Fuimos buscando la librería de Umberto Saba, miramos con expectación a derecha e izquierda, preguntamos y la vimos allí mismo delante de nosotros. La habíamos visto reproducida en la exposición sobre Trieste en Barcelona. Entramos y vimos una acumulación tremenda de libros, se desplegaban por todas las paredes en estanterías y en bultos, encima de las mesas, en los huecos de las ventanas. Un señor delgado nos preguntó qué deseábamos, le preguntamos si podíamos admirar el local que era famoso. El hombre nos dijo: sí, claro, pero no es tan famoso. Le contestamos que lo habíamos visto en la Exposición de Barcelona. El hombre dijo que en ese caso era famoso para nosotros.
Nos contó la historia de la librería, el poeta Umberto Saba fue el dueño en los años treinta, pero en la Guerra Mundial como Saba era judío fue deportado y le confiscaron la librería. Un empleado se quedó con ella y la puso a su nombre, después de la guerra el poeta la recuperó, pero se asoció con un empleado que tenía más dinero. El que nos hablaba era hijo de aquel empleado. De modo que la librería seguía en la familia desde hacía mucho tiempo, a través de los caprichos de la Historia.
Era de las pocas librerías que resistían como antes, se amontonaban los libros de un papel que olía, se podía tocar, soltaba polvo, sus tesoros se podían explorar con las manos y los ojos en los rincones, aprecié el papel todavía carnal y sensual que se acercaba a mi cuerpo. El hombre nos enseñó algunos tomos interesantes, ediciones de las poesías de Saba con portadas sugerentes o grabados muy valiosos, volúmenes que llenarían de alma una casa, alguien los hojearía de vez en cuando y los acariciaría como si fueran amantes.
Nos mostró revistas antiguas donde salía Trieste hacía muchos años, nos habló del viejo Trieste, nos contó que era el desahogo del Imperio Austrohúngaro, por donde llegaban los vieneses al agua, por donde los austriacos salían al Mediterráneo, y eso los libraba de ser totalmente germánicos, les daba un toque de locura mediterránea. Alucinamos al mirar todo aquello, no nos atrevimos a tocarlo, lo vimos lleno de aura, aunque Walter Benjamin se empeñó en que el arte había perdido su aura. Nosotros vimos que Trieste estaba lleno de aura.
Aquel librero nos atendió amablemente durante mucho tiempo. Tú le dijiste que íbamos por tierra hasta el Cáucaso, le diste la lista de países que íbamos a atravesar, el hombre dijo: un recorrido por toda Europa. Realmente en ese viaje atravesamos Europa de un modo extraño, le palpamos las entrañas, fuimos a sus confines. Tú le dijiste que yo iba a escribir un libro, siempre le decías a todo el mundo que era escritor, el hombre me deseó suerte.
Le pregunté si Rilke había estado en Trieste, el hombre contestó que no, que estaba en Duino pero nunca bajaba a la ciudad, realmente le dio la espalda. Me pregunté si habría alguna razón, tal vez fue que él en aquellos momentos quiso estar salvaje y solitario en su castillo, no quiso huellas de cultura ni charlas.
El librero nos habló de personajes importantes que estuvieron en Trieste, de D’Annunzio, que la reivindicó violentamente para Italia, de las convulsiones que se produjeron en la ciudad, matanzas de eslavos, ataques a edificios representativos, asaltos de periódicos, arrebatos de racismo en la ciudad que conoció tantas razas. Me acordé de que Richard Burton, el hombre que descubrió las fuentes del Nilo y las Montañas de la Luna, acabó sus días como cónsul en Trieste. Acababa de publicarse una novela sobre él del escritor búlgaro Ilia Trojanov, El coleccionista de mundos. Aquel inglés que vio el mundo entero, y casi salió de él, terminó sus días en aquella ciudad asomada a un mar pequeño pero convulso, se retiró entre libros y recuerdos, acompañó a montones de escritores sin saberlo.
Detrás del castillo de Duino hay otro más antiguo, abandonado en lo alto de un farallón. Le llaman La Dama de Blanca porque creen que es una mujer convertida en una roca cuando huía. Era un castillo blanco y solitario que resplandecería en la noche como un fantasma. Habíamos leído una leyenda sobre una mujer abandonada allí que se paseaba por las noches para proteger a su hijo de la muerte. Seguro que Rilke la miró en sus noches increíbles y quedó pasmado.
Bajamos por un sendero de escalones para pasear por el jardín, llegamos a una verja que nos impedía el paso. El jardín nos mostró un montón de frondosidades prometedoras. En primer plano nos recibió una estatua clásica con cierta melancolía, tantas veces fue así, promesas y asombros. Tal vez ese jardín como otras cosas fue mejor desearlo que tenerlo.
