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AcordeónEn el corazón del bosque: José Ángel Valente

En el corazón del bosque: José Ángel Valente

José Ángel Valente en 1991. Foto: Elisa Cabot. Fuente: Wikimedia Commons. Licencia Creative Commons Attribution-Share Alike 2.0 Generic

 

“Ibant obscuri sola sub nocte per umbram”

Virgilio, La Eneida, VI, 268

Queremos partir de este poema de José Ángel Valente: ‘Eneas, hijo de Anquises, consulta a las sombras’, perteneciente al libro Interior con figuras, de 1976:

 

Oscuros,
en la desierta noche por la sombra,
habíamos llegado hasta el umbral.

La mujer era un haz de súbitas serpientes
que arrebataba el dios.

Oh, virgen, dime dónde
está en el corazón del anegado bosque
el muérdago.
Volaron las palomas
a la rama dorada.

Habíamos llegado hasta el umbral
(de mares calcinados, del infinito ciclo
de la destrucción).

Aquí desnudo estoy,
ante el espasmo poderoso del dios.

Aquí está el límite.
Ya nunca,
oscuros por la sombra bajo la noche sola,
podríamos volver.
Pero no cedas, baja
al antro donde
se envuelve en sombras la verdad.
Y bebe,
de bruces, como animal herido, bebe su tiniebla,
al fin.

He aquí un poema que es casi un relato. Mínima narración de corte iniciático, acerca de los límites existenciales donde un sujeto se pone a prueba. Un viaje camino de las sombras en que se promete, acaso, la destrucción del yo más profano. O, como diría el propio Valente, un “descenso hacia la raíz”. Aquí está el límite. Pero, ¿qué es, en definitiva, un límite, una frontera? La frontera define, en principio, un espacio que dificulta el tránsito. Exige esfuerzo, determinación, cambio formal o fundamental. No sólo para ser transgredida y superada, también en el caso de que ella misma deba ser habitada, ya sea de manera temporal o de forma continua. Los espacios liminares han sido definidos a menudo como aquellas zonas de vacío u obstáculo que presiden una naturaleza no practicable; donde el movimiento, por ejemplo, se ralentiza o impide por la propia dificultad del tránsito. Salvar el límite y rebasar esa resistencia implica, pues, derrochar energía. Pero reconocer, también, la posibilidad del fracaso. El acto de rebasar y evitar la frontera exige, entonces, una transformación en la manera de actuar y pensar, en la forma de afrontar la vida (L. Gil). Por ello, la frontera es, además, el espacio por antonomasia de la indeterminación. Ella ha asumido como característica intrínseca la de ser área de peligro, espacio de inseguridad; donde el desarrollo de las tareas esenciales de la vida exige un estado de alerta casi continuo. Pues ella representa el lugar natural para el intercambio de energía: donde ésta se libera o se integra en nuevas áreas.

Es además en las zonas limítrofes donde se establece contacto con lo Otro. Todo límite nos enseña que lo exterior, o lo salvaje: lo animal, no es lo que está fuera de alcance del hombre, sino lo que habita en los márgenes de la condición humana. En todo caso, el individuo que vive en el espacio de tránsito –por decisión propia o por restricción del resto de la sociedad– lo hace, sobre la vida que habita, de forma mucho más consciente que el ciudadano, digamos, estable. En este sentido, y paradójicamente, un mundo limítrofe no debe entenderse con la carga negativa que la sociedad le aplica, sino también, tal vez, como el espacio señalado para ejercer la libertad (L. Gil).

Diríase que los peligros allí no sólo están relacionados con las fuerzas del orden, sino que también se muestran de carácter interior. Son estas las cosas que interesan en verdad al poeta. De hecho, comprobaremos que el mayor peligro viene de ese interior. La prueba, en fin, de carácter a la que se somete el individuo en su aislamiento; la procura –como decimos– por parte del hombre civilizado de los límites de su propia naturaleza.

El texto de Valente trata también de relatar esa experiencia, mezcla de ansiedad, deseo y temor, que se produce en la inminencia de la frontera, que es el prodigio. En él se abre un mundo de alucinaciones y de lóbregas apariciones, más que de pesadillas. Retornos también del pasado inmemorial que vuelve en la forma de un sueño: asombros y miedos o acertijos imprevistos. Tal es el espacio del poema.

