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En la periferia del país más feliz del mundo. Lo que los daneses no quieren saber de sí mismos

 

Copenhague. Foto de la autora.

El día que abrí el correo y me encontré con la tan esperada carta de aceptación al programa de máster Erasmus Mundus tuve que irme a correr. Ahora que lo tenía entre las manos dudaba sobre mis deseos y capacidades. Por aquel entonces aún quedaba una semana larga para que Europa se paralizase por el coronavirus. Los meses anteriores no habían sido fáciles, y estaba a punto de tomar la decisión de dejar mi contrato indefinido para irme a vivir a un país tan pequeño, tan desconocido, tan insignificante para la geopolítica global como Dinamarca. Acostumbrada a escribir sobre desgracias, ¿dónde podía encontrar buenas historias en el –considerado– país más feliz del mundo?

Nunca había vivido en ninguna región más al norte de Hamburgo, ni, por supuesto, nunca se me había ocurrido visitar la aburridísima Escandinavia. Pero ahí me encontraba, explicándole a uno de mis mejores amigos en el coche dirección Barcelona que ya lo tenía, que sí, que el consorcio elitista había decidido aceptar a esta chica normalísima, crecida entre vacas y campos de trigo, para su programa de periodismo internacional.

En mi cabeza, Dinamarca era el país perfecto: los prados eran verdes –nunca amarillos–, los edificios estaban limpísimos –sin ningún graffiti–, y las bicicletas se podían aparcar sin candado y sin sufrir por si alguna persona decidía volver a su casa con tu medio de transporte. Y es que esto no es casual: el discurso occidental siempre se ha servido de este territorio como el paradigma del bienestar, de la sostenibilidad, de la igualdad. El resto de Europa es una copia imperfecta de Dinamarca, y su campo de desarrollo es siempre desde su posición.

Aproveché el confinamiento para ponerme al día. ¿Eran mis expectativas y mis ideas algo real? Por el momento, la universidad estaba cumpliendo todos los estereotipos nórdicos. Nos orientaron a la hora de buscar una habitación, nos ayudaron a tramitar la residencia o visado e, incluso, nos acompañaron emocionalmente durante todo el proceso. Y después de googlear a fondo encontré que, efectivamente, durante décadas Dinamarca ha sido conocida como uno de los países más tolerantes y abiertos del mundo, especialmente a lo que a migración y refugio se refiere. Y este último apunte es importantísimo para entender mi experiencia.

Movimientos sociales ¿de raíz?

Era la primera vez que entraba en el centro social en el que acabaría pasando gran parte de mi año en Dinamarca. Recuerdo que, al abrir la puerta, un fuerte aroma a café y a desinfectante de manos se coló por mi nariz. Ese lugar era especial, pero no tenía nada que ver con los CSO (centros sociales ocupados) o ateneos ocupados que había frecuentado en el pasado. Aun así, las paredes parecían un collage de llamamientos populares, banners pro-Palestina y muchos-muchos pósteres en contra del cambio climático.

La chica que me atendió –el espacio era, también, una cafetería– se dirigió a mí en inglés. Después de invitarme a una taza de un líquido negro aguado al que solían llamar filtered coffee, me explicó que tenían diversas asambleas que se celebraban semanalmente para organizar manifestaciones, eventos u otras acciones. Y me apunté, sin pensarlo, a dos grupos de movilización. Hacía tiempo que mis espacios de confort eran centros sociales como ese.

¡Qué guay! Me fui a casa contenta. Esto me duró, a lo sumo, un par de días. Después de la primera reunión –estaba vinculada a un focus group de migración–, mis ánimos estaban por los suelos. Las personas con roles de poder, danesas y en la treintena, repetían una y otra vez que Dinamarca había sido la primera nación en firmar la Convención sobre Refugio de la ONU, que había liderado la atención y aceptación de inmigrantes desde principios de los 2000. Que siempre había sido un ejemplo a seguir, y que todo lo que estaba sucediendo ahora era “momentáneo” y “poco relevante”.

