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Mientras tantoEn la oficina de inscripción

En la oficina de inscripción


 

El olor a oficina pública y a humanidad. El silencio de soplos impacientes roto por el grito de la siguiente llamada. El tic tac del reloj que cuelga del muro grisáceo, tal vez blanco en sus buenos tiempos. No sabría si calificarlo de tradición, ritual o performance, pero lo que está claro es que todo español residente en el extranjero pasa por el consulado u oficina de inscripción.

 

El espacio tiene la capacidad de reunir a todo tipo de inmigrante español: recién llegado o veterano, trabajador de clase media o adinerado, joven estudiante o expatriado de antaño. Todos ellos comparten algo y, probablemente, más de lo que creen. El señor rechoncho resopla sentado en el banco, la ejecutiva contempla la esfera de su reloj, los niños de la familia español-marroquí doblemente inmigrados juguetean y avivan la oficina.

 

La ausencia de cualquier tipo de interacción no deja clara la situación de cada compatriota. Aquel señor con boina y bigote a lo ‘José Antonio Labordeta’ bien podría ser un exiliado de hace años. La mujer trajeada, una empleada de las instituciones. La chica joven y paciente, una estudiante Erasmus. Y la familia con niños alborotadores, un clan con un proyecto de viaje muy largo.

 

Cuando se acerca mi turno no puedo evitar ponerme nerviosa, por cualquier irregularidad o por el simple hecho de que falte un papel y tenga que volver a hacer fila de hora y media.

 

¡Siguiente! –me llama una voz con acento madrileño que desorienta y arrastra en el espacio hasta una oficina de la capital española.

 

Buenos días –anuncia con seguridad castiza.

 

Buenos días, vengo a realizar la inscripción de residente –proclamo, como si el funcionario no supiera, como si fuera la única de las decenas de españoles que se acercan cada semana a su ventana.

 

¿Residente temporal o permanente?

 

Esa pregunta, inesperada al mismo tiempo que lógica, me deja congelada y bloquea mi mente. Supone una aceptación de la realidad. Una reflexión sobre mi presente, pasado y futuro. Sobre mi espacio y tiempo. Un binomio marcado por el aquí y el allí.

 

No sé qué contestar. Una respuesta alarga mi estado de perdición en el limbo, la otra me obliga a aceptar una realidad marcada por el tiempo que pasa más rápido de lo que mi mente es capaz de asimilar.

 

Temporal –me arriesgo.

 

No miento. Aunque los años pasan a velocidad de vértigo, prefiero seguir engañándome y maquillar mi estado y mi presente. La aceptación de la permanencia supondría enfrentarme a una realidad oculta y acechante. Mientras tanto, el señor de la ventanilla ya casi ha terminado con el papeleo. Me entrega los documentos.

 

Aquí tiene, ¡buenas tardes!

 

Gracias y que pase un buen día –contesto.

 

¡Siguiente!

 

Ya está, sigo estando de paso.

 

Doy media vuelta y deshago el camino, esquivando piernas y papeleras, y observando a todos mis compañeros de espera. Miran impacientes, como miraba yo hace unos minutos. Cruzo la puerta de salida, que se asemeja a una frontera: no más acentos madrileños, ni señores con boina y bigote. Estoy de regreso en mi realidad ‘temporal’.

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