Decíamos que, a veces, este espacio de fuga por el límite constituye el área de la libertad individual máxima, entendida a través de la más intensa soledad y el viaje, exterior e interior (L. Gil). El que realizan aquellos que, como por ejemplo Marlow –el narrador de la novela de Conrad El corazón de las tinieblas–, encarnan al hombre que parte, que se hace preguntas y que va más allá de las evidencias consagradas y protectoras, convirtiéndose de este modo en un hombre-frontera (F. Jarauta).

Aquellos que bajan, pues, “al antro/ donde se envuelve en sombras la verdad” son como iniciados que sueñan de forma semi-inconsciente –como animal herido– en el recinto interior, en la caverna. Pero sucede que sólo saliendo del espacio propio y común de la cueva –nos ha contado la fábula platónica– es posible descubrir un mundo nuevo y diferente al de las sombras. Por otro lado, la parábola de la caverna y las sombras como metáfora epistemológica, y la sombra misma en tanto que efecto de un territorio de iniciación al conocimiento, es común en la poética de Valente. La iniciación es una experiencia hecha con sombras, en la negrura de noche sola, “sola sub nocte per umbra”, avisa el conocido verso de Virgilio, al que el poema de Valente sigue.

¿Qué es el hombre, podríamos preguntarnos también al modo del adagio clásico? Ya Píndaro, en los comienzos mismos de nuestra cultura, nos responde: el sueño de una sombra. No solo la historia de cada hombre se habrá de desarrollar, pues, entre el sueño y la sombra; también la historia de los hombres, la que se escribe con mayúsculas, se delimitará entre la utopía y la pesadilla, o entre un sueño y su traición. “El hombre llamado civilizado –ha escrito un antropólogo contemporáneo– no ha dado un solo paso sin ir acompañado de su sombra, el salvaje”[1]. Ese lugar sombrío no ha de verse, sin embargo, como una amenaza, sino como el ejemplo de un destino vital en el cual se podía al cabo declinar, o descender para abrevar como animal, herido. Diríamos que encarna la personificación de la inmensa otredad de la naturaleza (exterior e interior). Un auténtico espíritu de la naturaleza en su dimensión de entidad atávica, originaria, o terminal. Tal idioma salvaje de la pasión y la sensación elemental de los mensajes naturales tiene sus códigos propios y opuestos a los de la cultura. Por eso no puede más que chocar con los conceptos abstractos y el lenguaje civilizado de la razón que, desde el exterior, se le quiere imponer (hablamos de la razón en tanto que cualidad kantiana y, por decir así, de la razón histórica).

En el poema, al lector, como al sujeto poético, le invade entonces el vértigo de un orden del mundo hecho de signos o presagios pero carente de lenguaje articulado y, por tanto, de racionalidad y significados precisos. Aunque, acaso, no de sentido, no de verdad. Un sentido que, sin embargo, ya no es humano o dictado o regido por un orden antropológico, sino un orden, por decir así, cósmico, natural. Allí, o en él, la humanidad misma se disuelve como en una especie de fermento matricial. Es el contacto con esta dimensión primera lo que hace peligrar la estructura misma de la identidad; de ahí que vayamos asistiendo a la pérdida paulatina de su propia civilidad o su segura individuación: se cruzan mares calcinados, se cumplen ciclos de destrucción.

En este sentido, el bosque encarna el lugar de metamorfosis del hombre en favor de la irrupción de su identidad más recóndita, más profunda, también más problemática: sombría. El hombre que, quizás, se pierde para mejor encontrarse; he ahí el relato que inspira tantos mitos –celtas o germanos, y algunos cuentos populares de la tradición indoeuropea, pasando por la saga medieval artúrica–. Esa floresta enajenante, enajenada, que constituye una inmensa reserva de creencias paganas, señala la latencia de lo maravilloso y cobija también las criaturas silvestres del folclore, alcanzando finalmente también al simbolismo y al propio existencialismo. Son los caminos de bosque heideggeriano que no llevan a ninguna parte, las sendas perdidas del corazón frondoso que cobijan el abismo esencial del Abgrund, a partir del cual sería posible acaso la renovación, aunque resurgiendo desde luego traumáticamente de esa oscura profundidad. Gaston Bachelard, en parecidos términos, evoca en La poética del espacio al bosque ancestral como un lugar del pre-yo, del pre-nosotros. He ahí el límite.

