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En ruta por Tepito, el barrio bravo de México DF. De ‘safari’ con un actor

 

Cuando un habitante de México DF menciona la palabra Tepito un velo negro ensangrentado parece envolver momentáneamente la conversación. Se dice que allí ocurren asesinatos, secuestros, que allí operan los cárteles del narco más poderosos, que uno puede asistir a peleas de gallos, de perros y hasta de seres humanos, que allí venden armas de fuego, bazucas, misiles y hasta de aviones de caza. Todo tipo de fantasmadas y teorías conspiranoicas (unas más reales que otras) afloran al referirse al barrio bravo de la capital mexicana.

 

Es innegable que Tepito y sus alrededores arrastran una larga historia de criminalidad y delincuencia que adquiere su epicentro en la calle de Jesús Carranza, definida por los medios del país como la vía más peligrosa de la capital mexicana, la que ha albergado al mayor número de vecinos que hoy están en prisión, en la que se registran más asesinatos y la que concentra los mayores puntos de venta de droga. Pero la fama y la mala prensa siempre es reduccionista y más en una ciudad con tendencia al tremendismo, una ciudad que –imposible negarlo– durante años tuvo una fama temible: en el centro del DF, hace diez años circulaban pandillas de taxistas secuestradores, violadores, bandas de narcomenudistas y un sinfín de asaltadores que hacían la vida imposible a quien se atrevía a caminar de noche en ciertos barrios.

 

Desde hace una década la megalópolis ha ido cambiando a pesar de la guerra del narco y la psicosis que generó. Como muchas capitales de Latinoamérica, México DF ha experimentado el resurgimiento del centro histórico como núcleo cultural de primer orden. Por el día el viandante encuentra centros culturales, teatros, espectáculos y galerías de todo tipo de reciente fundación. Por la noche, las calles próximas al Zócalo (la plaza central de la ciudad) están plagadas de bares y discotecas que empiezan a hacer competencia a los de las zonas tradicionalmente festivas, como la Roma y la Condesa (al suroeste del centro). Cada vez más jóvenes se mudan a los alrededores del Zócalo y, consecuentemente, cada vez hay más luz, más fiesta y más vida en las calles.    

 

Tepito (el barrio que colinda al norte del Zócalo) es el gran zoco de la piratería, un centro laboral que proporciona sustento a muchas familias de comerciantes. “En Tepito no tenemos McDonnalds, ni Oxxos, ni cadenas o franquicias, aquí hay puro comercio local”, cuenta uno de los fruteros del mercado. El barrio es un gran pasadizo comercial  rodeado de puestos ambulantes entoldados con lonas de plástico de colores rojo, azul, verde, naranja y amarillo. Un muestrario de rarezas: bártulos, cacharros, películas pirateadas, juguetes, electrodomésticos, muebles, montañas de ropa, artesanías, esculturas y todo tipo de cachivaches tecnológicos. Un barrio sucio e imponente, entre lo canalla y lo degradado; un gran bazar de mercaderes callejeros; el escenario en el que cristaliza la informalidad y el menudeo mexicano. A mi paso encuentro zapaterías, relojerías, restaurantes, teibols y hasta salas de baile, “porque Tepito también es eso”, un barrio musical en el que no es extraño ver a gente bailar salsa en medio de la calle y en el que siempre tendremos los oídos atronados, escuchando tecno, bachata o reggaetón pasado de decibelios proveniente de las tiendas de discos piratas. “Aquí puedes encontrar todo lo que busques”, me dice uno de los comerciantes del barrio.

 

Pero no es del todo cierto: si algo le falta a Tepito es cultura. El barrio canalla se resiste a entrar en el circuito que está expandiéndose por el centro del DF con la fuerza de una onda expansiva. Las salas de conciertos, los cafés teatros y las salas alternativas ya han desbordado los márgenes del casco histórico y penetran poco a poco en barrios como Santa María de la Ribera (al oeste del Zócalo) que hace poco tenían fama de peligroso y poco recomendable.