Lo que era “momentáneo” y “poco relevante” en su opinión era la deriva nacionalista del gobierno socialdemócrata con la complicidad de una sociedad poco movilizada. Y es que después de haberse situado como el primer país europeo en iniciar los trámites de expulsión de un centenar de personas refugiadas Dinamarca también estaba endureciendo otras políticas. Por ejemplo, aprobó recientemente una nueva ley que dificulta el acceso a la ciudadanía y que plantea la deportación de migrantes desempleados o con historial delictivo. Y esto no es todo. La línea dura que ha marcado el gobierno de Mette Frederiksen también ha impulsado la externalización de fronteras para expulsar a los solicitantes de asilo a centros de detención fuera de Europa, posiblemente en África, para que se estudien allí sus casos.

¿Qué hacer cuando, ante semejantes recortes de derechos, los que deberían estar en primera línea justifican lo injustificable? Por suerte, otras voces empujaron a la organización a moverse. Y, a raíz de esto, concentraciones y campañas empezaron a ocupar tiempo y espacio públicos. Si bien es cierto que existen grandes iniciativas de muchas personas, mayoritariamente internacionales, que abogan por la carga política de los movimientos sociales, estos no brillan precisamente por el rigor y radicalidad de sus exigencias.

Y de aquí, creo, surgió una reflexión con un amigo del centro. Por aquel entonces ya era pleno invierno y, aunque hacía pocos días que Halloween había inundado las casas, la Navidad y sus luces empezaban a despuntar en todas las calles. Vivir a menos de 0 grados era una experiencia nueva para mí y, aparte de algún proceso de congelación, me adapté gentilmente al clima hostil de Dinamarca. Fue en una de esas tardes en que el sol se iba a las tres y el glögg –vino caliente con canela– brotaba fácilmente de las botellas, en que me encontré nuevas y flagrantes contradicciones políticas.

Una de las puntas de lanza que alimenta la imagen de Dinamarca como un estado perfecto en el que todo funciona bien, en que la salud y la educación son gratuitas, en que el gobierno se encarga de todos los asuntos públicos es, precisamente, el Estado del Bienestar. Y es, efectivamente, uno de los aspectos que más envidio de los países nórdicos. Donde se centra mi reflexión es más bien en las consecuencias sociales de todo esto. Que una estructura así funcione bien no es algo que se haya conseguido con la movilización social, por más que me pese. Es más, es precisamente esta estructura la que consigue que la sociedad esté cada vez más desmovilizada. Si todo funciona bien, si nadie tiene hambre y todos tienen techo, ¿qué vamos a pedir?

Esta pregunta resonó dentro de mí. La idea de que Dinamarca posee una sociedad civil fuerte es, de nuevo, mentira. Y es que esta deriva conservadora en grado sumo se está dando con la pasividad –y el apoyo– de casi todo el mundo. Innegable es que la despersonalización de los extranjeros, convertidos en una suerte de monstruos, es una imagen compartida, socialmente aceptada. Todas las decisiones políticas pretenden disuadir a los inmigrantes de poner un pie en el país con la idea de fondo de llegar a una política de cero refugiados, y esto, al parecer, no inquieta a nadie. Si el estado decide esto, es por qué será lo mejor para todos. Esto, que entra de lleno en contradicción con una Escandinavia idealizada, puede provocar un efecto llamada. ¿Quién puede resistirse a adoptar el ejemplo del país más feliz del mundo?

La moral luterana en un país confesional

Las políticas de migración y asilo se endurecen año tras año en un contexto europeo de crecimiento de la extrema derecha. Por tanto, ciertas decisiones políticas –legislativas– no serían tan extravagantes en, por ejemplo, Alemania. Pero, ¿Dinamarca? Nuevamente, la imagen del país prevalece por encima de todo. Los titulares y las noticias siguen apuntando a la confianza social, a las ayudas públicas y al sentido de igualdad entre los ciudadanos como la fórmula mágica para su satisfacción. Pero, ¿son estos los verdaderos pilares del sistema?

