La percepción es un síntoma de la finitud del hombre, de nuestra dependencia de un exterior desconocido. Percibimos desde lo más «atrasado» de nosotros mismos, con nuestra limitación constitutiva. Por eso una máquina tecnológicamente correcta no percibe nada… igual que una persona que está demasiado bien programada, muy segura de sí misma. Por el contrario, sólo el que está insatisfecho es sensible, tiene sed de nuevas experiencias. La apertura del deseo implica a la percepción, pues es observador quien no está del todo seguro. A la vez, el que es sensible es inestable, pues está abierto a las influencias externas. Tiene entonces que redoblar sus esfuerzos para mantener el equilibrio de su mente. Tal vez un «intelectual» es alguien que siente demasiado, que se siente amenazado por su extrema sensibilidad y por eso tiene que «armar» su cabeza. En cualquier caso, la sensibilidad da ese rasgo de tartamudez, de fragilidad, de torpeza, que les concede a algunas personas un encanto peculiar.
Siguiendo a algunos clásicos del siglo XX, diríamos que percibimos con lo más atrasado de nosotros mismos, con aquello que es irremediablemente subdesarrollado en nosotros. Si el hombre es superior sensitivamente a cualquier máquina, esperemos que también moralmente, es en virtud de su retraso, del hecho de ser tecnológicamente incorrecto. En efecto, fijémonos que en general las personas muy implicadas con la tecnología suelen padecer una suerte de autismo sensitivo. El hombre desarrollado es, digamos, un marginal en el mundo de los sentidos: no siente nada sin prótesis.
Virilio vincula incluso la intensidad de la percepción a las crisis de ausencia que se podrían llamar «epilépticas», a la debilidad en la constitución física y, en particular, a la fragilidad de la infancia. «Bernardette Soubirous cuenta: ‘Escuché ruidos. Al levantar la mirada vi agitarse los álamos de la ribera del Gave y los espinos delante de la gruta como si el viento los sacudiera, pero alrededor nada se movía’ (…) los singulares minutos que preceden el paso de lo familiar a lo no familiar. En la región de Salette, por ejemplo, dos niños que no se conocían se encuentran por azar. Melanie es una criadita enclenque y miserable, con fama de ‘ensimismada’. Maximin es un muchachito con antecedentes asmáticos, considerado un ‘atolondrado’, que pasa la mayor parte del día correteando por la montaña y (…) El día de la aparición, ambos deciden guardar juntos sus animales cuando, de repente, sienten un intenso deseo de dormir. Al despertar, algo inquietos, se ponen a buscar el rebaño que les habían encomendado, pero los animales siguen inmóviles en el mismo lugar (…) Miserables, despreciados, considerados unos retrasados, la mayor parte del tiempo asmáticos, esos niños quedarán generalmente privados de apariciones, y se los considerará curados al llegar a la pubertad. Bernardette S. dirá con tristeza: ‘Que se atengan a lo que dije la primera vez; luego pude haber olvidado, y los otros también… Por ese momento, uno daría toda una vida’. Es lo que hizo, según sus propias palabras, al ocultarse en un convento de Nevers, donde murió a los treinta y cinco años» [1].
En efecto, desde hace mucho tiempo son los niños quienes descubren las cuevas, quienes han visto aparecer fenómenos en Occidente, sea la Virgen, las brujas o los extraterrestres. El mundo siempre comienza a mostrarse ante la mirada de los niños como ilusión de mundo. Y también en algunos mayores existe una conexión con cierta debilidad o crisis que les hace superiores. Paulo de Tarso pasa a la historia como San Pablo porque también él sufrió en el camino de Damasco una ausencia prolongada que cambió su impresión de la realidad, que modificó para siempre su percepción de las cosas. Todo fenómeno aparece siempre en el borde, en un momento de interrupción de los mecanismos habituales de la vigilia. Es una anomalía que aparece en las proximidades de lo inaparente, en una interrupción momentánea de la norma que guía la apariencia [2].
