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Ilustración: Raúl
all the gold and silver
can measure up my love for you
it’s so material
precious little you given me
precious little you got to say
precious time is what you’vetaken
wish I could find you again
Precious little, Patti Smith
Hace ya unos años leí una entrevista que le hicieron a Marianne Faithfull. En realidad, yo no sabía quién era. Su nombre me sonaba vagamente, pero lo ubicaba en una generación distinta a la mía, como a Raffaella Carrà, Dalida o incluso a Janis Joplin. Fue entonces cuando me enteré de que aparte de cantante, había sido la “compañera sentimental” de Mick Jagger. La entrevista me gustó. Soy incapaz de recordar en qué periódico la leí, pero su personaje me cautivó. Me gustó esa manera suya de mirar al pasado y recorrer esos caminos transitados con la mirada cansada de la madurez.
Era un domingo de diciembre y estaba con mi novio en una cafetería. Desayunábamos un cruasán y un café con leche. Él leía el acostumbrado periódico deportivo mientras yo estaba sumergida en el relato de Faithfull.
En un momento determinado, el periodista le preguntaba si aún creía en el amor. Para ser más exactos, quería saber si había cambiado mucho su visión del amor al llegar a los sesenta.
Me pareció una pregunta extraña porque, lo queramos o no, en el fondo de nosotros siempre creemos en el amor. No es una cuestión de edad, supongo. Creo que era Philip Larkin el que decía que en cada hombre duerme una sensación de la vida conforme al amor, así que negarlo no es más que otra manera de manifestar abiertamente un fracaso, una carencia.
El caso es que le preguntaron cómo se vivía el amor a los sesenta.
En un primer momento, la Faithful le respondía que eso era privado. Seguidamente matizaba su respuesta y decía que todavía creía en él. Pero creía en un amor que ya no estaba escrito en letras gigantes, relucientes, de molde. Ahora se había convertido en un amor que se escribía A en mayúscula y el resto en minúscula.
Un amor sin pretensiones.
Su respuesta me hizo sonreír. Levanté la mirada hacía mi novio y le leí en voz alta el párrafo. Él me preguntó en primer lugar quién era Marianne Faithful y cuando se lo dije me comentó con su deje irónico de siempre que probablemente se habría hartado de meterse mierda. Imagínate ser la novieta de Jagger en los sesenta, lo que me extraña es que aún esté vivita y coleando.
No me comentó nada acerca la frase del amor, de hecho, creo que ni siquiera la debió registrar. No suele detenerse en este tipo de cosas.
Él es médico y en su universo ese tipo de preguntas no tienen lugar más que en las películas o en los libros que yo suelo leer. Es una persona profundamente práctica. Piensa en operaciones, en prótesis de cadera o en irse a Estados Unidos cuando acabe la residencia de traumatología.
Cuando volví a insistir en el asunto de la frase sonrió y me dijo que era bonita. Cómo te gustan estas cosas, eh. Y yo también sonreí.
Me he acostumbrado a sonreír cuando no sé qué hacer. Tal vez sea una manera de disculparme.
Me observaba con ternura. Con perplejidad también.
Suele mirarme de esta manera, admirándome como lo haría en un museo frente a un cuadro del cual es imposible adivinar el significado. Es difícil saber qué soy para él, aunque en ocasiones sí lo sé. Soy un adorno complejo y alejado de su realidad. Un abalorio precioso que sabe hablar de literatura y que vive en un mundo en el que se habla de cosas para las que no existe un remedio concreto. Un ser que merecería estar expuesto en una vitrina. Me ocurre a menudo con la gente.
Salimos juntos desde hace cinco años. Hace una semana me pidió que me casara con él y le dije que sí. Ahora empezaremos a buscar un piso para irnos a ir a vivir juntos. Me imagino que será un ático precioso: luz, comodidades, sofás de diseño y una nevera llena de comida exquisita. Las estanterías estarán llenas de mis libros y de atlas de anatomía. Un médico y una escritora.
