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Mientras tantoEn la habitación del viejo marinero de Urbano Lugrís

En la habitación del viejo marinero de Urbano Lugrís


Urbano Lugrís, Habitación del viejo marinero, 1946.

 

He aquí un rincón para soñar mundos. Son anhelos pintorescos de navegante imaginario alrededor de un cuarto. Psiconáutica, o la vida como viaje, y aun entera fabulación. Pero también vanitas, quietismo estético no exento de saudade: estática travesía en que el pintor se imagina viejo marino. Aunque significativamente ausente – como denuncia ese sillón vacío… -; si bien sus propias iniciales (UL) decoran con hermético orgullo algunos objetos del cuadro, como el plato de porcelana en la pared o el frasco de vidrio que se guarda en el armario.

No importa tampoco que sea un sueño anacrónico, de una materia que viene de Defoe y luego de Marriatt, Stevenson, Conrad, Melville, Verne o Salgari y los relatos decimonónicos y expedicionarios que se leían en la infancia; cuando leer, efectivamente, significaba viajar.

Esa habitación es como el vientre de la ballena: un ámbito creado para el puro ejercicio de la imaginación. La escena misma nos lo dice, en el modo de un libro abierto en primer término: el leve ímpetu de un aire o de una emoción todavía estremece esas páginas de Leviatán, símbolo ancestral de potencias tenebrosas. Luego, en las estanterías del aparador aparecen otros volúmenes, de una erudición más atemperada: El arte de marear, Examen de pilotos, Cosmographia, Norte de la navegación, Sphera

Pero en la habitación no hay lugares ni monstruos fantásticos que ver o visitar. Tan solo accederemos a los indicios de esa vida aventurera a través de relatos, cuadros y grabados, de globos y cartas náuticas, estampas, cuadernos de bitácora, algunos objetos – pipa, cuadrante, la virgen del Carmen protectora en las tormentas, catalejo, fanal chino, loro disecado, copa de cristal y conchas  – que condensan – en tópico consciente y feliz  – esas singladuras, ahora ya interiores; si es que alguna vez fueron otra cosa que fábula. En cualquier caso, todos ellos figuras de lo leído.

Esta habitación es, al cabo, como un joyero: está repleta de representaciones, ex-votos, bibelots y maquetas de barcos; presencias de un onirismo minucioso aliado con una intensa experiencia de la lectura. Ambos tienen que ver con las aspiraciones de lo exótico y con un empleo radical de la ensoñación, desde lo mitológico y espiritual a la simple aventura.

Lo que se busca no está desde luego aquí y ahora, sino en íntima lejanía, fuera de este cuarto pero, al tiempo, posible solo en el ambiente que allí se ha creado. Pues el lugar con sus objetos existe únicamente para producir una vivencia alternativa de figuras y aspiraciones arquetípicas, ritos de paso, cartografías recónditas o conflictos grandiosos; en suma: elementos potenciadores de narración. Esta pintura es una suprema ficción pintada, lectura de lecturas: pura cosa mental.

De ahí que la temporalidad lectora haya suplantado toda referencia a lo real. De hecho, lo anula sin lamentos ni contemplaciones, hasta el punto de que incluso la ventana nos ofrece una escena que en nada se diferencia de los cuadros que cuelgan de las paredes.

Una tensión construye entonces enteramente la imagen. Solo una evidente claustrofilia, una visión desde espacios cerrados, es capaz de propulsar con tanta intensidad la evocación de ultramar y el anhelo de travesías y horizontes abiertos. De manera que la ebriedad de la partida se proyecta, objeto a objeto, a partir de un inmovilismo absolutamente extático, enciclopédico y acumulativo, punteado  con precisión deliciosa, con demorado preciosismo, como quien acaricia  amados recuerdos; ello explica acaso la circunstancia de que nuestro marinero sea, como el de Coleridge, un anciano.

Cada elemento que se muestra – “alhajas maravillosas, hechas de astros y de éter”, que diría Baudelaire – ha de ser degustado como formando parte de un auténtico teatro de la memoria: al tiempo paraíso perdido y pequeño espacio íntimo de libertad. O tal vez desesperada forma de sustitución de una realidad lamentable, un presente gris y opresivo – estamos en 1946 – sustituido por un imaginario de fugas o añorados estremecimientos. Como quien convoca fantasmas de un deseo insaciable que remite a figuraciones de infancia.

Lo sabemos: “para el muchacho, enamorado de mapas y estampas – Baudelaire de nuevo-, el universo es igual a su vasto apetito”. Y por eso, también, el pintor – lector impenitente, “mitómano de guardia”, como se definió él mismo – es quien, en plena madurez,  pero aún quizás con alma adolescente, cree poder aspirar a colmar esa sed antigua de heroísmo y andanzas.

¿Cree, sin embargo, o descree? Dándole relieve de fábula a su deseo individual frente al mundo, es indudable que Lugrís trata de proteger simbólicamente su yo y su diferencia, en conflicto con la realidad externa.
Puede que, por eso mismo, todo en este gabinete de maravillas destile, en el fondo, una sutil melancolía. La desaparición del protagonista (que redobla la falta del niño que fue) vuelve más melodramática la reminiscencia del pintor, hasta el punto de que la nostálgica evocación parece haberlo convertido en alguien mayor de lo que él mismo es en realidad: precisamente un viejo marinero como el del lúgubre poema de Coleridge. “¡Ah, qué grande es el mundo a la luz de las lámparas / y a los ojos del recuerdo qué pequeño!” (Baudelaire,
El viaje)

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