Algún día habrá que analizar hasta qué punto en toda percepción intensa en el presente está siempre latente una enorme lejanía, la distancia incalculable (recuerdos, visiones, rencores, temores) de lo que no está ni aquí ni ahora. En este sentido, habrá que analizar hasta qué punto la tecnología digital de la telecomunicación es analógica de una complejidad que ya está en cualquier existencia.
Por lo pronto, en cualquier existencia, lo propio de los sentidos es no cesar, no detenerse nunca. Hasta en el sueño, a diferencia de la anestesia médica, sentimos, viajamos, percibimos. También el feto, en el vientre de la madre, percibe. Se habla incluso de casos en que una persona en estado comatoso pudo recuperarse después gracias a los estímulos táctiles y sonoros que la familia le prodigó en su convalecencia, con frecuencia al margen del consejo médico.
Sentir no tiene término. Por eso al encerrarnos en una cámara oscura o en una cámara de silencio, siempre acabamos viendo o escuchando algo, las manchas de nuestro propio ojo, el rumor de nuestros órganos mientras funcionan. Como siempre tenemos que ver u oír formas, algo acabado y reconocible, de ahí viene el terror de la oscuridad, también el de la «privación sensorial» que los estadounidenses experimentan con sus prisioneros en Guantánamo. En general en el encierro, en la inactividad, acabamos viendo fantasmas [3]. Cuando se nos corta el acceso a los sentidos externos (el caso del prisionero, del secuestrado, del que está solo en casa), nos volcamos sobre nosotros mismos. Por eso a veces, cuando estamos solos, tenemos que encender el televisor para descansar de nosotros mismos. Con la percepción descansa el pensamiento, de ahí que en ciertos estados psíquicos siempre es recomendable salir afuera, pasear, viajar.
No deberíamos olvidar que existe una tecnología punta de la vida desnuda, de la simple percepción, desconectada de toda red técnica. En la existencia que, en virtud de una decisión o un accidente, se desconecta de toda red sociotécnica, hay un holismo del «sexto sentido», una percepción extrasensorial en cada sentido. Una vez más, es Deleuze quien ha insistido entre nosotros en este holismo extrasensorial, este carácter profundamente anómalo de la percepción: «Cualquier sensación ha de componerse con el desierto, con las distancias de un Sahara» [4]. Una de las ideas centrales de Nietzsche (y en esto le siguen muchos otros, de Berger o Handke a Baudrillard) es que en la intuición, en la mirada y en la escucha, también en la memoria y la imaginación, en el sueño, en la decisión, en el sentido del humor y en la conversación, existe un salto sobre lo meramente «objetivo», una sofisticada potencia que condensa el sentido, acercando incluso cualquier lejanía.
Es de esta potencia «desalejadora» del hombre, de la cual toda la tecnología digital es groseramente analógica, de lo que quiere librarnos la lógica cultural del los medios audiovisuales [5]. Y precisamente como medios con fin, un fin encubierto en este Fin de la Historia. Medios que recambian constantemente su fin porque no tienen otro que cubrir la finitud, prolongándose en un continuum infinito que prohíbe la parada. En esto consiste la importancia política de la famosa cobertura. Consiste en la política global de los miedos inducidos. La dialéctica general virus-antivirus (todos sospechamos hoy que se trata, en todos los campos, de la misma empresa) se corresponde con el blanco y negro de la información en estos tiempos de conexión instantánea y continua. Toda la definición de lo digital está apoyada en el carácter binario (también moralmente) de la ideología que hoy hegemoniza el espacio global, el circuito cerrado de la información, donde el adentro-climatizado siempre se ha de rodear de una afuera-arrasado. Todo ello para que el consumidor delegue la percepción en los medios, en la política de la mediación. Hoy la heteronomía, la servidumbre comienza por ahí.
