Tengo que hablar de calcetines. Pero de los calcetines de toda la vida, de los que cubren el pie, el tobillo y buena parte de la pantorrilla. Me pregunto que habrá sido de ellos. Sólo veo gente con los tobillos al aire, incluso ahora con este frío recién llegado. Ver un tobillo al aire me produce ahora escalofríos por las temperaturas, a pesar de que ese sufrimiento del ajeno no parece ser tal. Se diría que la gente es más feliz sin calcetines. Como si el calcetín fuese una pesada carga o una costumbre arcaica de la que se hallan jubilosamente libres: el calcetín como una bola de presidiario. Las personas sin calcetines parecen caminar como saltando, un poco como en Sonrisas y lágrimas. Las personas sin calcetines parecen los hijos del capitán Von Trapp bailando y cantando y siguiendo a fraulein María a través de verdes prados alpinos. Es como el triunfo del pie sobre la dictadura del calcetín, o el triunfo de la voluntad sobre la naturaleza, una voluntad tendenciosa (de tendencias) que no padece sino que disfruta y exhibe tobillos desnudos en invierno. Yo admiro esa libertad que no me veo capaz de alcanzar. Yo sin calcetines me siento como si caminara por el hielo sin zapatos. Y a partir de septiembre no me imagino sin ellos. Me siento desnudo, más bien desprotegido. Yo veo el calcetín como esa envoltura cálida que hace que el mundo se vea de una forma más amable. Su efecto repercute directamente en el cerebro. El tacto del algodón recubriendo la extremidad, enfundándola, dignifica además el pie (esa cosa) como si fuera un objeto preciado. Le da el empaque y la importancia de la que carece al natural, un empaque y una importancia aún menores cuando directamente se acopla al calzado sin su oportuna y necesaria intermediación. Sin ella hay ahí en verano una liquidez terrible, incluso una viscosidad, y en invierno una intemperie horrorosa que evita el calcetín como si fuera un milagro, esa prenda extraordinaria a pesar de tener hoy un halo triste puramente mercantil y publicitario, nada práctico (se vende frescura sin su concurso cuando es todo lo contrario), que no es per se sino como consecuencia de la alegría inexplicable que produce su ausencia en la figura del que no lo usa, quizá magnificada por esta época de autoritarismo del pantalón pesquero llevado en ocasiones hasta límites estrambóticos. Ay, el calcetín. Pobre calcetín que ya ni con el frío es bienvenido. Pero yo me resisto a esto. Yo pienso que esos pies tan aparentemente contentos calzados a pelo o a casi pelo en el interior de unos bonitos (pero inhóspitos) zapatos a la moda de colores flúor tienen inevitablemente que ponerse a llorar al ver pasar unos calcetines, sobre todo en un día como el de hoy.