1. Gorro quirófano Betis
El mes pasado me operaron en un hospital de Galicia. Me tuvieron que sacar una placa de titanio que llevaba atornillada a los huesos de la muñeca derecha por una rotura. Para operarme solo me anestesiaron el brazo malo. Me hicieron un bloqueo de plexo braquial, que es que te pinchen en un nervio a la altura del hombro para que no sientas nada en el resto de la extremidad. No pude ver cómo me abrían la carne para extraer el hierro porque me pusieron en el brazo una especie de mampara que no me dejaba mirar. La operación duró una hora y media, y como me aburría hablé con el anestesista mientras me cortaban. Descubrí una cosa que no sabía. Hay tiendas en internet que venden gorros quirúrgicos con adornos para que no sean tan sosos como los que tienen los hospitales. El anestesista que me bloqueó el brazo llevaba uno con dibujos de Los Picapiedra que le había regalado su hija. Me dijo que costaban entre once y quince euros. También vi que una enfermera lucía un gorro quirúrgico tropical con dibujos de palmeras. Después de la operación, mientras me llevaban en camilla por un pasillo, vi de refilón a otra mujer con un gorro colorido, pero no identifiqué bien los dibujos. La intervención quirúrgica salió bien y al día siguiente ya pude teclear con el brazo escayolado. Entré en todogorros.com y encontré gorros de rebajas a 3,95 euros y una selección de los más vendidos en la que destacaban el gorro pitufos, el gorro fondo negro y mariquitas y también el gorro fantasía de colores. En otra parte de la página web que ponía ‘Los productos más populares’ aparecía el gorro quirófano Betis, con el escudo del equipo de fútbol andaluz en la frente y con un precio de 11,45 euros, muy por encima del precio medio –casi el doble que el gorro pitufos, por poner un ejemplo–. Parece que el gorro del Betis causa furor en los hospitales españoles.
2. El Despertar
Una vez operado me condujeron a una sección del hospital con un nombre prosaico, Despertar. Pensé que si llevase un artículo por delante podría convertirse en un área hospitalaria tan lírica como El Despertar, en la que cada uno de los enfermos sería un revolucionario en potencia que solo necesitaría que se le pasase la anestesia para levantarse en armas y transformar la sociedad vestido con un camisón abierto por detrás que le deja el culo al aire. A mi lado estaba otro paciente recién operado que se quejaba y al que le dieron morfina. Se había roto hace un año la tibia y el peroné y lo habían tenido que operar otra vez. Mi compañero de la sección Despertar se había hecho esa lesión al caerse de su moto Kawasaki de 600 centímetros cúbicos a una velocidad de unos 80 kilómetros por hora. Pero me dijo que la moto alcanzaba los 270 kilómetros por hora, y que una vez en el cuentakilómetros digital vio la cifra 277. Le pregunté qué tal se sentía uno con la morfina y me dijo que no se sentía nada. “Esto debe de ser un veneno”, añadió con una sonrisa opiácea. Yo le comenté que la morfina era una droga de la familia de la heroína y puso cara de sorpresa, pero no me respondió nada. Poco después pasó por allí una enfermera rubia y le dije que me había entrado mucha hambre. Eran las tres de la tarde y estaba en ayunas desde la noche anterior. La enfermera rubia me informó de que en el área Despertar no se podía comer. El paciente al que le estaban dando morfina oyó mi súplica y me contó una anécdota que habla de la relación íntima de los gallegos con las vacas. En otra ocasión en la que estuvo hospitalizado un compañero de habitación consiguió que en la cocina del hospital les hiciesen dos chuletas de ternera. El otro paciente era teniente-alcalde de un pueblo y tenía una ganadería. Las chuletas que se comieron en la habitación eran de sus vacas.
—¿Las tomasteis con patatas fritas? –le pregunté.
—No, las pedimos con una ensalada de lechuga y tomate.
3. Televisión Radiola
Poco después me sacaron de la zona de anestesiados y me devolvieron a la habitación en la que había ingresado por la mañana. Allí seguía un paciente al que habían operado de una hernia en la ingle. El hombre estaba acompañado por una señora con aspecto de campesina que debía de ser su madre. Ella callaba y él hablaba continuamente por el teléfono móvil. Aunque estaba en un espacio compartido se expresaba en un tono muy doméstico. “Tengo las bolas hinchadas”, dijo para explicarle a un interlocutor cómo le había dejado los testículos la intervención, cercana a la entrepierna. Y con la misma delicadeza contaba que no se veía en condiciones de excitarse: “Aunque me traigan aquí a veinte chicas desnudas no se me levanta el pizarrillo”. A mí me dieron el alta un par de horas más tarde. Mi compañero el delicado se quedaba en la habitación otra noche. Tenía pensado ver el partido de las nueve menos cuarto entre el Barcelona y el Celtic de Glasgow. Había una televisión de marca Radiola colgada en la pared. Era antigua y la imagen se veía a rayas. Galicia tiene tantos problemas económicos como el resto de España y tal vez tenga otras prioridades que comprar televisiones nuevas para sus hospitales públicos. Pero al menos se preocupa de que los enfermos no pierdan la fe. Debajo de la televisión en la que iba a ver el partido el gallego de los testículos inflamados había un humilde crucifijo con un Cristo de color plata.
4. Sala de curas
Dos días más tarde fui a que me viera la muñeca el cirujano y me dijo que estaba muy bien. Me dio cita para la semana que viene y me mandó a la sala de curas. Cuando me tocó entrar una enfermera me recibió en el límite de la puerta de la sala. Me preguntó si yo tenía el número 93. Le dije que sí. La enfermera, prudente, no se fió del paciente con el brazo escayolado que se atribuía el número 93.
—A ver, enséñame el papel.
Se lo enseñé.
—Vale, pasa –me dijo–. Es que hay gente que se cuela.
La enfermera me sentó en una tabla fijada contra una pared. Una mesa de la sala de curas y una parte del suelo estaban manchados de polvos de talco. Sentado sobre mi tabla pensé que aquello estaba un poco revuelto. La enfermera le habló con una voz mandona a otro paciente que estaba con otra enfermera detrás de una cortina.
—¿Tú eres Luis Padín Romarís?
Al otro lado se oyó a un señor gallego que simplemente dijo que sí.
—Pues eso es lo que quería saber –dijo la enfermera con un tono cortante, como si el enfermo le hubiese dado más información de la que le había pedido–.
En cuanto comprobó la identidad de Padín Romarís –que tal vez fuese sospechoso de haberse colado en la sala de curas con un número que no le correspondía– la mujer atendió mi brazo. Mientras me hacía la cura le pregunté si algún compañero de cuando estudiaba Enfermería había tenido que dejar la carrera porque hubiese descubierto que era aprensivo. Me dijo que una chica se había desmayado en una de las primeras clases al ver una gota de sangre. La enfermera continuó con una reflexión en la que me hacía ver que era normal que la gente fuese aprensiva, como si mi pregunta implicase una minusvaloración de aquellos que no son capaces de resistir la visión de carnes abiertas o de cicatrices en miembros entumecidos. Me puso como ejemplo que ella misma se había mareado un día con una úlcera. Un enfermero joven con calvicie se había acercado para participar en la conversación. Su compañera lo miró y pronunció una frase que debería haberse quedado grabada en la puerta de entrada de la sala de curas.
—Y mira que me gustan a mí las úlceras.
Pablo de Llano es periodista