Con la amenaza de nuevos virus exteriores, vivimos bajo un constante «formateado» que los medios de información de masas, adelantándose a las percepciones del hombre con la urgencia de la actualidad que un estado mayor de la mercadotecnia decide, ejercen sobre el «disco duro» del individuo, borrando incesantemente su memoria. De este modo se desactiva el necesario espacio personal de soledad, impidiéndole a la existencia rehacerse desde su fondo de des-información. Deleuze insiste en que se inyecta en nuestro tiempo una masiva formación profesional de los sentidos que coarta la posibilidad de cualquier aventura perceptiva. Coarta, digamos, la posibilidad de detenerse, el reposo que necesita la percepción y el pensamiento, esas vacuolas de no comunicación desde las cuales la gente aún podría sentir algo, pensar algo por sí misma [6].
Nuestra cultura, la del desarrollo industrial y el capitalismo, ha de ser fuerte, competitiva, eficaz, volcada en la regulación y en la regularidad. De ahí que todo Occidente, al menos desde el mundo moderno que nace en Descartes, desconfíe del mundo de los sentidos. Incluso cuando le reconoce a los sentidos un punto indiscutible de comienzo, como en Hume, son unos sentidos extirpados de cualidad, de profundidad espiritual, de dioses y demonios. Con la excepción de Berkeley, el empirismo piensa los sentidos muy alejados de la manera griega, latina o incluso medieval. En Occidente son en general una minoría los movimientos como el barroco, el romanticismo, el expresionismo. O los pensadores como Leibniz (Kierkegaard, Unamuno, Deleuze), que le conceden una autoridad potente a los sentidos, a lo que se piensa en ellos, sin conceptos. Esto ha estado más presente en la literatura moderna que en la filosofía. Sin embargo, heredero de Nietzsche, Max Weber analiza el capitalismo como una cultura de separación frente a los sentidos, de desencantamiento del mundo sensible y aislamiento del individuo [7].
En el plano personal es distinto, pues cada persona es un mundo, pero si una nación, una cultura entera está de un lado, el de la cultura de los sentidos, no puede estar de otro, el de la cultura de la seguridad. Por eso el desarrollo va acompañado de una pérdida inevitable en los «instintos», en los hábitos comunitarios y también en los hábitos de sensibilidad. Al fin y al cabo, se trata de sociedades que sacrifican la irregularidad de lo sensible y vivo a la uniformidad de lo conceptual, a la previsión científica y técnica, a la seguridad de la economía. ¿Por qué en los países desarrollados ya no se mira al prójimo como en los otros? Porque la gente está blindada en su privacidad [8]. Además, la imagen espectacular, servida a distancia por la técnica, tapa el rostro de lo humilde, lo cercano, lo sencillo. Las pantallas brillantes, con imágenes de las estrellas endiosadas, impiden ver el rostro del prójimo. Por eso se ha comentado que el hombre desarrollado, tecnológicamente armado, es un subdesarrollado en el plano perceptivo.
Para percibir hay que poder tener «tiempos muertos», estar por un instante desconectado, conectado a la ambigüedad de la inmediatez, a lo casi imperceptible. Pero precisamente esta sociedad, por motivos ontológicos y políticos, procura que no tengamos tiempos muertos [9]. Toda la industria gigantesca de la comunicación está para eso, sirviendo una percepción precocinada, preparada. Con el consumo y constante reemplazo de objetos e imágenes la época del acceso se convierte en la del acceso a nuestra velocidad de escape; la celeridad social se constituye en un arma de control, pues nos impide detenernos en cualquier escena de la propia existencia. Se trata de llenar el tiempo, de entretener, de invadir el tiempo de la vida con la cronología social. La virtualidad instantánea de lo digital está al servicio de esta política actual, su lucha feroz por controlar la percepción. La velocidad es, básicamente, un arma del poder, del global conservadurismo del movimiento sin fin.
Precisamente, esto explica que con frecuencia la calidad de los contenidos no importe mucho, con tal de que enganchen al espectador. El mensaje es el medio. Lo que se busca, dice Adorno, es prolongar la lógica del trabajo en el tiempo del ocio; se busca que entre jornada laboral y jornada laboral no entre nada que perturbe el ciclo productivo [10]. Y lo que menos lo perturba, por cierto, es el escándalo constante del que viven los medios. Después de la cadena de atrocidades de la pantalla, todos volvemos mucho más conformistas, más reconciliados con la rutina diaria. En este aspecto, la labor de drenaje que ejercen los medios, su tarea política de blanquear un malestar que de otro modo sería aparentemente insoportable, es políticamente crucial.