 

 

El proyecto

 

Hace tres meses, gracias a la iniciativa de la directora holandesa Adelheid Roosen y del actor mexicano Daniel Giménez-Cacho (uno de los intérpretes más reconocidos de México), Tepito se convirtió en escenario de un original “safari teatral” de cuatro horas de duración en las que el espectador se sumergía de lleno en los zocos y en los callejones más imponentes, montaba en moto de la mano de los más malos del barrio, entraba en los hogares de algunos de los personajes más populares y carismáticos y compartía una experiencia única, a caballo entre el teatro, el documental y la ruta turística.

 

“Es un barrio en el que hay fieras”, reconoce el mismo Giménez-Cacho, que además del proyecto teatral tepiteño dirigió una serie de televisión, Crónica de castas, enmarcada en el barrio bravo y centrada en la discriminación racial y clasista que aún hoy persiste en México.  

 

Para llevar a cabo el tour los intérpretes convivieron durante dos semanas con los protagonistas reales de las historias. Su labor era actuar con ellos y servir al público de guías e hilos conductores.

 

Todos insistían en que el término “safari” alude al swahili “viaje”, pero aún así no dejaban de advertir sobre los posibles riesgos: “No saquen sus cámaras de fotos, no se aparten de la fila, no compren nada. Vamos todos juntos del metro al barrio y del barrio al metro”.

 

Los rostros de Tepito son más duros que los del resto de la ciudad. Abundan los jóvenes taimados y tatuados con ceño fruncido y aire de pandilleros, los borrachos, los mendigos, los lisiados, las prostitutas y las bandas de moteros que acechan al viandante y lo llenan de ruido, o de miedo. Cuando oscurece, las calles están apenas iluminadas y uno no distingue más que montañas de basura apiladas en las esquinas, perros callejeros y faros que de pronto ciegan y cruzan a toda pastilla.

 

 

La ruta

 

El safari adentraba en los hogares de tres de las siete Cabronas de Tepito, famosas en el barrio por su carácter y su resistencia: “Somos mujeres que no tenemos miedo a vivir, que nos levantamos, aunque volvamos a caernos, que luchamos contra la miseria, contra la adversidad y contra el machismo”, me cuenta Mayra Valenzuela, tepiteña activista y defensora de los derechos humanos. En 2004 esta mujer de voz vehemente y trato afectuoso fue tiroteada en medio de una manifestación en la Ciudad Universitaria. “Aquí en Tepito jamás me pasó nada, pero en la UNAM me pegaron dos balazos que casi me matan. Qué ironía para una tepiteña cabrona como yo, que me baleen en la universidad”, cuenta enseñando los agujeros cicatrizados en su brazo y en el tórax. De todas las cabronas, Mayra es la más luchona, reivindicativa y politizada: “Tratamos de reivindicar los derechos humanos y de las mujeres, de proteger el barrio contra la injerencia de los políticos y la policía y de denunciar la manipulación amarillista de la prensa que dice que en este barrio solo hay rateros”.

 

Las historias de los tepiteños son historias de violencia, de represión policial, de violaciones y maltratos, pero sobre todo son historias de resistencia contra la adversidad. “Yo veía el abuso sexual como algo normal y cotidiano, porque lo que me pasaba a mí también le pasaba a los vecinos”, cuenta Verónica, otra de las siete cabronas que logró salir adelante haciéndose cargo de sus catorce hermanos. Como el resto de los vecinos visitados hace gala de su amabilidad ofreciéndonos bombones, tostadas de tinga, tacos y queso.

 

—Esto es queso. Pero queso de verdad –apunta Verónica–, no como el que traía mi papá a casa cuando yo era niña, que parecían cuadradotes de queso en polvo. Pero era otra cosa.

 

A lo largo del recorrido el espectador contempla el barrio y a la vez es contemplado por los tepiteños, burlones y provocadores: “¿Qué mamada es esta?”, “Sácame una foto güero”, “Aguas, que os van a asaltar, culeritos”.

