¿Es posible la bondad en el capitalismo? Ésa es la pregunta que nos plantea Bertold Brecht en El alma buena de Se-chuan, que estos días se representa en el Matadero de Madrid. Nunca ha sido tan pertinente su programación como en estos días. Porque, ¿es posible la bondad en un capitalismo en crisis?, ¿y en un sistema que se desmorona y en el que sólo sobreviven los poderosos amparados en su egoísmo, en su avaricia, a costa del empobrecimiento de los que ya eran los más pobres? La crisis para ellos ha sido una oportunidad. No nos engañaron. Nos lo dijeron desde el primer día, alardeando, además, de sus primeros y, al parecer, erróneos conocimientos de chino: ¿cuántos artículos se escribieron diciendo que, en ese idioma, “crisis” se traduce también por “oportunidad”?
Lo malo es que no sobreviven sólo los poderosos que, gracias a la crisis, ven cómo su poder crece y crece sin parar. También lo hace ese segundo escalón formado por sus más fieles lacayos y que magistralmente se muestra en la obra de teatro en el personaje del capataz de la fábrica. Si en los primeros la maldad se presupone, en lo segundos el viraje ha podido ser radical. De la bondad a la maldad en cuestión de pocos segundos, los suficientes para darse cuenta de que sólo de esa manera serían capaces de salir adelante e, incluso, parecerse un poco a quienes les mandan. Ante el dilema de si unirse a los de arriba o a los de abajo, no dudaron ni un segundo. Han visto que la maldad extrema se premia. Y eso demasiado tentador. Además, es terriblemente fácil hacer el mal.
Pero, ¿y los que seguimos y seguiremos abajo?, ¿qué pasa con nosotros?, ¿aumenta la solidaridad de unos para con otros, la conciencia de clase, o sucede lo contrario? ¿Nuestros males compartidos nos unen o nos separan? ¿El orden existente favorece las redes de apoyo mutuo o una lucha de todos contra todos, la competitividad, la pelea por un puesto de trabajo precario con un sueldo miserable, o por conservar el que se tiene dejando en feo a un compañero, pisándolo, arrinconándolo?
“No soy bueno, pero tampoco para mí la vida es fácil”, dice al inicio de la representación uno de los personajes de la obra. Es imposible ser bueno en un medio hostil, afirma. “¿Cómo se puede ser bueno cuando todo está tan caro?”, se pregunta. ¿Cómo se puede ser bueno si has perdido tu trabajo, si no llegas a fin de mes, si te acaban de desahuciar? Puedes mantener algo de buena fe, pero poca fuerza para ponerla en práctica. En la miseria puede haber bondad, pero la debilidad de quienes la conservan hace imposible su ejercicio. O el instinto de supervivencia. Sobre todo cuando la miseria y el afán por salir adelante van acompañados de soledad: “Nadie puede ser bueno si no tiene nadie con quien ejercer esa virtud”.
Pero, ¿de qué se puede acusar a los pobres que se vuelven malos?, ¿de haber pasado hambre?, ¿quién tiene la autoridad moral suficiente para castigar sus bajezas?, ¿se les puede declarar culpables sin sonrojo?
Ciertos pobres, pasada la crisis, pueden recibir la visita de cierta fortuna, y ésa es la mejor garantía de que el sistema que los hundió perviva, porque, “¿dónde va a encontrar un inquilino mejor que aquél que ha conocido la miseria?”. Seguirán siendo malos, pero sus maldades serán de las aceptadas por el sistema. Incluso de las mejor vistas.
Pero algunos pueden morir en el intento, pueden desaparecer del mundo por propia voluntad, porque “basta una gota para que el hombre ponga fin a esta vida miserable”. La maldad se puede convertir en desesperación. A veces la maldad es sólo un indicio de la desesperación de quien la ejerce.
Pero la maldad también es muestra de ineptitud. Porque a todo el mundo le gusta mostrar las buenas cosas de las que es capaz.
La humanidad ha demostrado ser muy inepta y, por eso, muy mala. De ahí que siempre viva en guardia, aunque resulte demasiado cansado. La mentira, el engaño, el fraude, la deslealtad, son habitantes excesivamente frecuentes en nuestro mundo. Y ser bueno y confiado sale mucho más caro que ser malo y suspicaz. Sobre todo por el dolor que ocasiona la decepción.
Como la maldad campa más a sus anchas en los malos tiempos que atraviesa la ciudad, los habitantes más desesperados de Se-chuan piden a los dioses recortes en sus mandamientos (sería de esperar exigir menos de los ciudadanos cuando éstos sufren reducciones en los servicios que reciben del Estado en pleno proceso de adelgazamiento). En lugar de justicia, piden equidad. En lugar de honor, decencia. ¿Qué es más difícil de conseguir, la justicia o la equidad? En cualquier caso, el fardo de las buenas intenciones resultará demasiado duro de cargar y, poco a poco, vamos liberándonos de signos de benevolencia. De los que no tienen casi importancia y de los que sí la tienen. No somos capaces ni de cumplir con las virtudes devaluadas de nuestro tiempo. Por eso, a veces, la gente con más escrúpulos se construye un alter ego que cargue con la responsabilidad de su desidia, de sus maldades, de sus culpas.
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