respecta, pero los hechos terribles del presente me obligan a ser más prudente. Sin duda para las mujeres libres es preciso un Dios mejor. También Dios tiene que cambiar.
Y vosotras, niñas a las que un día os pusieron un cinturón de trilita y os mataron y os hicieron matar. Os hicieron que explotarais. En la prensa no os han dedicado mucho espacio. En tiempos de horror ha sido un horror más. Pero para mí es un dolor superior. Teníais diez años, un cuerpo ya comprometido en esa empresa difícil, a veces desesperante, a veces gozosa, de convertirse en mujer. Desesperante, porque hay una pedagogía cruel para las niñas: la de tener que gustar. Y gozosa, por la idea de un mundo que te está esperando para hacerte crecer. Es la adolescencia.
¿Cómo os eligieron? Quizá no teníais ningún encanto, quizá no les gustabais a nadie o nadie os quería. O ha sido la suerte, o el azar. ¿Tuvisteis miedo? ¿Os temblaban las piernas? ¿Os latía muy fuerte el corazón? ¿Os engañaron y os dijeron que era un juego? En ese caso fuisteis sonriendo hacia ese mercado, como en un bonito juego para el que luego hay premio. Por supuesto a vosotras no pudieron prometeros el Paraíso con muchas vírgenes para haceros felices. En efecto, ¿a dónde van las mujeres después de muertas según la religión islámica? No lo sé, tendré que informarme. Niñas mías, pequeñas niñas mías. Perdón.
Este texto fue originalmente publicado en el diario Corriere della Sera.
Traducción: Maite Larrauri.
Alessandra Bocchetti es una de las fundadoras del Centro Cultural Virginia Woolf de Roma y figura destacada del movimiento feminista italiano. Escritora, es autora de libros como Lo que quiere una mujer. Historia, política, teoría. Escritos, 1981-1995, publicado por Ediciones Cátedra. En Twitter: @alviboc