Quisimos estar mucho tiempo en el castillo y aprovecharlo al máximo. Salimos al jardín de la entrada, en una esquina vimos una mesa grande de piedra con dos sillas, en el ángulo subían unos rosales. Aspiré con locura esas rosas que seguían siendo tan locas como cuando Rilke las aspiró, les extraje todo su sentido, me emborraché con ellas. Seguían siendo tal vez las mismas, como el ruiseñor para Keats. Arrinconado y solitario llegué allí a principios del tercer milenio, no en cualquier otra época, en aquella tarde de julio y no en cualquier otro día, menesteroso y humilde, en procura de Rilke. Estuve allí arrinconado, pero traté de succionar en una esquina los líquidos gritados que soltaba el lugar.
Entramos otra vez en el castillo, exploramos las salas cubiertas que entrevimos antes de pasar al patio de armas. Unos restos arqueológicos, el trozo de una fuente, un rostro de escayola apoyando contra un cristal que tú fotografiaste desde fuera. Fuimos por otras salas y exploramos restos de personas que estuvieron allí en diversas épocas. Bajamos a un sótano donde se exponían antigüedades romanas. Recordamos que la escalera era una obra maestra de Palladio, no se apoyaba en ninguna columna, era un símbolo de la fuerza cósmica, la espiral soñada que subía a lo alto. Miramos la perspectiva desde abajo, las personas que bajaban o subían nos parecieron del Infierno de Dante o de un cuadro de Blake sobre las visiones de Jacob.
Volvimos a entrar desde la escalera a las habitaciones del primer piso, nos sentimos desorientados, las vimos desde otra perspectiva. Las domesticamos, las asimilamos a nuestra visión. Nos fijamos más en las damas de la dinastía de los Taxis, el dueño de la librería Umberto Saba les había hablado de ellos, nos dijo que fueron los que originaron la palabra taxi que se comprendía en el mundo entero, se dedicaron a los transportes. Se relacionaron con los Hohenloe, conectaron con lo mejor de la nobleza austriaca. Con aquel castillo la aristocracia del Imperio sacó la nariz hacia el mar, fue como un nido de águilas (más tarde lo aprovecharon los nazis, que excavaron allí un bunker), como un espolón que se metió en el mar y llevó los sabores de sal hasta los rincones de Viena. Como si en mitad de una fiesta de palacio en Viena unos cuantos se marcharán un rato a Duino a mirar el mar y volverán para seguir bailando. Allí se refugió lo más granado de la cultura europea, de la aristocracia de todos los países. Nos fijamos en los retratos. Nos fijamos en niños que miraban a la cámara, en jóvenes que eran pioneros de los automóviles o la aviación, en damas melancólicas que murieron jóvenes y se dedicaron como aficionadas a tareas creativas. Destacó sobre todas a la princesa María Taxis, que protegió desde el principio a Rilke, le dio cobijo, lo comprendió, lo enfrentó al mar en solitario, fue a aquellos acantilados para oírse a sí mismo.
Recordé las cartas que Rilke escribía desde allí, decía que había una serie de invitados pero que apenas se hacían caso, solo se veían a la hora de comer, la mayor parte del tiempo él paseaba solo, por las noches mirando al mar se dedicaba a sus poemas, alucinaba en el corazón de la noche, se sentía tan frágil en manos de los ángeles “como cuando Augusto el Fuerte rompía un plato de estaño”.
Bajamos una vez más al patio, tú hablaste con un cuidador, te empeñaste en preguntarle a alguien cuál había sido exactamente la habitación de Rilke, a mí también me encantaría saberlo. Pero lo que veíamos eran recuerdos de Rilke colocados en cualquier habitación. Recordé que desde su habitación miraba hacia Trieste, por lo tanto su cuarto tenía que estar en el ala izquierda, pero todo ese lado lo encontraron cerrado. El portero no sabía mucho de Rilke, te dijo que no podíamos visitar aquella parte, que estaba totalmente vacía, incluso se habían llevado todos los muebles, porque el castillo iba a comprarlo el gobierno, pero de momento todavía era una propiedad privada. Evoqué lo que sufren los castillos y las vueltas que dan de acá para allá.
Seguimos vagando sin atrevernos a irnos, quise tomar más y más desesperadamente aquel lugar. Deseé que mi cuerpo no pudiera negar nunca que estuve allí, que el tiempo se parara por unos momentos, que no respirara, me dejara mirar por un instante lo que de verdad se escondía allí. Siempre me pasó eso: cuando algo me interesaba quería mirar más y más, quería mirar con el abismo de los ojos y nunca estaba satisfecho.