Compartir mi vida con quince daneses no me habría supuesto ningún problema si hubiese podido escoger. Y, aunque no pude, probablemente fue lo mejor que me pasó en esos meses. Sorteando los estereotipos puedo afirmar que, para conocer a una persona nórdica, tienes que ponerle mucho –muchísimo– empeño. Por tanto, no hay mejor fórmula que un confinamiento pandémico con esta finalidad. Y ahí estaba, intentando superar unas semanas especialmente frías y oscuras mientras practicaba mi duolingo diariamente a marchas forzadas.

Fue una de esas noches, en las que compartíamos la cena porque poco más podíamos hacer, que el debate sobre las religiones adquirió más relevancia que nunca. Cuestión de aburrimiento, supongo. Después de criticar encarnizadamente el papel de la Iglesia en los países del sur de Europa me atreví a sacar el gran tema del cristianismo en Dinamarca. Mis compañeros, algunos de ellos amigos, parecían empeñados en negar de manera reiterada que la religión fuese parte importante de sus vidas. Y, aun así, todos habían aprendido a comportarse como luteranos. El país, de los pocos estados confesionales de Europa, está estrechamente ligado a la religión. Es más, los llamados valores daneses tienen mucho de religiosos y poco de identitarios: la necesidad de aparentar que todo va bien, que todo funciona a la perfección y que no hay nada que pueda mejorarse es algo intrínseco al modelo danés y su visión del mundo.

Es justamente este uno de los puntos en los cuales se puede criticar el famoso informe de las Naciones Unidas. ¿Es realmente Dinamarca el país más feliz del mundo? Sobre la base precisamente de esta pregunta se han escrito muchos artículos y un gran libro, Gente casi perfecta, de Michael Booth. Y es, también, basándome en ello, que seguí indagando en la terquedad de mis daneses, su negativa a aceptar su parte de culpa –consciente o no– en el asunto. Dinamarca se había convertido en el paradigma de la perfección sin ser, de lejos, un estado perfecto. Y, volviendo a la deriva antiinmigración, esto también tiene mucho que ver con la radicalización de la socialdemocracia en el país.

En los años anteriores a este 2021, la socialdemocracia, agonizante en la mayor parte del continente, había perdido también importantes segmentos de votantes en Dinamarca. La mayoría de ellos habían ido a parar a la derecha, a los nacionalistas xenófobos, que consideran que la defensa de este autosatisfecho modelo blanco, nórdico, europeo y vikingo pasa por eliminar de la ecuación a los inmigrantes, ya que se conciben en bloque como una amenaza. En un país en el que la cobertura estatal es un pilar que sirve de pegamento, que estructura la sociedad, la piel oscura significa una quiebra del sistema social.

Mientras el flæskesteg –cerdo al horno– se cocía lentamente y el humillo iba ganando terreno en nuestra cocina número cinco, un compañero no dudó en defender al gobierno al que no había votado. “Lo que está claro es que tenemos ayudas porque pagamos impuestos. Somos un país pequeño y si ahora todo el mundo viene a estudiar gratis aquí, o a trabajar y a ganar dinero, perderemos lo que hemos conseguido”. En otro contexto esta frase quedaría enmarcada para la posteridad en un cómo justificar el racismo para principiantes. No obstante, en Dinamarca esta creencia está mucho más extendida de lo que yo misma imaginaba. Un chovinismo similar ya formaba parte del neonazismo nórdico en los inicios de los 2000; lo que cambia es que ahora la izquierda –y la sociedad en general– está adoptando esta misma retórica.

