El líder republicano en el senado, Mitch McConnell, anunció hace unos días que dejaba de dirigir su partido en la Cámara Alta. El senador por Kentucky lleva encabezando su partido desde 2007, siendo uno de los líderes más longevos en la historia de la institución.
El legado de McConnell promete ser controvertido. Para la historia queda su negativa a permitir que Obama nombrase un juez de la Corte Suprema, bloqueando la aprobación de este hasta que Trump ganase la Casa Blanca y nominase a un magistrado más afín. (Este hecho fue denunciado por Levitsky y Ziblatt en su libro “How democracies die” como especialmente lesivo para la democracia). McConnell también votó en contra en el segundo impeachment de Trump, que buscaba la inhabilitación del expresidente por sus acciones durante el asalto al Capitolio. A pesar de dar un duro discurso criticando al magnate por intentar revertir las elecciones, McConnell se negó como líder a favorecer que su partido apoyase el proceso de destitución. De esta manera Trump evitó asumir la responsabilidad política de sus acciones, dejando la puerta abierta para su retorno en 2024.
Pero a pesar de sus polémicas, los analistas políticos han alabado su capacidad de llegar a acuerdos con la administración Biden en un momento en el que la polarización impide el acercamiento entre los partidos rivales. El ex jugador de béisbol y comentarista conservador Dan McLaughlin tuiteó un imagen en el que aparecía una presa llamada “McConnell” protegiendo a un poblado llamado “liberals” de un río a punto de desbordar con la etiqueta “a bunch of crazy shit”. El propio Biden emitió un comunicado expresando que con McConnell ha podido “trabajar de buena fe a pesar de nuestras discrepancias políticas”.
Y es que McConnell, al igual que Biden, pertenece a otra generación política. Son aquellos representantes públicos que empezaron su cursus honorum hace más de cuarenta años, en un momento en el que pacto entre rivales era una tradición parlamentaria y no una traición al partido. En los congresistas más jóvenes, forjados en una época de excesiva polarización y partidismo, la capacidad de renunciar a la pureza ideológica para llegar a un pacto de estado brilla por su ausencia. Si los pactos de estado en pos del bien común se siguen dando en Estados Unidos es porque el liderazgo de la nación está en manos de ancianos políticos veteranos dispuestos a que se lleven a cabo.
Sin embargo, desde que Biden llegó a la Casa Blanca la edad de los dirigentes políticos estadounidenses se ha sometido a debate. Tanto el presidente como McConnell tienen 82 años, y ambos han tenido episodios que generan dudas sobre su salud. La expresidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, sigue como diputada rasa a sus 83 y ya ha anunciado que se presentará a la reelección. El año pasado el senador por Iowa, Chuck Grassley, empezó a sus 90 primaveras un nuevo mandato de 6 años en la cámara alta. Todo ello ha llevado a que se describa Estados Unidos como una “gerontocracia”. En las columnas de opinión proliferan comparaciones con los últimos años de la URSS y se destaca la edad como un factor de la decadencia norteamericana. No obstante, como he explicado antes, son las generaciones más ancianas las que mantienen viva la funcionalidad de la democracia estadounidense.
Este contraste generacional se ve en las dos cámaras legislativas. La Cámara de Representantes elige a sus miembros cada dos años, y por tanto sus diputados se renuevan con más facilidad. A pesar de su mayoría republicana, echó hace un año a su presidente y tardó un mes en encontrar un reemplazo de consenso. Los conservadores se encuentran en constante guerra civil entre populistas e institucionalistas sobre asuntos como Ucrania o la inmigración. Pocos se plantean pactar con la oposición. Este bloqueo ha llevado a que la cámara no haya aprobado ningún tipo de legislación relevante en el último bienio, incluido parte del presupuesto federal para 2024. Sin embargo, en los últimos cuatro años todos los grandes acuerdos entre los dos partidos han surgido de la cámara alta, que requiere una mayoría de dos tercios para aprobar gran parte de sus leyes. El senado, que originalmente no se elegía por voto directo, fue pensado por los padres fundadores para contrarrestar el populismo que podía surgir de la Cámara de Representantes. Con un mandato de seis años en vez de dos, los senadores se pueden permitir pensar en el bien común en vez de en una lejana reelección. Es ahí donde, entre otras cosas, se negoció uno de los mayores éxitos de la administración Biden: su plan de inversión pública en infraestructura. Dicha división bicameral refleja también las diferentes corrientes dentro del partido republicano, con una corriente trumpista mucho más populista y obstruccionista fortaleciéndose en la Cámara de Representantes, frente a un senado donde resisten políticos septuagenarios más afines a un conservadurismo clásico y reacios a las estrategias de Trump.
Sin embargo, al senado le queda poco tiempo como refugio de los antiguos conservadores institucionalistas (que no necesariamente moderados). Los republicanos dispuestos a pactar con el contrario se van jubilando. Como el propio McConell, han tenido una longeva carrera política y sin más escalones que subir prefieren retirarse al no encontrar un hueco en el nuevo partido republicano de Trump. Poco a poco van siendo reemplazados por senadores más jóvenes y afines al magnate. Tras la votación del paquete de ayuda a Ucrania, en el que los más trumpistas se posicionaron en contra, el senador Eric Schmidt tuiteó el siguiente dato: casi todos los senadores menores de 55 años habían rechazado el paquete. Quince de los diecisiete elegidos desde 2018 tampoco lo apoyaron. De los siete senadores republicanos que votaron a favor del impeachment de Trump sólo quedarán tres en 2025. Sus reemplazos son leales a Trump, le deben su carrera política y hacen suyas sus técnicas de bloqueo.
A diferencia de la URSS, la edad no es el factor que acelera la decadencia americana, sino el que la previene. En un sistema político que otorga poder de veto a tantos actores el acuerdo entre adversarios es necesario para poder aprobar cualquier tipo de legislación relevante, y por tanto para gobernar el país. Son los políticos de épocas anteriores los pocos dispuestos a superar la creciente polarización que ha impregnado Estados Unidos los últimos quince años. Por ello los demócratas tuvieron que recurrir a Biden para derrotar a Trump. Un pragmático cuasi octogenario era el mejor contraste que podían ofrecer a la forma de gobernar del magnate. Cuatro años después los dos candidatos a presidente encarnan dos modelos distintos, ya no de país, sino de sistema político: los electores deberán elegir entre una democracia poco eficiente, anciana y débil pero con visos de funcionalidad o un Estados Unidos más autocrático, polarizado y centrado más en luchas tribales e identitarias que en la propia tarea de gobernar. Y no está claro cuál será el resultado.