Salimos de nuevo a la terraza, y entonces sentí un olor que me trajo toda mi infancia y mi identidad, un olor que me secuestró y le saco de mí, no supe qué olor era ni pude ponerle nombre, pero lo seguí, tú quisiste volver hacia el jardín, pero te dije: “no, vamos por aquí”, sin explicarte por qué. Por fin temblando te dije que allí estaba la higuera de la que hablaba Rilke en la ‘Cuarta Elegía’, que ésa era la higuera, que esa era la higuera misma. Nos quedamos los dos mirándola asustados, la vimos por fuera de la barandilla trepando en el acantilado, detrás de ella vimos las lejanías de la costa escarpada de Istria. Te repetí en voz alta: “pero es ésta, ésta, ¿te das cuenta?, es ésta, la higuera de que habla Rilke en la ‘Cuarta Elegía’”. Quise que te dieras cuenta de lo que te estaba diciendo, quise darme cuenta de él mismo, estuve allí recibiendo hasta los tuétanos aquel olor, el olor de la higuera que me traía a Rilke, pero también había llenado toda mi infancia.
De niño me habían llenado los higos, me habían proporcionado mundos enteros. Me los daba mi abuela en la aldea, los robaba de la casa de doña Veneranda, corría con los niños en mitad de sus olores, mucho más tarde los encontraba en años dormidos. Seguí allí mucho rato casi sin respiración, en suspenso, aquella higuera había pasado a lo más alto de la literatura, había inspirado uno de los poemas más radicales de la literatura universal. Por fin me aparté de allí, me dijiste que había que coger algún higo de esa higuera, llevarlo como un tesoro para siempre. Viste algunos higos resecos en el suelo detrás de la reja sobre el acantilado, parecía muy difícil cogerlos, pero tú lo hiciste. Nunca te resignas fácilmente. Cogiste un palo y buscaste la manera, te tiraste en medio de las hojas podridas, fue un peligro al borde del acantilado. Estaba polvoriento y quisiste conseguir otro de mejor calidad. Años después, en Madrid, lo vimos en una estantería junto a los libros, se lo mostramos a la gente: “este higo inspiró a Rilke una de sus mayores transfiguraciones”, les decía.
Eso fue en el castillo de Muzot en 1912. Allí empezó la comunicación con los ángeles. Y se interrumpió bruscamente. Rilke esperó con infinitudes de paciencia, con fiestas de la paciencia, como decía Rimbaud. Y sobrellevó su nostalgia y su disponibilidad. Esperó que un ángel como un caballo llamase torrencialmente a su puerta. Y once años después, en el castillito de Muzot en Suiza, los ángeles entraron otra vez torrencialmente por la ventana y Rilke acabó las Elegías de Duino. Y escribió también la última sobre el ‘País de las Penas’, tal vez el Antiguo Egipto, como la Melancolía más profunda y más reveladora, y vio como las Penas tenían la vitalidad más profunda e innombrable, y las Penas eran tan lúcidas como la saudade gallega. Y los ángeles vinieron acompañados por Orfeo, que llegó desde el mundo de los infiernos y trajo la música, que desconcierta y anima el mundo, vino con la noche y el mundo subterráneo, vino con las visiones y todo lo subrepticio. Los Sonetos a Orfeo fueron un regalo inesperado que trajo Orfeo desde lo más hondo y oscuro. Hace cien años se terminaron en Muzot las Elegías de Duino, esa ontofanía de los ángeles que trajeron la libertad y la trascendencia. Y vinieron acompañadas de los Sonetos a Orfeo. Del mismo modo mis abuelos campesinos mandaron a mi hermana a los burgueses del pueblo, que la reclamaban, pero me metieron a mí también en el lote. Y gracias a eso (y a que después estudié) estoy aquí firmando este artículo. Y el cielo vino acompañado del infierno, todo lo invisible y más intenso y acallado se desbordó sobre la Tierra.
Consuelo y yo subimos por la colina hacia el castillo de Muzot desde Sierre, en el Valais suizo, subimos hacia esa casa algo agraciada que Rilke llamó castillo y vivió como un castillo, y me puse allí delante de aquel triángulo dentado, de aquellos macizos de rosas metafísicas, apoyado en un árbol para ver si me venían todas las influencias del mundo al callar, y podía captar a fondo a Rilke y captar también a los ángeles. Y me quedó para siempre aquel momento, aquel callar con la sien en el árbol, intentando no decir nada inútil, no pensar nada, solo sentir que en ese rincón de la Tierra se concibieron hace cien años las Elegías de Duino. Y el mundo se hizo un poco más abierto y las miradas se rompieron.