Para vivir, para mirar hace falta mantener una relación personal con la noche, con las sombras, lo informe. A Zaratustra, por ejemplo, le gusta mirar de noche «el rostro de las cosas dormidas». Escuchamos desde un registro de silencio, del mismo modo que vemos desde un punto de sombra: el ojo es oscuro por dentro, mira desde el pozo de la pupila. Para ver es necesario cerrar los ojos, apartarse, tomar distancias, pues un exceso de luz nos tapa el bosque de la percepción. Por eso el cine, a diferencia de la televisión, que tiene la hipnosis del movimiento constante, necesita una sala en penumbra, así como unas décimas de segundo de retraso, de oscuridad entre fotograma y fotograma. La proliferación de imágenes, la comunicación instantánea y global van unidas a un nuevo de tipo de insensibilidad para la cercanía, para lo local. Estamos tan saturados de brillantes imágenes preparadas que ya no percibimos la sombra, los matices de cada esquina, de lo pequeño en lo que nos jugamos la vida. Pues, no lo olvidemos, todo lo que importa es «pequeño»: mis amigos, mis manías, mis colores, mis temores, mi hija.
Las imágenes encadenadas, podríamos decir, crean una miopía para lo no espectacular, lo que explica que un sinfín de fenómenos diarios sean indetectables para la gente conectada a las pantallas. De ahí el temor generalizado de la sociedad tecnológica a lo externo, a cualquier virus que aparezca por fuera. De ahí la constante «alarma social» ante múltiples peligros, ese enorme género de terror que se engarza a la lista de enemigos que una y otra vez reaparecen: virus, marcianos, sectas, islamistas, fenómenos meteorológicos, violencia juvenil, etc. Como decía Freud, lo que es reprimido, también en la percepción, regresa en formas letales. De manera que toda la mitología actual en torno a lo paranormal, al espiritismo, fantasmas o ángeles, magia negra o blanca, no deja de brotar de una cultura que ha reprimido, en una vida diaria encauzada por la seguridad económica, la profundidad de los sentidos. Un ejemplo:
«Para luchar con los fantasmas que parecen asaltarla, una americana de veinticinco años, June Houston, ha instalado en su casa catorce cámaras que vigilan permanentemente los lugares estratégicos: bajo la cama, en el sótano, delante de la puerta, etc. Cada una de estas live cams transmite, supuestamente, visiones a una página Web, de modo que los visitantes que consultan esta página se convierte así en ‘vigías de espectros’, ghost watchers. Una ventana de diálogo permite enviar, por Internet, un mensaje de alerta a la joven en el caso de que se manifieste cualquier ‘ectoplasma’. ‘Es como si los internautas se convirtiesen en vecinos, en testigos de lo que me ocurre‘, declara June Houston» [11].
Lo mismo sucede con el sistema de la información, volcado en la idea de impactar con la noticia espectacular. De esta obsesión resulta que la vida cotidiana de un barrio normal, donde quizá se está generando un peligro, no interesa a ningún periodista ni es visible por ningún medio. Que el barrido continuo de los medios crea ceguera se demuestra también en el atentado de las Torres Gemelas, pues los terroristas durmientes estuvieron dos años en Estados Unidos, viviendo a todo tren sin ser detectados. Algo parecido ocurrió también en 1941 en Pearl Harbour. Y suponemos que en la masacre del 11 de marzo en Madrid, en el atentado de Londres, en el huracán Katrina, en los recientes Tsunami. ¿Habrá habido en todos estos casos cierta ceguera política de la sensibilidad que facilitó o agrandó la catástrofe? Como los políticos sobrevuelan la realidad, guiados por el carrusel de los temas mediáticos, cada vez que ocurre algo importante, por naturaleza anómalo e inanticipable, les cogerá sistemáticamente mirando para otro lado. A veces la política parece hoy consistir solamente en la capacidad comunicativa de mantener las consignas (pensemos en las mentiras sobre Irak) contra viento y marea.
