Son las doce de la noche en la Puerta de Jerez. Toda la ciudad está envuelta en la niebla. Ésta es la Sevilla que me gusta: el halo globoso alrededor de las farolas, las siluetas desleídas en las esquinas, el sonido de un pedaleo de bicicleta que se queda colgando del aire cargado de humedad. Alguien se me acerca y me pregunta por el hostal Picasso. Es un chico con una gran mochila, rubio, alto, esbelto, que no para de sorberse la nariz. Lleva un mapa en la mano y habla con acento americano. Le pregunto si habla inglés. Sonríe:
-Yes, I´m American.
No sé dónde está el hostal Picasso, pero me ofrezco a acompañarlo hacia Santa María la Blanca: por allí cerca hay un albergue de juventud que tiene buena pinta y no parece caro. El chico sonríe otra vez:
-Gracias, gracias. Esta mañana me han robado el pasaporte y tendré que ir al Consulado.
Se llama Joshua, dice, y en seguida traduce el nombre: “Josué”. Vuelve a sorberse la nariz. Le digo que me llamo Eduardo. “Eduardo”, repite, y noto que está archivando el dato en su cerebro, igual que podría estar archivando el número de su nuevo pasaporte. Vamos caminando entre la niebla. Le pregunto cómo le han robado el pasaporte.
-No sé, no me he apartado en ningún momento de mis cosas.
Luego me dice que es tejano, de Austin, pero vive en Fez (“Marruecos”, añade en seguida, adelantándose a mi posible desconocimiento del lugar). Por un segundo vuelvo a ver la luz de color canela en las colinas de Fez y el sonido de los cierres metálicos en las tiendas de la medina y la cabeza de un cordero colgando en una carnicería. Le pregunto a Joshua si ha leído una novela de Paul Bowles que trata de Fez: La casa de la araña. Sacude la cabeza: “Never heard of him”. Decido hablarle de Texas, y no sé por qué, le pregunto si conoce una de las mejores películas que he visto nunca, The last picture show, que está ambientada en un pequeño pueblo del norte de Texas en los años 50. También sacude la cabeza: “Never heard of it”. Le digo que los actores son Jeff Bridges y Cybil Sheppard. Los nombres no le dicen nada. Por si sirve de algo, le digo que la música es de Hank Williams. Se le ilumina el rostro:
-Hank Williams? I like this guy!
Se oye el pedaleo de otro ciclista que avanza entre la niebla. “Last picture show”, repite de nuevo Joshua, y vuelvo a notar que está archivando el dato en su memoria. Sin que venga a cuento, me dice que tiene unos cuñados que viven en Gales. “Wales”, repito, y la palabra se convierte en un hilo de vapor que se deshace en el aire. Cuando llegamos a los jardines de Murillo, le señalo el camino que lleva hacia Santa María la Blanca. Joshua me da un enérgico apretón de manos, mirándome a los ojos. Veo un halo de vapor que surge de su anorak y de su mochila. “Thanks, Eduardo”, me dice en un tono que tiene un leve aire marcial, como el de un cadete de West Point despidiéndose de su instructor para su primer permiso. Luego Joshua se da la vuelta y camina hacia el parque. Primero desaparece su cabeza rubia, luego su anorak, luego su gran mochila que va soltando una nube de vapor.
De camino a casa, pienso en la mezcla de candor y determinación que hay en Joshua, en esa curiosa forma de ser que les ha permitido a los norteamericanos desembarcar en Normandía y dejarse los ahorros de toda una vida en un casino de Atlantic City. Los americanos que viajaban a Europa en las novelas de Henry James tenían que ser así: seres cándidos, decididos, despreocupados y seguros de sí mismos, pero también astutos, irreflexivos e indiferentes a toda culpa. Joshua también me hace pensar en el personaje de Pyle en El americano impasible de Graham Greene: aquel joven agente de la CIA que le robaba la chica al cínico y desengañado Fowler, y de paso suministraba armas a una Tercera Fuerza opuesta a la presencia de los franceses en Vietnam. Parece ser que un tal Leo Hochstetter, que trabajaba en la Delegación norteamericana en Saigón a principios de los 50, fue la persona real que le inspiró a Greene el personaje de Alden Pyle. Puede ser. Pero hoy en día, si hay Pyles por esos mundos de Dios –y estoy seguro de que los hay-, tienen que parecerse mucho a este Joshua que acaba de evaporarse entre la niebla.
Casi no se ve la fuente de Menéndez y Pelayo. Al otro lado de la avenida no se distinguen ni los árboles ni las rejas del parque. Si Joshua mira hacia aquí, sólo podrá verme desaparecer entre la niebla. Por edad, yo soy Fowler y él es Pyle, pero no sé si las cosas son tan sencillas. Pienso en otra clase de encuentros, en otra clase de historias, más lejanas, más extrañas. Quizá un encuentro como éste fue el que inspiró, hace casi tres mil años, la historia del desconocido que se ofreció a guiar al joven Tobías en su largo viaje a la tierra de Media. Y esta noche, mientras caminábamos juntos entre la niebla, ha sido Joshua -de Austin, Texas, aunque ahora viva en Fez- quien ha hecho el papel de Azarías, aquel ángel que se ofreció al joven Tobías para enseñarle el camino hacia la tierra de Media (y que luego le curó la ceguera a su anciano padre). ¿Adónde me ha llevado Joshua? ¿Qué me ha enseñado? Ésa es la pregunta que me hago mientras abro la puerta de casa.