Es, pues, en esta selva –y en medio de esta violencia– donde surge o se construye el mito de la identidad. Por ello, frente a esas mismas potencias que coaccionan o conforman al hombre encontramos lo que Valente designa en el poema como “el infinito ciclo de la destrucción”. Pero hay que notar también que esta misma naturaleza muestra un carácter ambiguo, dual: tan agreste y lesiva como cargada de signos, o guardiana de secretos que es necesario descifrar. El bosque ejerce, pues, como un encantamiento. Su mera latencia permite desfamiliarizar el mundo. Verlo de nuevo, sin intermediación. El bosque cumple esa función. En él, o a través de él, los espejismos del lenguaje se disuelven y la realidad se hace crudamente palpable: memoria material. Es allí donde se muestra, entonces, un mundo potencialmente inagotable. La palabra poética nace de ese espíritu unitivo, no intelectual, que conoce el objeto sin crear el distanciamiento con él que exige la palabra crítica o eidética.

El dios, por su parte, es también una inmensa sombra. Alguien que nunca está: una presencia hurtada, furtiva: espasmódica. Tal vez no es nada más que una implosión o un vacío primordial. Su espasmo, por lo pronto, lo define como un desplazamiento continuo. El vaivén de un punto indefinido a otro. Por eso, en tanto que figura de la otredad, solo existe para recordarle al sujeto que debe buscar y afirmar él mismo su esencia, en medio acaso de la confusión y el mayor peligro. Pero, primero, el iniciado bajo tierra debe aceptar la destrucción de su propio yo, como si se tratara de un proceso de perfeccionamiento espiritual, o aniquilación ascética, ante la presencia fuerte de lo sagrado infernal. Porque, en rigor, el infierno pagano y precristiano –al que sin duda esta simbolización del bosque remite– es habitáculo de lo sagrado. El iniciado debe hacerse valedor de tales conocimientos por vía de un ascetismo espiritual próximo a la anulación del ego. Es así que el protagonista de nuestro poema queda totalmente desvalido ante la naturaleza, y allí echado sobre el suelo bebe su tiniebla como un animal –un animal herido de una herida causada por el conocimiento suprahumano o inframundano–. Ha alcanzado el límite de lo que puede soportar: “Aquí desnudo estoy, /ante el espasmo poderoso del dios”.

De la figura del dios, porque es furtivo, solo conocemos fábulas, donde se mezclan la admiración, la piedad y el terror. Relaciones que están sujetas ellas también a ser interpretadas, como los demás signos. Luego, cuando la búsqueda se inicia, los propios obstáculos que surgen en el bosque –la oscuridad, la bruma, la anegación– impiden su clara percepción, su definitivo desvelamiento. No se alcanza entonces, a través de ningún episodio, algún significado preciso. Porque, en el fondo, este significado no se halla dentro, en el meollo de la trama, sino fuera, envolviendo los gestos y el relato –tal como, significativamente, también se desarrolla la forma de contar de Marlow, a través de densidades de bruma y súbitos resplandores que permitían ver las oscuridades–: “como un resplandor pone de manifiesto a la bruma, a semejanza de uno de esos halos neblinosos que se hacen visibles en ocasiones por la iluminación espectral de la luna”.

Juegos de velos, fogonazos o resplandores como retornos espectrales en medio de la sola oscuridad. Dilución y atmósfera o tensión de sueño. Diríamos que, finalmente, el proceso de conocimiento no conduce a nada concreto ni unívoco en relación al sentido. Que ninguna revelación específica se produce. Nada se alcanza ni se logra si no es la deriva del abrirse mismo, de enigma en enigma, de velo en velo, de prodigio súbito en velada inminencia. De umbral en umbral. Este es el verdadero corazón del bosque: no tiene otra materia que la espera, la donación y la apertura en que consiste ese acto misterioso de unión-destrucción que llamamos interpretación.

Todo exige una interpretación porque, al cabo, la naturaleza, como diría Heráclito, gusta de ocultarse: no deja de emitir señales y códigos impenetrables. Signos de una inminencia que nunca se reconoce. He ahí otro ciclo o círculo vicioso e infinito. El ser se despliega como un conflicto inacabable. Puede ser otra lección de Heráclito, que el poeta nunca olvida: cuando se intenta desactivar esa tensión, se produce la decadencia, o la despresurización de la palabra en mera función comunicacional, informativa.