De cualquier modo, las prótesis acopladas al ojo, al oído, hacen que éstos pierdan aptitudes, igual que una pierna o un brazo pierden tono muscular por falta de uso. Virilio ha insistido cien veces en que no hay ganancia sin pérdida, pues cada invento (avión, coche, radar, televisión) tiene su peligro específico, su accidente, como una sombra o negatividad que les acompañase [12].
La rutina habitual, la seguridad de las costumbres, el «blanco y negro» de la información, la ciudad llena de signos reconocibles, nos rodean con una alfombra que impide la percepción de los detalles mínimos de abajo, donde siempre se juega mucho. Sólo cuando estamos fuera de nuestro quicio habitual, descontextualizados, vemos y escuchamos de otro modo. Por ejemplo, en esos momentos de aguzada percepción, y de honestidad, de las tres de la madrugada. Por esta razón, en nuestro mundo regulado la música, las drogas, la noche y el alcohol, atraen. Fascinan porque prometen alterar o potenciar la percepción en este mundo anestesiado, romper con el tedio de una sociedad uniforme. El hábito nos tapa los detalles y la percepción se agudiza cuando estamos solos, descolgados de la segura rutina, con cierta curiosidad, incluso ansiedad. Un viaje a un país extranjero nos quita defensas, nos descontextualiza. Aunque también aquí el folleto turístico intenta guiar la percepción y garantizar la seguridad que el occidental busca, pero, si nos entregamos al abigarrado entorno, percibiremos otro mundo. Incluso a la vuelta, por unos días, nuestra ciudad no será la misma, flotando en una ambigüedad liberada de inercia.
Para ver es necesario cerrar los ojos, apartarse, tomar distancias, no ver. También el parpadeo (Augenblick) es un signo de que miramos desde la interrupción, desde un instante de ceguera, desde el negro de la noche en la pupila. En cierto modo, es la propia intensidad de la luz la que parpadea, la que reverbera. Por eso en ciertos estados (crisis, depresión, cansancio, desarraigo) percibimos con otros sentidos, con otra curiosidad, con otro detalle. Siempre existe, claro está, una trinchera, un prejuicio en el cual tenemos firmemente los pies; de otro modo, nos volveríamos locos. Pero a veces, por debilidad o por una euforia de la fuerza, percibimos como percibe un brujo, con todo el cuerpo, sin órganos. Cézanne, por ejemplo, hablaba de una visión háptica, no óptica, de una proximidad que borraba los perfiles figurativos de las cosas: estar tan cerca como para «ya no ver el campo de trigo» [13]. En cierto modo, toda percepción intensa es una percepción «extrasensorial» en la que el sexto sentido va por delante de los otros cinco sentidos, igual que una sombra que se adelantase al cuerpo. No solamente lo percibido «desborda los sentidos», sino que sólo por ese desbordamiento hay estímulo, un umbral de percepción. Ésta exige una zona de sombra, un contraste, un desnivel, un choque.
Fijémonos en esos momentos que sentimos van a ser memorables. Está pasando un minuto del mundo y sólo podemos conservarlo al precio de empaparnos, de volvernos él mismo. Joyce describe así un paseo en un país sureño: «Sigo adelante. Cielo de oro que se desvanece. Una madre observa desde la puerta. Llama a casa a sus niños en su oscuro idioma. Alto muro: detrás, cuerdas pulsadas. Noche cielo luna, violeta» (Ulises). El escritor John Berger comenta que un artista, pintor o poeta, jamás se queda a una distancia «de copia», sino que busca una cercanía donde se establece una complicidad anímica con el misterio del objeto, con su espíritu [14]. Una proximidad que hace desaparecer el habitual enclaustramiento del sujeto, su blindaje «privado». Cercanía peligrosa, en efecto, porque lo otro del objeto te puede invadir. Pero si el artista saca de esa alteración una forma, logrará sorprendernos con una sensación liberada de la opinión, arrancada del contexto social y su letanía de signos. En ese caso nos entrega una inmediatez de sentido real que nos ahorra una historia que escuchar, cualquier información que clasificar.