 

Entre charla y charla, cambiamos de calle y nos topamos con cinco moteros que nos rodean haciendo rugir sus motores. El susto dura poco. Son nuestros chóferes, los encargados de transportarnos por el barrio “al más puro estilo tepiteño”: tres en cada moto, a toda velocidad y saltándose toda señalización. Pero, eso sí, respetando “los tres sentidos de circulación del barrio”.

 

Llegamos a una fonda y encontramos a Martin Camarillo, conocido como El Power, un joven postrado en una silla de ruedas con un rostro amable e imponente: “No mames güei, desde que me dejaron aquí sentado tengo más viejas que nunca”, cuenta con una sonrisa semiparalizada en el rostro. El Power me cuenta su historia entre taco y taco y la emoción le encuentra en medio del camino: “De chamaco estaba bien locotrón, güei. Andaba metido en muchas madrizas, güei. Y acabé baleado por dos batos a los que ya traía ganas. Desde entonces estoy en contra de los fierros y de todas las armas pendejas. La banda del barrio me conoce, me quiere y me respeta. Aquí soy muy popular, güei. Todos son mis carnales. Por eso un día vino Daniel a conocerme y a meterme en su proyecto, con toda esta banda de poca madre. Todos ellos son gente chida, güei. Están haciendo mucho por el barrio”. 

 

Aunque la rudeza del argot tepiteño –repleto de palabras como puto, culero, güei, no mames, chingada madre y sus derivados– constituye uno de los atractivos del proyecto, el safari de Giménez-Cacho no profundiza en la delincuencia y la violencia. “Se trata de mostrar la otra cara del barrio”, insiste tanto el director como sus actores. Los temas más estereotípicamente tepiteños: el culto a la Santa Muerte, los boxeadores callejeros y las drogas, no aparecen ni de refilón. Pero si uno se anima a preguntar a algunos de los protagonistas, obtendrá respuestas precisas: “Allá venden la coca, ese de ahí trae la mota (mariguana), el otro bato les defiende, siempre lleva un fierro, es el más chingón”, me cuenta uno de los moteros.

 

“Para los tepiteños es sorprendente que la gente acuda al barrio mediante una iniciativa cultural”, cuenta la comerciante Lourdes Ruiz, conocida en el barrio como La reina del albur por haber ganado un concurso mexicano de jergas. “Me agrada mucho que se den cuenta de una vez de que en Tepito no todos somos rateros ni delincuentes. Somos comerciantes y trabajamos un chingo”.

 

Lo que hace diez años era impensable, hoy es una realidad. El safari teatral y la serie de Giménez-Cacho son solo la punta de lanza de lo que se avecina. La luz y la cultura están cada vez está más cerca de Tepito. A este paso no sería extraño que, en unos diez años más, el barrio bravo se convirtiera en un núcleo cultural y cosmopolita, transitado y hasta habitado por estudiantes y jóvenes mexicanos y extranjeros, que, como en el caso de Lavapiés (el equivalente español, en pleno centro de Madrid), perdieran el miedo a lo extraño y a lo popular y se integraran en la zona en busca de autenticidad, cultura y ambiente popular. Y es que Tepito es el barrio que vio crecer a Cantinflas, y como tal, es la síntesis del albur, de la transgresión, la bravura y la picardía mexicana. Ya lo dice el lema: “Tepito existe porque resiste”. Y ojalá resista puro y rudo durante muchos años.

 

 

 

 

Javier Molina es reportero, licenciado en Historia, doctorado en Literatura hispanoamericana y narrador. Ha publicado libros académicos sobre los hispanoamericanos en la Guerra Civil española y ha escrito en El PaísLetras Libres,Vice y otros medios hispanoamericanos. En FronteraD ha publicado ¿Estamos a salvo en Latinoamérica? El 27% de los homicidios que se comenten en el mundo ocurren aquí, Un tesoro oculto en la Casa Azul. Frida Kahlo y León Trotsky y La sonrisa de Alberto Patishtán, indígena de Chiapas indultado y mantiene el blog Reportero salvaje. En Twitter: @javimolinav 

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