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En familia / El cuarto de atrás

 

En familia


Aunque nunca había planeado casarse, dijo que sí cuando él se lo preguntó. Habría aceptado casi cualquier proposición que él le hiciera. Bien es cierto que ante semejante cuestión ella se quedó ausente, algo que incomodó bastante al novio. Adoraba a aquel hombre, su olor, su tacto… Las partículas que él desprendía calmaban su ser. Lo supo desde el primer abrazo que dibujó de una forma precisa la frontera entre el interior y el exterior. Dentro de este círculo estaba a salvo.

 

Dijo que sí trasversalmente. Preparó una boda en un breve espacio de tiempo: restaurante, invitaciones y viaje exótico incluido en el pack. Contrariamente al tiempo invertido, cuidó cada uno de los detalles con la intensidad de un niño. Adquirió un traje de noche para el acontecimiento. Un vestido de seda color carmín de granza con irisaciones violáceas y diminuta pedrería. La caída y el movimiento de la tela invitaban a deslizarse sobre un gran salón de baile.

 

Llegó el día. Los actos se sucedieron trasportándola como la espuma de un rápido. En esa vorágine notaba que sus miembros no eran activados por propia voluntad. Aquel pequeño trance pasó y le siguió una placentera luna de miel que se prolongó unos años después de la boda. Ella se sentía inmune a la propia vida. Solían observar con cierta sonrisa la aparatosa foto que lucía sobre el mobiliario de sus respectivas familias. Vista desde allí parecía el vestigio de un acto involuntario.

 

Las fotos no habían despertado el más mínimo interés en ella. Permanecían dormidas en su librería dentro de un fino álbum. Hubo una en especial que se escapó de aquella colección. Incluso el fotógrafo quiso apartarla del resto por entender su diferente naturaleza. Fuera de la sesión de posado al fotógrafo por inercia se le había escapado un disparo. Estaban sentados sobre un muro de piedra. Él la abrazaba riéndose y a ella le colgaban los pies, uno de ellos descalzo. El gesto natural desplazó cualquier artificio mostrándoles desnudos.

 

Más tarde, en esa edad que el óvalo facial se desdibuja, la vida por fin le alcanzó, el desgaste fue palpable para todos menos para ella. En la foto especial, de una forma enigmática, la figura de él fue sustituida por la película blanquecina típica que produce la sobreexposición. Después de la ruptura sus encuentros eran breves. Solían quedar en algún establecimiento de comida rápida con el pretexto de la entrega de un hijo en común.

 

En esas ocasiones él no solía mirar de frente. En cambio ella miraba su figura con atención intentando encontrar la verdad en el gesto más allá de los actos. Era entonces cuando le llegaba el oleaje de esa imagen, pero no lograba conectar aquella foto con ese presente árido. El mundo es demasiado razonable. La efervescencia del sueño le despertaba con la misma frase: ¿Por qué?

 

Fue quizá el despliegue de sus múltiples hipótesis lo que le llevó a descuidar el freno en aquel cruce, marchando así de una forma repentina de este mundo. Desde entonces los encuentros en el establecimiento de comida rápida se redujeron a padre e hijo. Aunque ella siguió acudiendo de forma velada. Alzaba un pie y se trasladaba del más allá al mundo terrenal abandonando su contorno en aquella foto olvidada. Se presentaba imperceptible a los ojos humanos con el traje de luces dispuesta a deslizarse sobre el salón de baile.

 

Movida por la irresolución de aquel interrogante ha venido acudiendo todos estos años. Acompañando a la que ella entiende sigue siendo su familia. Incluso acudió al lecho de muerte de él para solo después de la última respiración tomarle de la mano y, como si nada de esto hubiera sucedido, mostrarle el camino de vuelta al hueco que había dejado. La figura de él ha remplazado el fogonazo blanco que produjo la sobreexposición en aquella foto.

 

Bruno, su hijo, creció. Hizo inventario de la casa de sus padres y se mudó a un apartamento pequeño. Ha escogido precisamente aquella foto porque despierta algo en él desconocido. Ahora observa desde el sofá la foto que rescató de la casa materna, posa sobre un estante en su salón. Se diría que no es del mismo carrete, del mismo fotógrafo, del mismo día, si no fuera porque el jardín y el traje les delatan. Le gusta el pie descalzo de su madre y la sonrisa de su padre.

