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En la muerte de Sina

 

Hace seis semanas me quedé a tres horas de escribir la necrológica de Mari Francis, mi gata, que de manera inverosímil casi la casca por una infección de hígado y vesícula biliar. La operación a vida o muerte tras ocho días de fiebres altas y deshidratación no fue moco de pavo. Pero de manera milagrosa salió de aquella y hoy corretea por mi restaurante cuando sólo carga con once meses de vida. Con esto quiero decir que los animales son parte de mi vida, destacando a gatos y lagartijas.

 

Conrado es un gallego eminentemente gallego. Un tipo que hace bandera de su tierra –ahí radica la clave del hundimiento de España y del ciudadano español que arremete contra el del pueblo de al lado cuando es lo más estrictamente parecido a él mismo– y que desde hace una década hace negocio en Asia: primero en China, donde los costes y engorros a día de hoy son inasumibles, y ahora en Camboya, donde además de que los costes generales son bastante más bajos, ha encontrado otro motivo para quedarse: la noche de Phnom Penh.

 

Por razones a investigar en profundidad no son pocas las personas que me contactan con la idea de que les saque de fiesta. Desde señoras entradas en años y lorzas hasta jovenzuelos con cara de no haber roto un plato pasando por señores casados, con hijos y con ganas de pasárselo bien. Conrado está entre los que me contactan.

 

Con Conrado la cosa fue directa: “Quiero un bar de chicas de compañía”, me dijo, mientras apuraba la segunda copa de oporto en mi restaurante, auténtico intercambiador de personalidades, porque Conrado entró a eso de las nueve hambriento para un par de horas más tarde abrirse en canal, frente a mí, en un seppuku de manual donde en algún momento creí que me iba a pedir salir. “Tengo 55 años, divorciado desde los 40, con dos hijas casadas… ¡Déjame que me divierta!”, me comentó, cuando el tuk-tuk yacía aparcado en la entrada de mi negocio, preludio de una noche mortífera.

 

Nada más llegar al Cozy, un bar sito en el epicentro del escándalo –calle 136 con el Riverside– me coloqué frente al ordenador en donde los parias como yo hacemos las veces de pinchadiscos. Conrado, a mi derecha, sentado en un taburete y apoyado en la barra, delimitaba su límite cuando fue requerido para consumir. En ese momento sonaban los Smiths y una muchacha nativa charlaba amenamente con el gallego. Cuando dilucidaba si volver a poner a Fugazi la gerente nos advirtió que un pequeñísimo perro, aún en edad lactante, paseaba entre el sórdido suelo del Cozy y las cabezas de tipos como Conrado y yo, que cuando transcurría la segunda ronda de cervezas comentamos la poca claridad de la que disponía el local. En esas Conrado acelera su negociación –yo ya martilleaba al respetable con el ‘Te quiero mucho’ de Los Burros– que fue cuando saltó del taburete, pisando a Sina –que así se llamaba el cachorro–. Lo malo, lo siniestro, no fue que Sina se lamentara a viva voz, sino que Conrado, asustado, se reincorporó en el taburete con tan mala suerte para la mascota de la gerente del bar Cozy que al instante le aprisionó su cuerpecito con todo su peso –se me olvidó comentar que Conrado está gordo como dos gordos– y la pata del taburete. El quejido inicial mutó en otro mucho más basto hasta que se hizo el silencio animal que dio paso al griterío humano: las muchachas que allí obsequiaban con su conversa a los clientes pusieron el grito en el cielo, en aquel cielo negro negrísimo del Cozy, casi sin iluminación, repleto de humo de cigarrillos cualquiera, que dejó ver a un perrito convertido en cadáver, o para los más sensibles, en peluche. Lo levantaron sin vida, tratando de mantenerlo en órbita, que fue cuando apagué la música que emitía el ordenador y pedí la cuenta: “Las cuatro cervezas y el perro”, comenté, con el rictus entre serio y deformado. Conrado, estupefacto, se había quedado entre blanco y amarillo, además de inmóvil y frío. En el fondo se parecía tanto al perrito que acaba de aplastar con el taburete que por poco no se quedó en el sitio.

 

No estábamos en China. Quiero decir con esto que la gerente comprendió que un perrito enano sumido en la oscuridad de un bar repleto de mozas y clientes era demasiado como para no pensar que alguna desgracia podría ocurrir. Nos fuimos con algo más que mal sabor de boca que fue cuando le rogué a Conrado que la próxima vez que quisiera pasárselo bien llamara a otro. El pobre seguía afectadísimo, por asesinato involuntario de can en edad de mamar.

 

Ya en casa charlé largo y tendido con Mari Francis, la cual debió entender mi estado de nervios, que además de por la muerte de Sina venía producido por un extraño debate en internet donde un periodista defendía, en parte, el consumo de carne de perro en los restaurantes chinos. Luego soñé con Risitas, un perro que el siglo pasado me hizo reír: todo lo que le pides a un dibujo animado cuando eres niño y las preguntas de más molestan.

 

 

Joaquín Campos, 03/07/15, Phnom Penh.

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