La gente nos dice que hacemos muy buena pareja. Somos los dos guapos y simpáticos, gustamos a la gente: yo no hablo demasiado y él lo hace por los dos. Le incomoda que saque mis temas de siempre y me pierda en disquisiciones metafísicas. Él no llora, no soporta que yo lo haga, y mucho menos que sea por cuestiones trascendentes como la muerte.
Pienso demasiado en la muerte.
Creo que se avergüenza de que sea así de sensible. Para él, la muerte es el final natural del proceso que es la vida. Para mí, es el mayor motivo de angustia, una pesadilla que me persigue desde mi infancia. Cuando me ve llorando me abraza y me pregunta qué ocurre. Yo sólo sé decir que no me pasa nada: sé que a él no le va a gustar que le diga que lloro porque me asusta morir y por constatar la aparición de las arrugas que van apareciendo imperceptiblemente en las caras de la gente a la que quiero.
En mi cara.
No me conoce. A veces, cuando me despierto por la noche y lo veo a mi lado, le miro con esa ternura que despertaría un hijo y me doy cuenta de que todo es un error. Algún paso en falso me ha llevado hasta aquí, me digo, tal vez fuera un error inicial que desencadenó una sucesión de extrañezas. Ignoro qué ocurrió, lo único que trato de no olvidar es que esto no se corresponde con ese amor escrito en flamantes letras mayúsculas acerca del que hablan todas las canciones de música pop. Dijo Nick Hornby que no sabía si escuchábamos música pop porque nos sentíamos desgraciados, o si éramos desgraciados porque escuchábamos música pop. Qué más dará, al final el problema es que somos desgraciados.
Mi novio y yo somos dos extraños que llevan viéndose todos los días desde hace cinco años. Sin embargo, nos queremos. Yo pienso en otros hombres y me gusta imaginar que ellos me darían lo que él no me da. A veces quedo con alguno y hablo de mí, de mi vida, de las cosas de las que no hablo con mi novio. Me gusta sentirme viva, sentir que puedo estar hablando con alguien que me escucha hasta las tantas de la madrugada.
Sentir que tal vez todo hubiera podido ser diferente y lamentarme por ello.
La autoflagelación inútil siempre ha sido un consuelo.
Después de esas veladas siempre ocurre lo mismo: llego a casa pensando que lo voy a dejar. Pero entonces, al día siguiente, él me da un beso cuando se va a trabajar y yo me quedo con mis remordimientos. Pienso entonces que tal vez aún pueda cambiar. Quizás un día vea que estoy ahí a su lado y que soy real, que quiero ser yo y contarle cuál era mi color favorito cuando era pequeña.
Hace poco leí una biografía conjunta de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir y aunque no tenga especial estima por ninguno de los dos me llamó especialmente la atención una anécdota: están cenando en un restaurante para intelectuales del París de los setenta y él le pregunta a la que será la compañera de toda su vida cuál es la sopa que prefiere. Ella se sorprende por la pregunta; qué nimiedad, piensa, cómo pueden interesarle a alguien sus gustos en lo referente a una vulgar sopa. Sartre le responde que a él le interesa todo de su vida. Y cuando dice todo se refiere a que para él es importante si prefiere la sopa de cebolla a la de ajo.
Me imagino que esa situación describe parte de lo que yo supongo que debe estar en el amor que se escribe en letras mayúsculas. Aunque Marianne Faithfull diga que ya no espera ese tipo de sentimiento, yo sigo creyendo en él aunque mis días sean una continua constatación de lo profundo de mi error.
François de la Rochefoucauld consideraba que hay personas que no se habrían enamorado si no se hubieran enterado de la existencia del amor. Ahora ocurre al contrario. Hay personas que no se enamoran porque les han dicho demasiadas veces y por una infinidad de medios distintos lo que es el amor. En todas las películas, en todas las canciones se habla del amor y constantemente se nos recuerda cómo reconocer este sentimiento universalmente aclamado. El amor en letras mayúsculas está estandarizado. Nos da miedo pensar que no lo estamos viviendo, que lo estamos dejando escapar.
A mí me ocurre eso.
Sé que cualquier día podría romper con la vida que llevo. Lo sé. Y tal vez eso sea lo que me aterroriza.
