Pasé parte del viernes con el hijo de un buen amigo. Venía de participar en un congreso en Pensilvania y había decidido quedarse el fin de semana en Nueva York antes de partir para España este domingo. Lo fui a recoger a la estación de autobuses que está entre la calle 42 y la Avenida 8 de Manhattan. Aquella mañana había mucho tráfico y algo de lluvia. Lluvia intermitente. El termómetro en el salpicadero del coche marcaba 30 grados Fahrenheit. Desde el día anterior habían avisado repetidamente en la radio y por los telediarios que se avecinaba un temporal de nieve colosal, el “blizzard Nemo”, que a su paso dejaría, según advertían, de 15 a 20 pulgadas de nieve. Sin ser al final para tanto, el viernes fue desde por la mañana hasta la noche un día de lo más desapacible.
Cuando llegué al lugar de encuentro, cerca de la estación, el joven ya llevaba algún tiempo esperando en la esquina, delante de una hamburguesería, tal como habíamos apalabrado. Lloviznaba agua nieve y corría un viento gélido por las destartaladas avenidas de Manhattan. Entró en el coche. No lo había visto antes, pero en seguida reconocí algunos rasgos físicos del padre y hasta algún tic, aunque me aclaró –según nos dirigíamos al noreste de la isla- que muchos le creían más parecido a la madre.
Ya dentro del coche, sin ningún plan en mente, pensé que a lo mejor era una buena idea ver la exposición dedicada a Matisse en el Metropolitan. Zigzagueamos por calles y avenidas. A la altura de la calle 80, entre Lexington y la Primera Avenida, dimos vueltas y más vueltas sin encontrar un solo sitio disponible. El único hueco que encontramos, tras más de diez minutos de búsqueda infructuosa, resultó estar también prohibido, según nos señaló un buen samaritano cuando ya nos encaminábamos hacia el museo. Manhattan es implacable con los conductores, salvo que uno esté dispuesto a pagar su buen dinero por un aparcamiento. Como mi joven acompañante tenía hasta el domingo y el día no invitaba a largos paseos por la calle, decidí que sería mejor llevarlo a Brooklyn por el FDR, la carretera de circunvalación que recorre la isla por la parte este, y que así vería desde ese lado los rascacielos de la isla y el Puente de Brooklyn.
Seguimos hablando durante el trayecto.
Me dijo que era biofísico y que su padre, filólogo de profesión, se sentía muy orgulloso de ello. Al decírmelo, no me extrañó. El hombre de letras, incluso el más célebre o exitoso, siente en el fondo nostalgia por las seguridades epistemológicas que ofrece la ciencia. Me contó luego que su investigación se centraba en el estudio de las moléculas celulares, aunque sin ninguna aplicación directa a la curación de enfermedades. Había estado más de dos años en Miami y desde el año pasado en Marsella. La “nanobioingeniería”, me dijo, estaba ahora muy de moda.
Nos aproximábamos al Puente de Brooklyn, obra también de ingeniería, aunque mayúscula e imponente todavía en medio de la bruma y la persistente lluvia. Desgraciadamente un andamio cubierto de lonas ocultaba parte de la bella estructura centenaria. Empezamos a cruzarlo. Le dije a mi joven acompañante que buscara con la mirada la Estatua de la Libertad, tan enanita (o tan nana) en medio de la brumosa bahía. Por fin la divisó. La Estatua, como el Puente de Brooklyn, se percibe mucho antes con el ojo de la mente que con el ojo mismo: “first seen by the eye of the mind, then by the eye. O steel! O stone! Climactic ornament, a double rainbow…».
En mi papel de guía turístico, le relaté a mi joven amigo que Brooklyn fue ciudad hasta 1898, una ciudad populosa y muy importante, la cuarta del país, con más de un millón de habitantes de la época, y que durante años sus habitantes aceptaron de mala gana ser un simple condado o “borough” de la ciudad de Nueva York.
Surcamos a toda velocidad por el BQE (Brooklyn-Queens Expressway) y antes de entrar en el corazón del condado, se me ocurrió salir de pronto a una zona recorrida por descampados, destartaladas fábricas y gigantescos almacenes medio abandonados, en parte porque quería enseñarle a mi joven amigo Park Slope, uno de los distritos más elegantes de Brooklyn. Así, tras bordear el arrabal, subimos por una calle y poco a poco, a medida que íbamos cruzando avenidas (3, 4, 5…), el paisaje urbano empezó a mejorar. Pronto aparecieron, entre arces centenarios, las típicas hileras de brownstones, esas distinguidas casas de color marrón como hechas de bizcocho, con su coqueta verjita, su empinada escalera y una puerta señorial en lo alto que solamente parece abrirse en las grandes ocasiones.
Park Slope tiene su frontera natural en Prospect Park, que es el parque más amplio y vistoso de Brooklyn. Durante una milla o más fuimos rodeando el parque, y tras dejar a la derecha el barrio de Windsor Terrace, entramos finalmente en Coney Island Avenue, una avenida interminable que desemboca en Brighton Beach y que en su largo recorrido de más de diez kilómetros despliega, a derecha e izquierda, gasolineras, talleres, funerarias, tiendas al por mayor, tiendas al por menor, MacDonalds, Burger Kings, restaurantes étnicos, cacharrerías, almacenes y una gran variedad de edificios, la mayoría anodinos, desgastados, fantasmales.
La conversación, entre breves comentarios de lo que íbamos viendo, fue virando paulatinamente hacia cuestiones algo más abstractas. Empezó, creo, con la diferencia entre los condados. Yo intenté explicárselo, pero al final dije (o pensé) que la unidad de una gran ciudad es siempre algo muy cuestionable. Cuando hablamos de Madrid, ¿debemos incluir Alcobendas y Getafe? De pronto, mientras le decía esto (o lo pensaba), se me ocurrió preguntarle a mi acompañante si una célula resultaba independiente con respecto a un órgano. El físico se sonrió. Una célula, me dijo, es una unidad autónoma a todos los efectos, aunque relacionada con otras células de sus mismas características. ¿Y los órganos?, le pregunté. Volvió a sonreír. Me aclaró que él trabajaba con un tipo de molécula que, por así decir, actúa a modo de cemento entre las células. Al parecer, según creí entender en mi supina ignorancia del tema, el joven científico calibraba el grado de atracción o de cohesión que tienen las células entre sí. No se lo dije, pero entonces me acordé del pliegue de Leibniz y el principio de continuidad. ¿Dónde empieza y termina la unidad de un ser?
Terminamos en un diner de Sheepshead Bay aquel mediodía. Afuera, en el puerto deportivo, soplaba el viento más y más y la lluvia era persistente, insistente, insoportable. Pedimos una ensalada griega bien aliñada, con su buena cantidad de queso, aceitunas y anchoas, aunque el fish & chips que nos trajeron después no nos convenció a ninguno de los dos. Acordándome de un artículo leído tiempo atrás en el New Yorker, le dije al joven científico que muy pronto ya no habría que ir de pesca o tener mataderos, ya que la carne de res o la merluza se producirían en un laboratorio. El joven se limitó a decir, tras su sonrisa de persona buena e inteligente, que todo se andaría. Pagamos la cuenta y salimos. Afuera seguía lloviendo y el viento frío te llegaba al tuétano. Nos metimos en el coche, pero antes le hice una fotografía para mandársela al padre, y según se la hacía, pensé que el fin del humanismo podía haber llegado, pero que jóvenes como el hijo de mi amigo me hacían creer que el Mundo Feliz (o al menos un mundo mucho más feliz que el actual) era una posibilidad de lo más real.