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En la frontera

Frontera de Siria. El trayecto desde Beirut  es relativamente corto pero a ello hay que sumar las inevitables paradas. El conductor escarba con su dedo meñique en las regiones más profundas e inexploradas de su pituitaria, llegando casi a rozar peligrosamente la corteza cerebral.  Con un taparrabos y un poco de carboncillo negro en su piel, me lo imagino clavando las garras en un tronco, saltando de cedro en cedro. El tío conduce como lo que es, un animal. Gruñe, escupe, insulta, da volantazos, adelanta por los arcenes, inaugura carriles inexistentes, rebaña la mierda de las orejas con sus pezuñas e interroga de forma indiscreta a los pasajeros sobre su sueldo.

 

A mi lado viaja una mujer que se dirige a Damasco a comprar vestidos de novia para su tienda. Vive en Alemania, habla en alemán, me pasa unos pastelitos con espinacas que detesto, pero que al ser ofrecidos en alemán no puedo rechazar. Le pregunto qué le parece Alemania. Ya tiene una edad como para decirme esa gilipollez de que el Líbano mola más porque solo aquí puedes ver pasear a una subnormal en minifalda y a su lado una desgraciada con el pañuelito. Semejantes tácticas de marketing barato al país de Joseph Goebbels…

 

Una furgoneta con decenas de trabajadores sirios apretujados adelanta a toda velocidad en una curva sin visibilidad. Efectivamente, la mujer afirma sin dudarlo que este Líbano es un país abocado al desastre, en el que cada uno sólo se preocupa de sí mismo y donde no importan los demás. Pienso para mis adentros en las interminables carreteras alemanas pobladas de frondosos árboles a ambos lados, donde cada árbol es numerado, cuidado y protegido. Aquí, sin embargo, solo conciben la naturaleza como un obstáculo para los miles de todoterrenos que lo invaden todo, como la postal de fondo en la que una novia maquillada de travesti posa para la posteridad oprimiendo el culo roto.

 

El conductor se ha parado ya cinco veces: una para comer y echar la meada, otras dos para trapicheos varios, otra para mirar unas macetas para su novia, y la quinta para meter unas sospechosas bolsas en el maletero. Finalmente se divisa la frontera. Nada en especial. Los mismos tíos malencarados y armados de siempre, la garita descolorida con el cedro, y paciencia, mucha paciencia. Observo detenidamente la situación. ¿Qué puede esperarse de un país en el que tres individuos son incapaces de hacer una cola?. Dan ganas de sacar una fusta y empezar a repartir un poco de “educación”. Acaba de llegar un autobús con turistas. El guía pretende colar por delante de la fila los 20 pasaportes de sus clientes, justificándose con que van a perder el avión. ¿Qué avión so cabrón?, ¿el que sale de Estambul dentro de dos días?, o ¿es que van a Iraq a inmolarse?, y en ese caso…¿no pueden hacer la cola como todos los demás?.

 

Ahora le toca el turno a la madre con sus hijos, a las amigas de la madre y también a toda su puta prole. Se ponen a tu lado. Estiran la mano derecha con el pasaporte, con la izquierda sujetan al niño. Tienen el grado de experiencia que a mí me falta a todas luces. Pero yo tengo más mala leche que todas ellas juntas. O me pronuncio o voy a Bagdad a reventarme con los de la excursión. Le explico con tono crispado a la señora donde está la línea a respetar. Farfulla algo en árabe. A mí como si habla en arameo. La tía no piensa retroceder y yo estoy dispuesta a llevarme a un bebé por delante. El de detrás se mete en el ajo. Aclara que no todos los árabes son así de maleducados, al menos no en Kuwait. Con la distracción del Judas vendiendo a su pueblo, el guía turístico ha metido el brazo cual pulpo en la ventanilla. Con esta gente no se puede dialogar. Una hora después salgo de allí dando lo mejor de mi misma:

 

-Tenéis todas las guerras que os merecéis…

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