Además, y de puerta afuera, Frederiksen propone acoger a los refugiados buenos, a los que dictaminen las cuotas de la ONU o a los que el mercado laboral necesite. Una estrategia de corrección política como esta busca mantener su estatus y su buena imagen en los órganos europeos y del resto del mundo. A la vez, sus declaraciones en ruedas de prensa apuntan todo lo contrario. Y es que nuevamente la moralidad protestante vertebra el Estado en su conjunto: es importante demostrar una admirable tolerancia y progreso aunque no se correspondan con la realidad. La moral protestante y el énfasis en la nación, o lo que es lo mismo, el cristianismo y el ser danés, son fenómenos que se refuerzan mutuamente. Y es en este marco en que el Welcome refugees está institucionalizado y, a la vez, la xenofobia se ha vuelto mainstream, una tendencia general.

 

La periferia, lejos del Danishness

La ficción del ser danés ha impregnado el orgullo nacional de los escandinavos. No solo son las banderas, que se enarbolan en cualquier contexto, como aniversarios, cumpleaños, bodas y otros eventos sociales. Esta idea ha propulsado una guerra cultural, una estrategia mediante la cual el Danishness desafía al islam. Y en este conflicto el estado aparta cada vez más a las personas migrantes y no blancas a la periferia tanto simbólica y como física.

Ya en primavera, mi bicicleta decidió dejar de funcionar y mi objetivo fue conseguir otra. El transporte público, escaso y caro, con controles de seguridad muy estrictos y multas estratosféricas, no me parecía una opción viable. Y a través de una app móvil llegué al mal llamado ghetto de la ciudad. Esta denominación no es gratuita: el gobierno propuso una legislación para reducir el número de residentes no occidentales que viven en los barrios desprotegidos. Esto se traduce en la práctica en la limitación de la cantidad de población no blanca al 30% y en otorgar a los municipios el derecho a denegar viviendas.

Si bien es cierto que cuando sales del centro de la ciudad el paisaje, físico y social, cambia muchísimo, mi impresión de ghetto –que por entonces no sabía que se consideraba como tal– no fue distinta a la que tengo sobre cualquier calle un poco alejada del Paseo de Gracia de Barcelona. La población ya no era totalmente blanca, alta, rubia y con abrigos afrancesados hasta los tobillos. Las bicicletas ya no eran dignas de Amelie, con flores en la cesta delantera. Pero no era, ni de lejos, lo que el gobierno –y por extensión la sociedad– pretendía mostrar: ese ghetto era ghetto porque la piel de sus habitantes no era blanquísima, porque el sistema de transporte los orillaba cada vez más a la periferia del Estado, porque nadie quería verlos como parte de un país que, para bien o para mal, ya no es lo que era.

Y en esta necesidad de ser danés sobrevive, también, la americanización de la cultura. Mientras reivindican el sentir nacional, la cultura y las tradiciones, el consumo general de todo esto se refleja más y más en el American dream. Mientras es guay desayunar porridge cada día, el cuscús, el tachín persa o el café turco son subproductos que causan, incluso, repulsión. Por tanto, en este contexto, repetir que Dinamarca es el país más feliz del mundo es, como mínimo, falaz. Dinamarca no es tan bueno –o, al menos, no para todos–. El producto interno per cápita, la esperanza de vida saludable y otros indicadores parecidos dicen que se encuentra en la posición más alta en la clasificación del bienestar. Pero si la media apunta esto, también cabe destacar que la población inmigrante es, nuevamente, marginada: estructuralmente reporta niveles más bajos de vida.

En esta paradoja nórdica hay miles y miles de personas que experimentan el paraíso de una forma muy distinta. El país, supuestamente abierto y tolerante, está intentando acabar con la diversidad, viviendo como si no existiesen daneses de piel negra o rasgos asiáticos. O lo que es lo mismo, está intentando expulsar a quienes no cumplen sus estándares de corrección –física, cultural, social y económica– lo más lejos posible de su oasis de felicidad.

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