 

Por las mañanas su piso amanece encerado como el de un gran salón de baile. Y aunque todo ha tomado un cariz de fenómeno extraño él prefiere no preguntarse el porqué. Por primera vez desde hace mucho tiempo siente que está en familia.

 

 

 

 

El cuarto de atrás

 

 

Corina vivía en una ciudad de distancias grandes, en el interior de un edificio de escaleras largas. Los tabiques de su casa tendían a estrecharse. Tanto que cuando la casa respiraba las paredes parecían replegarse sobre sí y querer tocarse las unas a las otras. Entonces Corina sentía una angustia que la oprimía.

 

Empezó a anhelar la idea de un mundo más pequeño y manejable, un espacio de distancias cortas…

 

La casa albergaba un reducto que parecía no obedecer a estas leyes. Era el cuarto de atrás, como ella lo llamaba. Al instalarse allí, fue quizá el peso de este cuarto de moqueta roja y ventanales blancos lo que le hizo tomar la decisión. Desde el primer momento se le antojó vacío, sin muebles, un cuarto de juegos.

 

A través de la amplia cristalera se podía contemplar la parte trasera. Su edificio era el punto final que cerraba un círculo donde terminaba la ciudad y a partir de ahí, nada. Un campo limpio, de horizonte  definido.

 

Pasaba largos ratos fascinada por el juego de luces y sombras que las nubes reflejaban en la tierra mientras todo se movía con lentitud y silencio.

 

En las noches de viento cogía su almohadón e iba a recostarse sobre la moqueta roja. Uno de esos días, al amanecer, percibió que en el mismo centro del cuarto un terrón de tierra había roto el tejido. No le dio demasiada importancia pues la casa estaba algo ajada.

 

Desde entonces empezó a dormir allí. Cada noche aquel corpúsculo de tierra crecía un poco más dejando evidencia, según transcurría el tiempo, de la dimensión progresiva que iba tomando. Una tarde observó que en el cuarto de atrás había crecido una pequeña isla del tamaño de un palmo. Por las noches permanecía abrazada a ella como si de un niño se tratara. Le gustaba acariciar aquella piel arenosa y rozar con la yema de los dedos las copas frondosas de un manglar que  vivía en su costado. Al hacerlo bandadas de pequeños pájaros revoloteaban esbozando trazos elípticos.

 

Una mañana al despertar vio cómo una raíz aérea del manglar se había prendido en su pecho, temió romperla pues tenía que ir a trabajar, pero observó que era elástica y tomaba el color de todo cuanto tocaba. Podría recorrer largas distancias sin desprenderse de ella. A lo largo del día, a través de aquel cordón, sentía el latido del manglar que a última hora recorría de vuelta conducida por un cauce de agua dulce.

 

La isla fue creciendo, abriendo fisuras en la moqueta con forma de estrella que amenazaban los mismos cimientos de aquel edificio. Cada vez el contorno de la isla se acercaba más y más a las esquinas de aquella habitación. ¡Ni rastro del mar! Todas las noches posaba su oído sobre aquel trozo de tierra y soñaba con cetáceos gigantes sumergiéndose en un océano oscuro.

 

Poco a poco y debido a su crecimiento de abrazarla pasó a pernoctar allí. Y, como era de esperar, uno de aquellos amaneceres, se encontró a la intemperie sobre su isla, pendidas las dos en el último piso con todos los cimientos resquebrajados tambaleándose hacia el abismo.  

 

Le recorrió la desesperanza. Cerró los ojos para no ver el fin. Caería de bruces. En ese momento y de una forma inexplicable la isla ascendió verticalmente. Como si guardase un corazón más ligero que el aire, su cuerpo flotante era llevado por una corriente hasta desaparecer en un mar de nubes que les envolvió como una ola, dejando el canto diminuto de la espuma en su piel.

 

 

 

 

Marta Celma es ceramista. En FronteraD ha publicado Reflejo de luz sobre las aguas del Atlántico un día nubladoInstrucciones para manejar una nube domésticamente.

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