Vengo a bañarme a la poza de Big Deep siempre que puedo. Está casi a la entrada del pueblo de Woodstock, aunque tan rodeada de bosque que me gusta imaginarme que es un lugar primigenio y remoto. Hoy martes hay algunos bañistas, no muchos. Despliego la silla, saco el iPod y me pongo a leer los periódicos y revistas que me bajé antes de venir: El País, el New Yorker, el New York Times. De vez en cuando levanto la vista y me fijo en mi hija, que juega con unos niños en la otra orilla. Parece que han cazado una rana. Forman corrillo, saltan de alegría, se pasan el pobre batracio de mano en mano. Finalmente salen disparados, en gran algarabía, porque alguien grita que ha visto una culebra. Tras pensármelo un buen rato, me chapuzo en un agua fresca, de montaña, verdosa, pero clara. En lo más profundo de la poza –no tan profunda- rozo el limo con los pies. Luego, mientras me seco, me quedo observando el tocón que tengo a mi derecha. Imagen recurrente la de ese tronco y la de ese riachuelo que se pierde entre el boscaje. El río es un cliché de fugacidad. O un símbolo más bien, porque un río nunca puede ser un cliché, como no lo es un árbol, una montaña o esa plácida brisa que sopla suavemente y me trae aroma de pino cada vez que rememoro un río de montaña.