Suena Bags&Trane,
de Milt Jackson y John Coltrane
Pasadas las diez de la noche y matado de sueño uno se encuentra ante la tesitura de saber qué ver, abandonado en el sofá y a la espera de que se le cierren los ojos. No resulta una decisión sencilla eso de escoger una película con la que poder dormirse, aunque alguno, con motivos de sobra, te dirá que un Bergman o un Angelopoulos resultarán eficaces. Recuerdo cómo una vez, durante dos noches seguidas intenté ver El hombre de Londres (A Londoni férfi, 2007), de Béla Tarr, y cómo en sendas ocasiones no superé su hipnotizador plano secuencia inicial. A la tercera fue la vencida. Y sin embargo, no se trata de eso. Porque uno no quiere empezar a ver una de esas películas que en realidad quiere ver y por lo tanto le llevarán a establecer un duro e infructuoso combate contra el sueño. No, uno no quiere eso. Lo que quiere es empezar a ver una película que le distraiga, le interese mínimamente e, incluso, le desvele hasta cierto punto, porque después de todo de lo que se trata es de despertarse –o de que te despierten– sin saber cuánto tiempo ha pasado y con las lentillas adheridas a los ojos. Conseguirlo tiene su mérito.
Entonces, recuerdo cómo hace unos años en el cine pude escuchar una conversación que tenía lugar en los asientos delanteros. No recuerdo qué película estábamos a punto de ver, pero sí que en ese momento pasaron un tráiler de El vuelo (Flight, 2012), de Robert Zemeckis, y pude escuchar como una espectadora le decía a otro: “Está hay que ir a verla.” “¿Por qué?”, preguntó el acompañante con un tono que delataba curiosidad. “Porque sí, porque es de Denzel Washington. Todas las de Denzel Washington son buenas.” El otro pareció aplicar aquello de quien calla otorga, seguramente, y convencido ante tan implacable argumento, siguió atento a la pantalla mientras Denzel demostraba toda su pericia al aterrizar forzosamente un avión. No tuve tiempo de ponerme a repasar mentalmente la filmografía del protagonista de American Gangster (ídem, 2007), de Ridley Scott, aunque de forma fugaz reparé que había trabajado bastante con el hermano de Ridley, el malogrado, y para muchos mejor director, Tony Scott, o con Spike Lee, en Plan oculto (Inside man, 2006), una de sus mejores películas. A mi –nuestra– sonrisa burlona inicial le sustituyó la curiosidad por repasar, y tal vez recuperar, algún título de la filmografía del infalible Denzel.
Es así como uno decide que va a ver El protector (The equalizer, 2014), de Antoine Fuqua, y la última película estrenada entre nosotros de Denzel Washington. «Un olvido imperdonable«, pensará nuestra anónima fan, y que me decido a subsanar pese a mi intención de dejarme vencer por el sueño. Y pese a caer en la cuenta de que se trata de una película realizada por Antoine Fuqua, responsable de dos estimables y recomendables thrillers, Training day (ídem, 2000), esta también con la inestimable colaboración de Denzel Washington en el papel de un policía corrupto que le enseña todo su catecismo al novato encarnado por Ethan Hawke, y Los amos de Brooklyn (Brooklyn’s finest, 2009). Asumo el riesgo, pues parece ser que la casualidad –no voy a atribuírselo a mi olfato– ha hecho que vea las mejores películas de Fuqua.
Poco o nada vale la pena entretenerse con el argumento de una película construida sobre toda una serie de convencionalismos en los que el gran Denzel da vida a una mezcla de justiciero y ángel de la guarda cuyo pasado intuimos vinculado a la CIA y que vive bajo una identidad falsa un forzado retiro. Sabemos todo lo que va a pasar desde el inicio pero han pasado los primero treinta minutos de las más de dos horas que dura la película y ahí estamos, viendo a Denzel convertido en un cruce entre Charles Bronson y James Stewart; es decir, convertido en alguien único. Y eso bien lo sabe Fuqua, quien dispone un estilo visual elegante y sobrio –me encanta cómo están iluminados los interiores– atento a la presencia hierática de un actor que con una sonrisa te transmite humanidad y con un pequeño tic en el ojo toda su debilidad interior –la de un pasado trágico vinculado a una mujer–. Y mientras parece a punto de acabar con toda la mafia rusa de la costa este de Estados Unidos. Llegas a creer que se va a cargar al mismísimo Vladimir Putin; es más, piensas en él como candidato para encarnar un biopic sobre Barack Obama.
Llegamos al desenlace, después de ver algún que otro efectismo –tal vez herencia del cómic original en el que se basa la película– y de confirmar que Fuqua orquesta escenas de acción bestiales, contundentes, guiado por un Denzel que tanto le da disparar frases contundentes como clavos con una pistola. Lo suyo es tan poderoso que no puede hacerle ni atisbo de sombra esa especie de némesis suyo que le envían los rusos y que más bien solo podría pertenecer a la galería de villanos cutres de la saga Bond de las décadas 80 y 90 del pasado siglo. Al final, no hay sorpresas. Bueno, sí. A mi lado permanecen tanto o más despiertas que yo, cuando el día anterior, viendo la última película de Peter Bogdanovich, han echado más de una cabezadita. Uno no sabe qué pensar, salvo que no hay nada como ver cine acompañado para cuestionárselo todo. Uno solo sabe que todas las películas de Denzel Washington son buenas.