Igual nos ocurre en cualquier instante habitual. A veces se trata, podríamos decir, de un registro clandestino del pensamiento, un estado nómada. Mientras los demás siguen hablando de cualquier cosa, alguien se fuga mentalmente a otro sitio y vuelve cambiado. No obstante, las más de las veces esos momentos apenas son perceptibles para los otros, pues consisten en la «zona ártica» que se atraviesa entre dos palabras, mientras los demás siguen hablando de cualquier cosa. Son estados de ensimismamiento, de ausencia casi imperceptible. Se trata de un registro clandestino del pensamiento, un estado de reposo, casi catatónico, donde el hombre ve de otro modo, oye de otro modo, vive de otro modo. Este tipo de percepción nos complica la vida, pero si conseguimos poner la cabeza a su altura, a la altura de esa bajura, tendremos una fortaleza moral de la que otros, los conectados que presumen de fuertes, carecen.
Tenemos la obligación política, ética y vital, de conciliar la democracia con una existencia que está en cada caso dictada por una percepción que carece de modelos, por una vida que siempre irrumpe distinta y ha de ser transformada en tarea, en forma, en lenguaje. Esta política actual del desarraigo, de la «liberación» del individuo de su comunidad interna, patológica, no elegida (familia, lengua natal, cultura y nación, sexo), en nombre de una posterior reterritorialización luminosa en las identidades públicamente reconocidas, es una política perversa, profundamente autoritaria. Nuestra oferta cultural, la de hacerse cargo del miedo de cada cual, de su sombra, de su arraigo en el dolor, es una oferta envenenada. La existencia necesita su dolor, experimentar sus límites, su condición mortal. No tiene otro suelo. Necesita bajar al fondo de su singularidad sin equivalencia como único modo de fortalecerse y sobrevivir a la existencia, y esto en cualquier mundo posible.
Así pues, necesitamos, cada día más, interruptores de la comunicación total. Habría que ver incluso si los nuevos tormentos que se inventa el cuerpo, de las alergias a los recientes cuadros depresivos, del piercing al terror como género mundial, del deporte extremo al porno duro, no tienen relación con la necesidad vital de salir de la anestesia y encontrar por algún lado el dolor, los límites. Necesitamos urgentemente huir de la promiscuidad obligada, de la interactividad y el consenso forzosos, de la información histérica a que nos fuerza el actual poder político del control.
1. Paul Virilio, Estética de la desaparición, Anagrama, Barcelona, 1988, pp. 41-43.
2. En el campo de la ciencia Kuhn ha analizado hasta qué punto se cumple también este fenómeno de crisis, este fenómeno de borde anormal, al menos en lo que él llama «ciencia revolucionaria». Thomas S. Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas, F.C.E., Madrid, 1980, pp. 27 ss.
3. Hace poco un vigilante nocturno (era argentino y había pasado por una terapia) de un aparcamiento en Santiago de Compostela, decía: «Aguanto bien en este trabajo porque estoy a gusto conmigo mismo». Ahora bien, ¿quién está hoy a gusto consigo mismo? Lo primero que hacía la policía de Franco con un detenido antes de interrogarlo era dejarlo a solas consigo mismo durante diez horas. Cuando salía de la celda, estaba con frecuencia en un estado tal de debilidad anímica que «cantaba» todo lo que le pedían.
4. Gilles Deleuze, Francis Bacon. Lógica de la sensación, Arena, Madrid, 2002, p. 161. También: «Se trata de un álgebra de la sensación, como el delirio de los girasoles en la cabeza de Van Gogh (…) cuando conserve no obstante, como dice el pintor chino, suficientes vacíos para que puedan retozar en ellos unos caballos». Gilles Deleuze y Félix Guattari, ¿Qué es la filosofía?, Anagrama, Madrid, 1993, p. 166.