En tal situación, la experiencia humana en su condición poética no es otra cosa que una inacabable búsqueda hermenéutica: una continua y torturante y ansiada y frustrada comunicación. Un código sin comunicación concreta ni estable, justamente. Una verdad en peligro y que es peligro. Todo el juego que el poema despliega entre las sombras, las tinieblas, los espejismos y la luz no es ajeno a este problema del conocimiento.

De acuerdo con una metafórica ancestral, la oscuridad equivaldría a la ignorancia, la luz al conocimiento. Pero en el texto no hay acceso posible a ninguna solución o fundamento de sentido; no hay escapatoria al imperio de la oscuridad, que envuelve a la verdad misma. No hay claros en ese bosque anegado, o de haberlos, sirven para resaltar con mayor nitidez toda la turbia materialidad que pulula a la redonda. La niebla ni se mueve ni avanza, simplemente está ahí, rodeándolo a uno como algo sólido, aislándolo del resto del mundo. Opacando y favoreciendo el ciclo infinito e insistente de la revelación y la destrucción. Marlow lo explica muy bien: “Estábamos aislados de todo aquello que nos rodeaba, pasábamos deslizándonos como fantasmas, asombrados y secretamente aterrados, como lo estarían hombres cuerdos ante un brote de entusiasmo en un manicomio”.

El poeta es aquel que ha de afrontar este destino en forma de quimera o enigma inalterado por el conocimiento en regla. Él mismo disciplinado en la escrutación de un objeto invisible; en la imposible averiguación de un dios desconocido y en el ejercicio de prolongación de sus sentidos más allá de lo que la razón dispone.

En el poema de Virgilio –y en el de Valente– Eneas desciende a los infiernos para encontrarse allí con su padre muerto, que guarda el secreto de la fundación de la futura Roma. El padre ha llegado a alcanzar en las profundidades secretas los conocimientos ocultos que los dioses niegan a los vivos. Ese es también, por cierto, el misterio que concede la posesión de la rama dorada que tanto estudiara Frazer, y a la que alude el poema de Valente. El mito cuenta que en el bosque hay un hombre armado –el Numa– que por él merodea sin descanso. Es un rey, y un sacerdote, y un vigilante que ha de evitar que otro individuo penetre en el bosque con la intención de matarlo y convertirse él a su vez en Numa: el nuevo monarca, el protector de la diosa del subsuelo. Otro ciclo de sustitución filial, destrucción y muerte. Sobre él escribió también páginas certeras Juan Benet, en su saga en torno al mundo de Región. En 1978, el escritor madrileño editó un relato, titulado Una leyenda. Numa, donde se trazan con precisión insuperable las relaciones entre estas dos figuras enfrentadas a muerte y aguardando ese último momento impostergable del encuentro en que ambos se intercambiarán los papeles y el viejo merodeador habrá de “adoptar como un hijo” a su sucesor, “para hacerle donación con su muerte del dominio y la misión que en legitimidad solo él podía ocupar y cumplir”.[2]

La etimología de Numa remite a Nomos: la ley, la regla, la norma, y por vía bustrófedon al legislador Manu, al Manes persa, al Mena egipcio, a Mana. Numa es, en fin, el rey del bosque sagrado, servidor de un mandato de cuyo origen no hay memoria ni cifra de su destino. Esta historia solo es una fábula o un mito, algo que se cuenta. Una narración que, desde Virgilio –y aun antes– hasta Conrad, Valente o Benet, adquiere formas distintas, sin otra trascendencia que la mera relación de lo que acontece; que es la transmisión misma de la palabra poética, la custodia del espíritu de la tribu, o de su rastro seminal. Entre el primer padre y el último hijo. De Anquises a Eneas, de poeta a poeta, de umbral en umbral.

Lo que nos cuenta es que ser poeta consiste en desaparecer. Para hacer lugar a la presencia. El poeta no puede estar él mismo, como sí mismo, en la presentación. No hay un sujeto en la palabra poética, sino un agente. Alguien que desaparece: deja pasar, sin que haya nada que, significativo o significante de antemano, confunda, impida, desvíe o retrase la acción misma y pura. He ahí en definitiva el sentido y la alegría última del quehacer poético: la transmisión del acto. Del dios al hombre, del padre al hijo, del rey guardián al extranjero sucesor.

La vida del mito implica el holocausto en acto del poeta.

 

______________________

[1] Roger Bartra, El salvaje en el espejo, Ed. Destino, Barcelona, 1996, p. 16.

[2] Juan Benet, Del pozo y del Numa, La Gaya Ciencia, Barcelona, 1978, p. 136.

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