No recuerdo el primer apellido de mi bisabuela materna. Recuerdo su cara, su voz, su risa. Pero no su apellido. Creo que nadie nunca me lo dijo. Enviudó a los cuarenta años con cinco hijos y sacó a todos adelante. Luego crió a mi madre, su nieta preferida.
Nacemos de mujer pero nos nombra el varón. Dios padre en el principio dio nombre a todo lo existente. No tener padre es no tener nombre. No tener nombre es no ser de nadie. Porque el cuerpo del que vienes nunca fue otra cosa más que el cuerpo, nunca otorgó derecho a filiación, a herencias, a protección. Tampoco deberes para quien no quería nombrar, reconocer.
En el necesario y recomendable documental de Patricia Ferreira, Señora de, había mujeres que soñaban con que sus hijos llevaran el apellido de su padre. Para que no fueran de ella sino de la sociedad en la que nacieron. Sociedad que afortunadamente cambia, aunque no tanto.
Cuando nació mi hija le puse mi apellido. Nada más sencillo que elegir el del padre o el de la madre. Pero había truco. A veces parece que las reglas cambian, pero no es así, sobre todo en las cabezas más que en los actos. Se permiten posibilidades de saltarse las reglas, pero enseguida descubres que la excepción sirve precisamente para contener las rupturas.
Hasta que la polémica reforma sea aprobada, para poner el apellido materno, padre y madre tienen que ir al Registro en persona, en cambio, para continuar la tradición del apellido paterno, basta con que el padre se acerque a reconocer su criatura como suya y deje descansando a la madre recién parida en casa. En caso de duda o desacuerdo se pondrá «el que corresponde», el del varón.
¿Ponen muchas madres su apellido? Pregunté a la funcionaria del Registro en mi vena sociológica. Prácticamente ninguna. Me contestó ella. Lo dicho, cuesta más cambiar las cabezas que las leyes y más las leyes que tocan cómo tenemos conformadas nuestras cabezas.