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Mientras tantoEn la Morgan con Seamus Heaney

En la Morgan con Seamus Heaney


 

 

Una vez, caminando por Broadway, entré a una librería a buscar un poemario. Quería el Beowoulf, en el traslado que hizo Seamus Heaney desde el anglosajón.

 

Era una librería estrecha, con una pared cubierta de libros usados, apiñados, con señales simples de papel plastificado indicando las secciones y el orden alfabético. Encontré el librito, uno de tapa negra donde luce el héroe, cubierto por su armadura. Era un ejemplar casi nuevo, con pequeñas marcas de uso en el lomo. Valía la tercera parte de lo que costaba en Barnes and Noble. Lo llevé a la caja, andando con cuidado debajo de las maderas que servían de parapeto enclenque para un segundo piso, y se lo mostré a la vendedora.

 

Ella era una anciana, con el cabello largo y muy blanco, que miró mi elección, volteó hacia mí y me dijo: «Yo lo leí mientras escuchaba el CD, leído por Heaney.» E hizo un gesto en que combinaba movimientos de cabeza, brazos y cuerpo, como anunciando un evento grandioso. Demás está decirles que al gasto del libro se unió el del disco compacto, que ahora escucho mientras escribo esto, sólo para recordar su voz: Heaney, la reencarnación de Yeats, que alguna vez tuve el privilegio de escuchar en una presentación en la Morgan Library.

 

El privilegio se convirtió en mal momento. Además de la entrada para escucharlo, me gasté otra cantidad de dólares en una antología suya de lo mejor de Wordsworth. Lllegué temprano y lo escuché sentado, desde las primeras filas. Al final de la conferencia, me acerqué con respeto para pedirle una firma y él con gesto despectivo, espantado por mi temeridad, dijo que no iba a firmar nada.

 

Tal vez yo estaba mal acostumbrado al cariño con que los autores siempre me habían firmado los libros. Aún recordaba la paciencia con que Zadie Smith se puso a conversarme sobre sus inicios como escritora, a pesar de la larga línea de solicitantes detrás mío. O la amabilidad con la que Mario Vargas Llosa se puso a interrogarme sobre mis primeras experiencias en Nueva York, luego de haber recibido aplausos y el premio PEN/Faulkner. James Ivory, el director, y su amigo Marchant me firmaron su libro de memorias y escucharon con gusto las pocas cosas que les pude decir en mi mal inglés sobre esas películas –Howard’s End, A Room With a View– que iluminaron mi experiencia de estudiante de cine en Lima.

 

Heaney se alejó de los cuatro gatos que esperaban su firma como si tuviéramos la peste. Entonces escribí esa nota en mi blog que se llamaba El huevonazo de Seamus Heaney, donde expresaba mi desencanto pero –no pude evitarlo– también manifestaba mi admiración ante sus versos.

 

Unos días atrás, esperando en la cola del supermercado, cogí una edición del New York Times porque identifiqué su rostro en la primera plana, en una foto en blanco y negro. Entendí, sin leer nada, que Heaney había muerto: sólo así llegan los poetas a la primera página de los pocos diarios que aún demuestran interés por la literatura.

 

En 2007, al año de mi único encuentro cara a cara con él, tal vez después de volver a escuchar su voz narrándome las batallas del Beowulf, traduje este poema que acá abajo repito. Debo decir que sigo el ejemplo de The New Yorker, que hoy apareció con un brillante y pequeño poema de 1975 (tan pequeño que se confunde con la página). No sé si mi traducción está bien o mal, sólo que en 2007 me tomó tiempo y le puse cariño. Se llama The Turnip-Snedder y es mi humilde homenaje desde Newyópolis para Heaney.

 

La segadora de nabos


Para Hughie O’Donoghue

En tiempos de manos callosas
y hierro forjado,

la moledora de carne,
el pozo de agua de doble rueda,

hunde sus talones entre las bañeras
de madera y los bebederos

más ardiente que el calor de su cuerpo
en el verano, frío en el invierno

como invernal armadura,
apechado tonel protector de pecho

atento y en guardia
sobre cuatro tacos broncíneos.

“Así ve Dios la vida”,
dijo, “desde el brote hasta la segadora”

Mientras la manivela giraba
y las cabezas de los nabos eran dejadas caer y alimentar

las jugosas cuchillas interiores,
“Este es el ciclo del nabo”,

mientras arrojaba su desorden crudo y en rodajas
cubo brillante tras cubo brillante

 

Poema The Turnip-Snedder
del libro District and Circle (FSG, New York, 2007) por Seamus Heaney.
Traducido el 23 de enero de 2007

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