Mi novio no sabe nada de todo esto. Sólo percibe hechos que probablemente le parezcan aislados; ve que en ocasiones lloro cuando empiezo a contarle algo acerca de mí y lo veo ausente, sin ser capaz de preguntarme absolutamente nada que no sea práctico o funcional. Intento contarle anécdotas de mis padres, de los días en los que me llevaban al parque y mi padre se enfadaba conmigo porque no era capaz de jugar con otros niños porque me daba vergüenza hablar con ellos. Pero ese tipo de anécdotas no le interesan. Para él no tiene sentido hablar de la vida que yo tenía antes. Sólo hablamos de lo compartido, de lo que tiene sentido para los dos.
Sé que no hace las cosas con mala intención, pero no me escucha. Y es entonces cuando en mi cabeza algo se agita, algo se resquebraja y empieza un espiral de pensamiento en el que creo firmemente que tengo que irme antes de que sea demasiado tarde. No quiero pasar toda la vida con una persona a la que sólo le interesa una máscara preciosa.
Es peligroso querer encajar a una persona real en el molde de la imagen que nos hemos hecho de ella. Nunca da buen resultado porque las imágenes son lugares herméticos en los que no cabe más que lo que se ve a simple vista.
Tal vez yo no sea más que una imagen al fin y al cabo. Debí saberlo desde el principio. Los que están a mi alrededor me dicen que lo deje, que merezco estar con una persona que me quiera por lo que soy. No entienden que me pueda conformar con una vida que se hace a base de silencios y de abrazos que quieren suplirlos.
Pero yo sé que él me quiere. Me quiere con ese amor mudo con el que se ama a las cosas que no entendemos. Pero sé que al menos ese amor basta para tener una familia y, quien sabe, tal vez sean mis hijos los que con sus pasos temblorosos se acerquen a mí y por fin encuentre el espejo en el que reflejarme. Pienso que quizás serán sus pequeñas manos a las que me amarraré con fuerza y en las que encontraré las raíces para aferrarme a lo sólido de la vida y crecer fuerte y ser yo misma. A ellos les contaré que no, que no me gusta la sopa, y que de pequeña me daban miedo los payasos.
Mientras, mi novio, que entonces será mi marido y probablemente ya no será tan guapo como ahora, casi no estará en casa. Pasará los días en su consulta de médico de éxito y viajará a menudo a Estados Unidos. Quizás tenga amantes. Pero sé que siempre volverá a casa y me seguirá queriendo con ese amor absoluto que destinamos a lo incomprensible.
Que seré única para él.
Quizás algún día se acuerde de esa fugaz conversación que tuvimos una mañana en torno a una entrevista a Marianne Faithful. Me gustaría creer que se planteará qué ha pasado con nuestro amor, dónde se han quedado las palabras con mayúscula que se supone que debimos escribir. Entonces entenderá lo que son las letras minúsculas de una vida compartida basada en el cariño y la costumbre.
Sé que si algún día se llega a plantear esto, no lo hará con melancolía. Estará satisfecho, mirará atrás y se felicitará por lo perfecto de su vida. Me observará y sonreirá. Qué maravilla de mujer.
Yo también le sonreiré. Y habremos tenido una vida llena de cosas bonitas como espléndidos atardeceres, paisajes nevados, playas desiertas y niños rubios.
Un día, quiero pensar que tendré sesenta años, miraré hacia atrás y pensaré en Marianne Faithful, ya muerta por esos entonces, y me daré cuenta de la diferencia entre ella y yo. Ni siquiera lo intenté. Esas letras mayúsculas se quedaron donde estaban, en una entrevista que una vez leí. Lo demás fue una sucesión de erratas que escribí yo misma en letras minúsculas, pequeñas, ínfimas, incluso vulgares, en un librito de hojas arrugadas de tanto leerlas y no encontrar el camino de vuelta a los inicios, el libro de mi vida. Pain was somehow at the beginning.
Laura Ferrero es filósofa y periodista. Trabaja desde hace años en el mundo de la edición. Este cuento pertenece a su primer libro de relatos, Worldsharp