5. Acerca de esta potencia «desalejadora» del Dasein y de la imitación que de ella realiza toda tecnología, dice Heidegger: «Desalejar quiere decir hacer desaparecer la lejanía de algo, es decir, acercamiento. El Dasein es esencialmente des-alejador (…) Todas las formas de aumento de la velocidad a que hoy cedemos más o menos forzosamente, impulsan a superar la lejanía». Martin Heidegger, El ser y el tiempo, F.C.E., México, 1951, p. 120. En realidad, esta potencia desalejadora tiene relación con el hecho de que la existencia, como la mónada de Leibniz, no tiene admite ninguna determinación externa, pues todo brota en la ex-sistencia de su fondo sombrío: «Heidegger ya señalaba: la mónada no tiene necesidad de ventanas porque ‘ya está fuera conforme a su propio ser'». Gilles Deleuze, El pliegue. Leibniz y el Barroco, Paidós, Barcelona, 1989, p. 107. Por lo demás, Foucault desarrolla una preciosa investigación sobre las «técnicas de existencia» de la Antigüedad, ante todo relativas a los sueños, en su Historia de la sexualidad. 3 La inquietud de sí, Siglo XXI, Buenos Aires, 2003, pp. 9-37.
6. «La información, producto residual de la no permanencia, se opone al significado como el plasma al cristal; una sociedad que alcanza un grado de sobrecalentamiento no siempre implosiona, pero se muestra incapaz de generar un significado, ya que toda su energía está monopolizada por la descripción informativa de sus variaciones aleatorias. Sin embargo, cada individuo es capaz de producir en sí mismo una especie de revolución fría, situándose por un instante fuera del flujo informativo-publicitario. Es muy fácil de hacer; de hecho, nunca ha sido tan fácil como ahora situarse en una posición estética con relación al mundo: basta con dar un paso a un lado. Y, en última instancia, incluso este paso es inútil. Basta con hacer una pausa; apagar la radio, desenchufar el televisor; no comprar nada, no desear comprar. Basta con dejar de participar, dejar de saber; suspender temporalmente cualquier actividad mental. Basta, literalmente, con quedarse inmóvil unos segundos». Michel Houellebecq, El mundo como supermercado, Anagrama, Barcelona, 2005 (2 ed.), p. 72.
7. Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Península, Barcelona, 1994 (13 ed.), pp. 125 ss.
8. Jean Baudrillard, América, Anagrama, Barcelona, 1987, pp. 36 ss. También Houellebecq se ha referido con frecuencia al carácter despiadado, en el aislamiento, de la humanidad «desarrollada». Michel Houellebecq, Las partículas elementales, Anagrama, Barcelona, 2004 (4 ed.).
9. «Las imágenes dictan nuestra percepción. Hay siempre un marchamo central que normaliza las imágenes y retira de ellas lo que no debemos percibir… estamos presos en una cadena de imágenes, cada uno en su sitio, siendo cada uno imagen de sí mismo (…) No hay sólo una imagen. Lo que cuenta es la relación entre imágenes (…) ¿cómo insertarse, cómo deslizarse en ella, dado que toda imagen se desliza ahora hacia otras imágenes, dado que ‘el fondo de la imagen ya es siempre una imagen’ y el ojo vacío una lente de contacto?». Gilles Deleuze, Conversaciones, Pre-Textos, Valencia, 1996 (2ª ed.), p. 118.
10. «(…) cerrar los sentidos de los hombres, desde la salida de la fábrica por la tarde hasta la llegada, a la mañana siguiente, al reloj de control». Max Horkheimer y Th. W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración, Trotta, Madrid, 1997 (2ª ed.), p. 176.
11. Paul Virilio, La bomba informática, Cátedra, Madrid, 1999, p. 69.
12. No sólo el avión tiene su accidente específico, dice Virilio, sino que la simple invención del ascensor también tiene su precio. ¿Qué significa esto, aparte de la eliminación de ejercicio y los consiguientes problemas cardiovasculares? Significa que la relación con los vecinos cambia, pues se dice adiós a vida en la escalera, a los cruces, a las conversaciones e intercambios del rellano.
13. Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Pre-Textos, Valencia, 1988, p. 500.
14. John Berger, Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible, Árdora, Madrid, 1997, p. 41.