Domingo 13 de diciembre de 2015. Fin de una vida: cerró el Den. Porque aunque cueste creerlo, estoy realizando el primer obituario de mi vida, que además, no va dirigido a una persona, sino a un lugar que recibía a todo tipo de personas, dignas de ser mencionadas si una auditoría interna existiera con los nombres y apellidos de todo los que caímos en sus redes de seda; donde nos sentíamos muchos más privilegiados que todos los imprudentes diplomáticos en suelo chino que las montan muy gordas aunque nunca a la altura de lo que cuece en el Den, un milagro celestial.
Ha muerto el Den, uno de mis portentos vitales, desde donde alguna vez vi caer nieve a granel, mientras lloraba bajo el inmenso árbol que te recibe, deduzco centenario, que a veces daba sombra, otras delirios, y siempre, absolutamente siempre, ocultaba la lamentable contaminación creciente que el gobierno chino ha sido incapaz de cesar mientras lo que sí ha cesado, por extrañas órdenes gubernamentales, es la vida de un Den milagroso, donde un noche me tiraron un cenicero a mi cabeza –sin puntería ajena– y otra, entre otras muchas– conversé con los nigerianos más humanos que jamás vi sobre la faz de la tierra.
Cierra el Den, lugar de encuentro –y a la misma hora– del primer travesti pequinés que venía dando servicio desde tiempos inmemoriales; sin dejar atrás al amasijo de mongolas –gentilicio que especifica a la mujer de Mongolia, no a la retrasada– que noche tras noche, y mañana tras mañana, competían sin quererlo buscando a clientes y botellas de vodka. Entre otros asuntos.
Y no olvidemos a su staff, mayores de edad de milagro, todas féminas menos el plantel de cocina, que sorteando a camellos, putas, cocainómanos, telespectadores de fútbol australiano, defensores de sus huevos benedict –vergonzantes– y demás clientes, se hicieron tan mayores ante nuestros ojos que la más bella, a la que yo, beodo, con la mañana bien entrada, escribía poemas en una servilleta, dejé de verla cuando le cambió el gesto, se tatuó en el coxis un gran dragón, mientras salía del Den abrazada a un camello. Por supuesto, de color. O sea, negro.
Nunca supe quién era el dueño de aquel averno querido, tan afortunado por tan bella obra de arte, cuando sus baños eran tanatorios y su cocina temeraria. Pero mi Den, mi querido Den, pasará a ser alguna de esas mierdas secas (Muchachada Nuí dixit) que el siglo XXI, la vetusta modernidad y la ansiedad de la dictadura china por mejorar su imagen (¿?) permiten sin piedad, en lo claramente más parecido a un asesinato arrogante. ¿Florecerá de sus entrañas un Zara? ¿Un falsa tienducha con souvenirs de la Gran Muralla? ¿Otro Kentucky Fried Chicken con el pollo contaminado? ¿O tal vez un típico bar para parias españoles, donde aparte del triste gintonic, sirvan tropezones de cerdo frito?
El sueño del Den dice que buscan otro espacio donde poder continuar con el sueño. Pero me temo, que la maraña de gerifaltes, sólo les permitirán estacionar en el séptimo anillo, que no es, precisamente, el séptimo cielo de Pekín.
Debe saberse que la inmensa mayoría de su clientela no era china, en lo que yo siempre supuse, que en el eterno padecimiento pequinés, el Den, en sí, era el oasis del crápula. O todo lo que sería necesario en cada ciudad. Y más, en Pekín, donde después de una Olimpiada cerrar el Den ha sido, con diferencia, su mayor horterada.
Descanse en paz.
Joaquín Campos, 17/12/15, Phnom Penh.