Hasta donde se acuerda, a S. la conoció en el concierto de REM en Vigo. Se acuerda más de Fernanda, y sospecha que si la Roca no le hubiera dicho: «con Fernanda no te metas que tiene novio», él se hubiera quedado ese verano tonteando con la chica de Pontedeume. La pequeña de la sonrisa bonita. Se acuerda también del porro de hachís y del botellón de calimoxo y de la Roca gritándole a Michael Stipe que le cantara ¡por-fa-vor-At-my-most-beau-ti-ful!
Stipe la cantó y Roca se volvió loca. Y también ellos, sus amigos, abrazados en un círculo, con el hachís y el calimoxo adentro. Al fin y al cabo, para eso habían venido a Vigo. Sudó, pero no demasiado. Y la Roca le dijo que claro, si el mejor lugar para pasar el verano era Galicia, donde hacía calor pero nunca tanto.
S., la chica con la que se enredó, estaba en segunda fila. O tal vez en tercera. A decir verdad, aparte de Fernanda–que bailaba como si llevara metida en la cabeza una melodía de reggae– él recuerda muy poco de esa tarde en que también gritó y saltó con It’s the End of the World.
Después del concierto volvieron a Coruña en el mismo bus que los había llevado a todos (cortesía de la municipalidad, que a pesar de estar en manos de la derecha –explicaron los amigos de Roca– tenía buen gusto para la música).
Esa noche la Roca y su novio, el Modes, le mostraron su pequeño departamento en la Avenida Finisterre. El Modes se lo llevó a tomar cerveza en el bar de la esquina. Él era de Lugo y le habló de la muralla. Se fumaron una cajetilla de Ducados (los mejores, de tabaco negro, explicó Modes). Antes de irse a dormir le regaló una bandera de Galicia con la estrella. «La del Bloco», dijo Modes, orgulloso de ser nacionalista. Roca y Modes lo acomodaron en un cuarto pequeño con una cama que se replegaba en la pared. Y así.
S. tenía problemas. Según la Roca eran problemas «de gente con dinero». El padre tenía negocios y a ella no le faltaba nada. Tal vez cariño, pensó él, cuando se desnudaron y se acostaron sobre el piso de la sala e intentaron pasarlo bien. Ella le dijo que se había reducido las tetas. Él las miró de buen tamaño y pensó qué tontería. Sin embargo ella explicó lo traumático que había sido vivir con tetas grandes y él dijo que le creía.
Esa tarde hubiera sido perfecta, si Modes no hubiera llegado y ellos hubieran terminado corriendo a esconderse en el cuarto de la cama replegable. O tal vez eso la hizo perfecta. Igual fue bonito mientras duró (tal vez porque duró muy poco). De todos modos, él recuerda esa tarde y a S. con la luz del sol entrando por los ventanales del departamento que daban a la Finisterre. La luz gallega.
Su mejor recuerdo de S. es uno en que los dos están sentados en el malecón, frente a Riazor. Ella y él se miran, se ríen. Quiere imaginar que ella también lo recuerda así pero sabe, por experiencia, que esas memorias jamás cuadran.
La Roca y el Modes lo pasearon por la orilla de las rías. Lo llevaron a Santiago de Compostela, Pontevedra, Fisterra, Camariñas, a la playa de Laxe y al pueblo más hermoso de todos: Allariz. Todavía hoy se regocija recordando la sensación de su cuerpo nadando junto a la Roca, en el río. Hay una foto que les tomó Modes en que los dos están sentados con el magnífico puente romano a sus espaldas. Se les ve felices. Galicia parecía el lugar apropiado para que se encontraran dos amigos que se habían conocido en la plataforma de un tren.
Roca dijo que quería ir con él a Madrid. Quería despedirlo, enseñarle el barrio donde había vivido de ilegal y llevarlo al bar donde tocaba Alaska antes de ser famosa. Tomaron varias cervezas y esperaron la mañana en que partía el avión de él a Lima. Se acordaron del viaje de ida y vuelta que hicieron tirando dedo desde Santiago de Chile hasta Buenos Aires. Y de esa escena nocturna, en el pueblo de Tocopilla, ya muy cerca de Arica, donde él escribió en un papel –grasoso, muy cansado– la frase: «In the name of my Da, qué hacemos acá».
Recordaron a la mujer que les dio dinero antes de bajarse del bus, llegando a Luján. Al camionero que les invitó mate después de recogerlos en Mercedes. A los hermanos que los invitaron a cenar en San Martín. Al hippie que los alojó en San Luis, una noche en que granizó mucho.
De ese viaje él también recuerda que le gustaba imitar su voz ronca y que ella le decía Bebe Dinosaurio. Que él regresó a Perú y ella volvió a seguir viviendo en A Coruña, por unos años. Y que después ambos siguieron viajando, haciendo otras cosas, ya para siempre con Galicia de fondo.